Victoria, tinta china
Compro un boleto. Sólo de ida. Tengo que repetir dos veces el destino. La palabra Victoria se pierde en el cogote. La araña me ha robado toda certeza. Cuando llego al andén, no tengo valor ni para sentarme.
La siento circular. Me recorre. Merodea por las zonas blandas buscando el espacio perfecto. Uno sombrío y caliente donde tejer su tela.
Subo al tren con la araña en alerta. Pero encuentro cierto goce en la desmentida. Ella o yo. Serás mi caja, mi contorno. Quién es el parásito. Entro al último vagón casi en puntas de pie. Esquivo gente para no alterarla. Temo provocar una aceleración de muerte. No llegar a casa.
El tren avanza conmigo estancado por el terror. Ganas de tirarme por la puerta mal cerrada. Pero el cuerpo no reacciona. Se me duermen los brazos. Se adueña de cada zona de mi cuerpo. Si miro, ella está ahí, en las pupilas. Una leve picazón en la nuca, ella. Sin embargo, Loxosceles espera paciente. Muda, como un bicho maduro que sabe lo que quiere.
Aguardo su mordida breve y profunda en la bóveda del diafragma, que me deje sin respiración. Pero la muerte se retrasa. Es capaz de no presentarse. Entablo una conversación arácnida con la husmeadora, que parece un monólogo furioso. Siseo amortiguado por el pavor. Apenas unas frasecitas terribles de promesa idiota. Vivir a cambio de lo que sea. Intentos tramposos de merecer su favor. Loxosceles no me presta atención, anda y desanda mi anatomía como un médico examinador. Pero la siento menos vital.
La conciencia del fin me termina fortaleciendo. He pasado del horror a la certeza: soy mortal, simplemente. Moriré con o sin ella.
Encuentro una posición en el asiento que me permite sentirme a salvo: sentado en loto mirando la pared, con los ojos a cuarenta y cinco grados. La respiración cobra espesor y me digo que terminaré evitando la muerte con el trabajo de inhalación adecuado. Tal vez la arrastre hacia la boca, la escupa.