Desorden latino
Esperé a Yedra junto a las piernas encontradas. Yo estaba nerviosa, ella se apoyó en la puerta. Nos miramos. Me señaló con las pupilas la cortinita del cuarto oscuro. Entré y prendí la luz. El espacio se tiñó de rojo como si hubiera leído mi pensamiento. En un rincón estaba ella. Lana fotovoltaica, en reposo. Me agaché para verla mejor. Sonreía. La muy golfa sonreía como un ángel enfermo.
El Coronel había pasado a la acción. Esa construcción suya tan infantil me hizo llorar de emoción. Tanto la amaba. Yo había estado entretenida en el Comité, con Horacio, mientras él se había creado un paraíso. Un edén torpe que lo esperaba entre ácidos al calor de su cuartito.
La tomé en brazos como quien rescata un bebé de un incendio. La saqué al patio. Yedra me siguió. Los ManFredo dejaron de discutir y bajaron la persiana de su cuarto.
El sol del mediodía nos pateó con furia. La dejé tirada junto a la bandera y corrí a buscar la lupa. Ahí, hacia su patético corazón apunté el vidrio. Primero un hilito de vapor, después un chasquido. La vi arder frente a mí. Retorcerse de miedo. Ardía como una tea mágica. Su vientre resplandecía. Se plegó sobre su ombligo falso. La observé consumirse entera.
Entonces llegó Domingo. No me miró. Se quedó inmóvil frente a ese montículo de desgracia. Enterró los restos en el patio, debajo del jazmín. Y nunca más me dirigió la palabra.
Pensé que se resignaría, pero es militar. Un profesional de la escaramuza. Cuando supe que estaba construyendo otra Lana, no pude sentir más que pena. Lo dejé hacer.
Entre nosotros no hubo nada. Domingo serruchó —literalmente— nuestro lecho conyugal. Desde entonces dormimos en sendas camitas.