Pandora, caja tétrico-musical
Un mes antes de mi ejecución patriótica, durante la limpieza general de fin de mes, sucedió un hecho dramático.
Yo había establecido cada día treinta un clásico de deberes y obligaciones con el jabón y el cepillo que la familia asumía sin quejas. Sustituí el folklore por una vida higiénica donde no había lugar para el descanso o la apatía.
Las jornadas comenzaban a las seis de la mañana al son de un silbato que yo misma soplaba, con ímpetu. Diez minutos después, esperaba a cada uno en la mesita junto al lavadero, donde repartía una hoja prolijamente escrita con las tareas asignadas para cada uno. Controlaba los resultados con mirada marcial, honrando al ganador con una medalla de paño.
Los motivos por los que Fredo no me soportaba eran imaginables. Él hubiera preferido dormitar, ser libre. Gozar del privilegio de la juventud. Man, por su parte, hacía tiempo que se había resignado a no obtener cariño. Pero no me culpaba a mí, sino a su imagen cercenada de persona informe. Quién podría querer a un hijo así, se repetía en silencio. Por eso, ansiaba las medallas de paño. El Coronel se iba al Restó Militaire mientras duraba la contienda doméstica. Bebía una copa de anisado junto a la ventana, sin hablar con nadie.
Aquella mañana, resolví acomodar el cuartito de revelados. Al mover unas cajas, las que estaban al final del armario parcialmente ocultas, encontré un tesoro perturbador. Yo, en paños menores. Tarjetitas de amor. Recortes de prensa con los pezones altivos. Ligas de un rojo sangriento. Notas realizadas por el Coronel. Y fotos de Lana, superpuestas. Domingo no se había desprendido de nada. Incluso, había fotografiado a los chicos en posiciones aberrantes debajo de ella. Découpage vomitivo y vivaz. Fredo sonreía en su mitad con los músculos tensos.
Pero lo más escandaloso fue descubrir aquellas piernas que colgaban de la percha. Unas bellísimas extremidades realizadas en material flexible. En cajas simples, guardaba veinticinco pares de zapatos para aquellos pies falsos, número 37. Había rellenos de goma espuma, motores extraídos de aparatos eléctricos y un par de torsos a medio hacer.
Me sentí frente a un cuadro del futuro. Quise tirar todo, hacer un escándalo. Pero ya era tarde. Yedra se dirigía hacia mí con una sonrisa encorvada en los labios.
Todos sabían, menos yo.