Sentados de cuatro a cinco
Hace semanas que me mataron. Presumo. Me cuesta seguir el transcurso del tiempo. Sin mí, las rutinas familiares han cambiado. A veces, visitan a Buda.
Yedra viste a los chicos con las camisas de rayas y el moñito. Como cuando eran niños.
Mi hermana está arrugada, pero conserva intacta la salud. Es la única vinculación con mi familia que les queda. No tiene hijos ni se casó. El Coronel y ella nunca se llevaron bien, pero desde mi muerte han construido una parodia. Toman el té mientras repasan el álbum, o viejas escenas que me incluyen. Mi muerte les da vida.
Cuando Man se quiere sentar, Fredo no lo deja. Así que el Coronel sugiere un acuerdo: sentados de cuatro a cinco, de pie de cinco a seis. En los espacios de silencio, discuten.
Buda detesta a Fredo y cuando se va, promete no volver a verlo. Pero no puede cumplir. Sabe que al jueves siguiente será lo mismo. Y así, hasta el minuto final. Porque pese a todo, le hace bien estar con Man, mirar en el fondo de sus ojos, donde se oculta la muerta. Ella me ve en sus pupilas grises. Nos miramos a los ojos sin que nadie se dé cuenta. Buda resiste las humoradas de uno, con tal de contemplarme en el otro.
Fui madre de una síntesis horrible. Ahora los observo merendando en la casa de mi hermana y agradezco a la ciencia sus avances. Casi no se les nota.
Cuando terminan de masticar, saludan a Buda y yo los sigo. El regreso a casa, por las veredas mojadas o secas, se parece al fin de un desfile militar donde los cadetes han perdido la prolijidad y la decencia. Las botas están más llenas y los pies más gordos, ablandados por la transpiración.
Un abanico de miradas esquivas acompaña a ManFredo y al Coronel hasta la puerta de casa.
Lana espera a Domingo en el cuartito, floja de vestuario, y después traban la puerta. Yo los veo beber una copita o amarse en silencio. Ella le dice que llora por mí. Es una mentirosa. Él le toca simplemente el cabello como un niño enamorado.
Cómo se puede amar a una taimada de goma espuma.