Apología del odio
Los ManFredo crecieron desconociendo casi todo. Pensaban que su padre era un anodino y yo, una mujer respetable. Mi pasado artístico les era extraño. Las fotos de la etapa flamenca fueron cuidadosamente escondidas. Borré mi vida de un plumazo.
Y cuando estuvieron en edad de escolarizarse, solicité una vacante en el Colegio Militar. Visité sin ellos el pabellón C de dormitorios, las tribunas laterales del Campo de Deportes, el Casino y la Capilla. Reclamé a Dios que al despertar del día siguiente, los ManFredo fueran uno. El Coronel me esperó en el auto. Parecía muerto. Ni un gesto de aprobación o viceversa.
Un grupo ensayaba su entrada en ocasión del egreso anual de oficiales. Había banderines y olor a pólvora. Mentí al director, no mencioné las distorsiones físicas de los deformes. Él me enumeraba las bondades del establecimiento. Habló de aulas tácticas, polígono de tiro, biblioteca indeleble, idiomas, física, química, gimnasio y pileta. Cuando escuché la palabra pileta, me desmayé. Los imaginé en traje de baño, turnándose para respirar, agitando los bracitos escuálidos como ventiladores bajo el agua. El practicante escolar me inyectó y me dejaron un rato en la enfermería.
Nos dieron la vacante, a pesar de Domingo. No aportó ni una sonrisa. Ni amagó con preguntas. Era su modo de decir que no estaba de acuerdo.
El primer día de clases, acompañé a ManFredo. Aún no amanecía en Palomar. Estaba lloviendo. La entrada de los aspirantes permanecía cerrada. Esperamos en la vereda de enfrente, semiocultos en un paraguas enorme.
Las familias comenzaron a llegar. De pronto un gordito nos señaló. Aún veo su dedo, una morcilla oscura apuntando hacia nosotros. Cientos de cabezas perfectas giraron. Hubo silbatinas y corrillos. Los ManFredo no tuvieron mejor idea que saludar. Aún desconocían la gravedad de su aspecto.
La puerta se abrió y nadie entraba. Un jovencito de más edad se acercó hasta nosotros. Apartó el paraguas y rio tan fuerte que casi le vemos el esófago. Lo espanté con el paraguas y él pisó un charco, dio una patada feroz para salpicarnos. Las camisitas de los chicos se llenaron de lodo. Fredo me arrebató el paraguas con las dos manos y se lo clavó en la punta del pie. Hubo tiros al aire para dispersar a la turba aspirante. Querían lincharnos. El director en persona me hizo jurar que no volveríamos. Nunca.