Vendrán desde lo alto
—¿Aurora?
—¿Quién habla?
—Soy Horacio. El contador. ¿Ya me olvidaste?
—No. Pero estabas muerto.
—Por algún motivo sigo acá, preso de la forma.
—¿Vos también? ¿Y por qué acá?
—En esa habitación estuve internado. La 257. Nunca viniste.
—Pensé que había sido rápido lo tuyo. Me impactó mucho tu fallecimiento.
—Agonicé meses. Aguantaba para verte.
—¿Por eso te tiraste de un tercero? Me pareció poco.
—Siempre guardo una mínima dosis de esperanza.
—No pensé que hubieras sobrevivido.
—Estás extraña. No parecés vos.
—Han pasado muchos años.
—El tiempo es para los vivos.
—Entonces, ¿me esperabas a mí? ¿Y tu mujer?
—Soy una lupa. El mundo eras vos.
—Tenés suerte. El mío está vacío.
—Eso me diluye.
—¿Ahora que me has visto te vas a morir?
—Seguramente.
—¿Qué puedo hacer por vos?
—Te quiero besar los labios.
—No tengo.
—Yo sé cómo. Acercate.
Siento un calor en el centro, un no sé qué en algún lado. Horacio, o la idea de Horacio, se confunde conmigo y se instala en mí. Se nubla en mi persona, en la muerte. Soy un agujero negro.
—Ahora te abandono —dice más lento, desde algún sector que me está velado—. No tardes. El mundo es nada. La verdad está del otro lado.
Me quedo sola. Por un momento, pensé que me moría. Horacio desapareció como si nunca hubiera existido.
Ya lo extraño. Restos de ese amor tardarán en eclipsarse.