Lana sin domesticar

Aprovechando la ausencia del Coronel y los deformes, Yedra baja las persianas y prende velas. Se sienta en el centro del comedor y repite maniáticamente mi nombre. Me llama, me presiona.

—Ven a mí, Aurora. Soy tu voluntaria.

Me hace sonreír su ingenuidad. Le tiembla la papada mientras pronuncia mi nombre. Le soplo las velitas como si fuera un cumpleaños y ella se asusta y se tensa.

Me siento a su lado a pensar en mí. Ya casi no me recuerdo. A veces, una nebulosa se apodera de mi memoria. La muerte elimina primero el pasado. Se come lo que fue primero y lo que vendrá después. La extinción del ser en cuotas. El presente es el último hueso al que uno se aferra, el más duro. La potencia del alma no se conjuga. El ser es infinitivo.

Junto a Yedra, no hay atrás. El perfume barato de su cuello me retiene un poco y le agradezco ese detalle. Me encandilo con cualquier cosa, sobre todo física. Los sentidos tardan en olvidarse.

Ella me dice no te vayas, y sale corriendo. La sigo hasta el cuartito. Se da cuenta. Ahí continuamos con nuestro baile morboso. Ella agita a Lana y yo me escondo lejos. Un golpe seco me derrumba. El descubrimiento de la verdad. Lana y ella se miran. Yedra le levanta el mentón y me busca con la mirada enloquecida.

—No te asustes, Aurora. Y vos, quedate quieta.

—A quién le hablás —contesta Lana con un soplido insolente—. No te atrevas a tocarme.

—Esta es la razón de tu muerte.

Yedra me busca sin saber dónde me encuentro. Lana le tapa la boca, la agarra por atrás y la mete en el ropero. Yedra grita de todo. La otra no se inmuta. La encierra bajo llave. Escucho sus pasos en dirección al comedor. Sube las persianas, comienza a cantar.

Yedra me habla como si me viera. Y me dice la verdad.