Los que quedan
Días sin mí. Ya no me inquieta. Me estoy acostumbrando a la muerte. El Coronel está siempre con Lana. Desde que me vio muerta, se entregó a esa otra sin vida. A Domingo le gusta lo que no existe. La realidad es demasiado rápida.
Yedra está muy molesta con él.
—¡Con todo lo que hice! —repite a pocos centímetros de la puerta.
Creo que se refiere a mí. A mi muerte. Tal vez, ella sea la responsable. Pero no siento rencor. Es la única que piensa en mi persona. Para matar a alguien hay que valorarlo. Me hago cómplice de ella. Casi la entiendo. Los demás me han olvidado.
Si Horacio estuviera vivo, podría visitarlo a veces. Ya no me importaría su mujer. La muerte da otra perspectiva. Me sentaría con ellos a la hora del almuerzo, dormiríamos los tres en las noches de invierno. Me pegaría al fondo de su abrigo.
No le di la dimensión exacta a ese hombre. Equivoqué la prioridad.
Vuelvo a pensar en el elefante, único vestigio de nuestro amor. Monstruo triste, efigie inmensa del amor. Cercado en su espacio inmundo de encierro. Ni recuerda su pasado libre. A pesar de las orejas, el infame no escucha. O se hace el desentendido.
Paso horas entregada a la imagen del paquidermo como una metáfora de la inmovilidad. Si el pensamiento es acción, este no cumple la premisa. Quiero tocar las ideas. Hacer de nuevo un cuerpo. Chupar la piel o los labios de alguien dulce.
Lo único que tengo son palabras, es decir, ni una huella.