Rostro imita forma
Cuando sugerí operarlos, el doctor Umpiérrez, joven cirujano del Fulgencio López, nos recomendó resumir a los chicos en uno. Con riesgo de perder a los dos.
—La cosa es sencilla. No podemos considerar a ManFredo como dos sujetos sólo porque tiene testa doble. Legalmente es una identidad. Sus huellas dactilares, el sexo y el corazón son uno solo. Decidan qué cerebro tiene menos valor.
—En relación con qué —cuestionó el Coronel.
—Eso lo dejo a su criterio. Yo me inclinaría por valores ecuménicos: fuerza, audacia, agresividad —zanjó Umpiérrez.
Domingo sugirió que nos quedáramos con Fredo, que tenía más posibilidades. Man lloró toda la noche. Yo lo consolé y le dije que lo resolveríamos aplicando la imparcialidad del azar. Pero al día siguiente, había preparado unas palabras que leyó con entereza en el desayuno:
«Me sacrifico por la familia. Mi vida de cualquier manera ya está liquidada. Padezco de segregación social, de la mirada repulsiva de mamá, de la distancia que impone papá y del desprecio de mi hermano. Que mi muerte sirva para algo, ya que mi vida, no.»
Le agradecimos su generosidad y esa noche salimos a cenar todos juntos a un restaurante francés.
Su predisposición me hizo dudar de Fredo, que brindó con una sonrisa inmensa. No podía ocultar la felicidad por la desaparición de su hermano. Estaba exultante. Tuve que patearlo por debajo de la mesa. Con la mala suerte de que fue Man quien sintió el dolor.
—¿Qué pasa, mamá?
—Nada, un calambre. Lo siento.
El Coronel estaba ajeno. O le daba igual.
—El cuerpo y el nombre no varían, ¿no? Es lo mismo para mí. Una opinión menos —concluyó Domingo.
Maldita practicidad masculina. Fui con dudas al sanatorio. Pero después me dije: Que gane el mejor.