Horacio Tabardi, patada fusca
El contador siempre fue un tipo de rulo difícil. A pesar del fijador. Invariablemente parecía recién duchado, pero no fresco. Yo no había vuelto a toparme con él desde mi boda. Sin embargo, la soledad es astuta y un día, regresando del Comité, me lo puso enfrente.
Lo reconocí de inmediato. Andaba cubierto por un abrigo que parecía un pliegue de papel madera. Marrón y arrugado. Con un tajo atrás. Caminaba pateando ese inmenso envoltorio. Los contadores suelen ser víctimas de sus abrigos.
Me miró de un modo tan inesperado que caí en la cuenta de la grisura de mi vida.
—Estás hermosa —dijo, y me sentí una mujer gastada, siniestra.
De pronto, empecé a necesitar arreglarme. La vida doméstica y la deformidad física y moral en la que estaba sumida me habían quitado brillo. Adquirí vestidos y pañuelos, me acomodé el pelo. Incluso comencé a pintarme los labios para salir de casa.
Horacio y yo comenzamos una relación. Nos imantábamos de manera fortuita. Al girar una esquina, Horacio. Al salir del Comité, de nuevo.
Una tarde, destapé mis muslos en un hotelito del centro y ahí estaba también. Besando algunas zonas mías como si fueran suyas.
Cómo llegamos a tanto, no lo puedo precisar. Pero fue más intenso que la primera vez. Comenzamos por un café, un paseíto inocente. Caminatas por avenidas transitadas. Nos ocurría de coincidir incluso en el paso. Izquierdo/derecho/izquierdo. Después seguimos con experiencias más duras.
Un día descubrí que también dejaba notitas en el bolsillo de mi abrigo. Si me agito es por tu culpa. Sufría una especie de chasquido involuntario en todo el cuerpo y me lo endilgaba a mí. Tu amor me estalla en la médula.
A veces, un ojo se le disparaba sin aviso. O la cabeza. Como si acabara de hacer coincidir sus dedos con los agujeros de un enchufe. Y no hablo de mí. Cuando se le despegaba un rulo, o todos, yo reía. Era cómico su arrebato, daba la impresión de ser manejado por algún titiritero con los hilos en desorden. Oleadas de electricidad lo tomaban prisionero y si me tenía encima o abajo me contagiaba la sacudida. Era como montar un toro eléctrico. Le clavaba los tacos en las costillas y me estiraba hacia atrás, hacia adelante. Muerta de vértigo. El placer se parece mucho a una enfermedad mental.
En este amor, todo era cuerpo. Subirme al toro, cabalgar sobre la bestia dulce, quedar torcida. Adelgacé todo lo que había comido durante el matrimonio. La convivencia se nutre de vacíos, hendiduras que hay que suplir comiendo. La traición adelgaza.
Cuando emprendía el regreso, Domingo no reparaba en mí, distraído con su Lana de turno. Pero yo sentía mi desliz lamiendo cada baldosa. Muérdeme y te morderé. El mundo olía a Horacio. Es decir, a fijador. Los chicos, la cama, el baño, la mesa, el cirujano, mi lengua. La insistencia aromática me daba miedo. Y los mensajes en el bolsillo. Vos, mi domadora. Gitana arqueada, ladronzuela. Pienso en vos, no hago otra cosa.
Se las daba de poeta. Y no hay nada más peligroso que un tipo que maneje números y versos con fruición.
Su imagen desnuda me perseguía a toda hora. Creí verlo enredado en mí, varias veces. Sus nalgas fibrosas y oscuras se agitaban con una cadencia seca. Martillaba mi cuerpo en tres tiempos y después más, producía golpes ásperos. Él era un clavo y yo, su tarea. Madera atravesada y pulida. Al terminar la actividad, me lavaba y me decía. Ya va a pasar. Voy a olvidarlo. Pero no. Mi pasión por él era una dolencia sin cura.
La última tarde, habíamos ido al zoológico y a él se le ocurrió enseñarme una foto de su mujer. Yo sabía de su existencia, pero verla ahí me defraudó. Una gordita con predisposición para el afecto sonreía directo a mis ojos, en una inquietante mueca de colegiala sin evaluar. Aquello fue revelador. De pronto, tomé conciencia de la dimensión de lo que estaba alentando. Lastimar a esa infeliz no me satisfacía. También se despertó en mí el sentido de la competencia y la rival era poca cosa.
Cómo salir de un jardín ajeno sin profanar la hierba. Utilicé la peor de las estrategias. El pisoteo.
—No hay lugar para vos en mi vida —dije al cabo de un rato, como si fuera una decisión seriamente evaluada y no el producto de un pensamiento incómodo—. Somos imposibles vos y yo. No me busques, es irreversible.
Él tardó en reaccionar. Estábamos cerca de un elefante. Recuerdo el hedor pútrido de aquellas defecaciones. Su contundencia logró aislar el fijador de Horacio y reducirlo a una bagatela irrelevante.
Aproveché el titubeo del herido para abandonar a paso veloz el recinto. Lo privé de explicaciones y contextos. Simplemente, avancé decidida hasta la puerta principal, con el olfato aún dilatado. Y el corazón plomizo. Lamentablemente, sucumbí a la tentación de mirarlo.
Con la cabeza agachada, mirándose las rodillas, comenzó a agitar el cuerpo. Un cóctel de rulos se adueñó de él. Algunos visitantes se pararon a contemplarlo. Un viejito optó por socorrerlo. Yo apuré el paso, troté. Un miedo fatal me apretaba la cara. Que lo atienda ella, la de la foto. Maldita parejita patética.
Por fin llegué a casa y, junto a mis llaves, encontré un último papelito en el abrigo. Te espero allá.
Me dio risa la imprecisión. Lo tiré a la basura, intentando olvidar lo sucedido.
Los dos meses que siguieron creí verlo mil veces. Pero nunca era él. Sólo el deseo de burlar mi cabeza. Cada abrigo marrón era un Horacio en potencia. Ese batallón de infames me perseguía también en sueños. Un ejército de contadores desnudos bajo pliegues marrones.
No era amor. Yo estaba emponzoñada. Fuera de foco. Pensé que me buscaría, pero no.
Una mañana, vi su foto en el diario. Lo reconocí por el pelo.
CONTADOR SE TIRA DE UN TERCERO.