El mismo objeto sin brillo
El bloque de Mauer zarpa hacia Buenos Aires, mientras mamá muerde una manzana en el patio. El ruido de la puerta principal la saca de la masticación pastosa.
—Severino, ¿sos vos? Tenemos visita.
—Todo terminó, mamá.
—Buenas. —Manfredo viene con las manos húmedas desde el baño.
—Qué hace acá.
—El señor es un viejo amigo. Bah, el hijo de uno.
El tren de las once y cuarto hacia Retiro hace vibrar las ventanas.
—Encontré una foto que me pertenece en tu valija. Mirá. —Manfredo se pone los anteojos.
—¡Qué extraño! —alcanzo a balbucear.
—Y decíamos que esa puta se parece mucho a tu mamá.
—Sí, un poco.
—Una especie de copia. Yo soy más bajita. Y digna.
—Sí, claro. —Manfredo se ríe de costado.
Mamá disimula, ofendida de sí misma. Yo no tengo nada que decir.
—Somos el marco de un horror ajeno. Prestamos el cuerpo a la violencia de otro. —El tipo parece citarme, ha leído mi cuaderno.
Siento amargura en los alvéolos. Una mancha oscura.
—¿Para qué vino? —disparo.
—Tu mamá se va a tener que mudar, querido.
—¿Le parece? —la araña me ayuda.
—Y pronto. La sucesión salió por fin. Han pasado muchos años. Esta casa era de mi padre.
—El Coronel dijo que era mía —mamá está triste.
—¿De qué hablan?
Manfredo se queda en silencio un instante y entonces mamá comienza a recordar como una sonámbula. El pasado se presenta con una violencia desconocida.
—Era una fecha patria, no recuerdo cuál. Había escarapelas por todos lados. El Coronel quería una foto interesante. Eso dijo Lana.
—No haga el ridículo, señora. Sea discreta.
—Desnuda de la cintura para arriba, usté me vendó en el techo. Me dio instrucciones, un elepé. Como en una película que no vi, yo era nadie. Me acicalaron para torturar a la señora.
—De qué habla, callesé —Manfredo está nervioso.
—El viento me daba vértigo pero era el último encargo. Curvé la espalda, encogí las costillas. Una excitación tonta se me instaló en la boca. La realidad no me interesaba. Tenía los pezones duros, el pelo hacia atrás. Lancé el disco, pero no escuché el clic de la cámara.
—¿Dónde tiene la escritura? —Manfredo revisa el aparador, las repisas.
—Al bajar, algunos gritos. Pero me habían dado unos billetes y una orden: no mire, no vuelva. Fui obediente.
—¿Qué hace esto acá? —Manfredo se asquea frente a la cabeza de Lana que lo contempla cercada por velas y sahumerios.
—¿Quién mató a su mamá? ¿Yo? Dígame la verdá.
—Basta, puerca. Cierre la boca —Manfredo agarra a mamá del cuello.
Loxosceles no puede más y me dice que lo tome de los pelos. Que le muerda la boca. Aprovechá el momento.
Manfredo no pudo reaccionar. Quedó tendido en el suelo. Como mamá tardó en reanimarse, yo aproveché para cavar un agujero en el patio.
Estaba oscuro. La araña se quedó dormida. Mamá lloró hasta que los ronquidos se adueñaron de ella. Yo no pude pegar un ojo en toda la noche. Me fui temprano.