La vida rinde
Hoy, Domingo volvió a presentar su aparato. Fue después de la cena. Quiere constatar en público sus avances.
Tiene un vestidito mío de hace mucho. Le queda suelto. Se parece a mí en pasado, es igual de flaca y desagradable.
La familia se reúne en el living con escepticismo.
—Buenas noches. —Lana es un poco torpe con el lenguaje, nadie le contesta.
—Hemos aprendido a mover los ojos con mayor velocidad gracias a un tornillo doble espátula que nos hace parpadear con gracia —explica el Coronel con gestualidad absurda.
—¿Quiénes? —interrumpe Yedra.
—Ella.
—¡No hablés en plural! —dictamina Fredo—. Parecés un funcionario público o un vendedor de plumeros.
—Bueno, no hace falta ser descortés —interviene Man.
—Gracias, hijo. Continuemos. Si Lana se esfuerza también podrá sonreír de un modo casi humano.
—¿Aunque no sepa lo que es una sonrisa? —estorba Yedra, sorpresivamente sagaz.
—Sabe. A ver, Lana. Ilustre.
Lana sonríe sin convicción.
—Ella podrá imitar un hueco entre mandíbulas. Pero sin espíritu no se puede sonreír —apunta Yedra, ahora poética y sutil.
—Silencio, por favor. No la perturben —exige el Coronel, frunciendo ligeramente el bigote.
Lana cuchichea en la oreja del inventor y se toca el pecho, como una actriz ofendida. No puedo quedarme. Prefiero esperar del lado de afuera, escuchar las cabezas sin el filtro de los cuerpos.
Debo reconocer que en estos últimos días he comenzado a sentir una ligera repugnancia. Los olores y las actitudes materiales de la familia me provocan náuseas y es claro que no puedo evacuar, por tanto la repulsión crece y me asfixia. Siento que me lleno de horror, de una desolación inconmensurable.
Me quiero morir. Pido por mi final.