Inalcanzable, doblete

Al principio de nuestro matrimonio creí en la felicidad. El Coronel era parco de día, terco de noche. Hacíamos sus orgasmos con gran prolijidad. Después pensábamos un rato en él hasta que se dormía.

Pero enseguida observé que sabía los libretos completos de las películas de la rubia. Repetía hasta el hartazgo los diálogos en inglés. Cuando las cosas se complicaron, estaba memorizando El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, una producción algo afectada donde ella hacía de buena.

Yo me había quedado embarazada y estaba de pésimo humor, mis caderas se habían disparado, la cara se hinchó, las piernas parecían dos bolsas de harina. Encima, el parto fue espantoso, una batalla campal. Había hijos por todos lados. La profusión de miembros no tenía límites.

Así apareció mi ManFredo de dos cabezas. Hubo que bautizarlos con un pedazo de nombre a cada uno. Creo que la naturaleza se imita a sí misma. Él era una reproducción de la obsesión afiebrada del Coronel.

Me deprimí y me dio anemia. No estoy segura del orden. Lo que sí recuerdo es que entonces apareció Yedra, la prima lejana del Coronel. Le dimos trabajo en casa para atender al bebé y en seguida se sintió humillada. Comenzó a llamarme Sacrílega.

Era una tucumana inexpresiva y peligrosa. Yo sentía el huracán que callaba en su pecho. Debajo del crucifijo, el magma.

Mientras tanto, las raíces negras y el llanto hacían surcos en mi hermosura. El Coronel estaba decepcionado. Cada vez me apartaba más de su ideal. Comenzó a dibujar maniáticamente a la otra. Repetía parlamentos enteros de las películas de la rubia.

Yo no entendía el sentido de sus palabras. Pensaba que había perdido la razón. Pidió licencia y nunca regresó a las armas. Tenía treinta y seis años.

Nunca tuve tiempo de amarlo, y cuando nacieron los deformes, como les decían en el vecindario, no pude menos que odiarlo. Me perturbaba su obsesión monotemática. Me hacía sentir nadie. Asumí el rol de cabeza de familia para dejarlo en evidencia. Fue un golpe que lo dejó desarmado. O eso creí.

Un retirado es casi un civil. Es decir, un don nadie. Nunca le perdoné a Domingo su decisión inconsulta. Debí abandonarlo en ese entonces. Debí descolgar mis vestidos nocturnos y regresar al teatro. Resistir no sirvió para nada. Tal vez hoy estaría en una posición menos incómoda. Incluso viva.