Una clave
El momento con él me dejó triste. Hacía mucho que nadie me miraba. Que no me deseaban, que no le hacía bien a alguno. Ser para otro. Qué misterio. Yo lo retuve a Horacio. Y a mí, quién. Por qué permanezco. Si nadie me llora, sólo ese muerto que ya no está. La vida es una madeja y algún hilo me quedó afuera.
Los chicos no son. Aunque ahora junto a ellos, dormidos, con una sola cabeza, ahora que son bellos, recuerdo que los hice sufrir y me detesto.
Pedí mil veces que fuera de noche, para no verlos. Que fueran de otro, para reírme. Soñé que corría y lloré al despertar. De un lado el Coronel, del otro ellos. Tampoco pude contar con Yedra, no asumía su papel de servicio doméstico.
El día en que nos fuimos a Europa con el Coronel, Man lloraba y tiraba de mi vestido. Aún tenía una cabeza para él solo. La mirada triste me persiguió todo el viaje. Pero lo solté. Le hubiera dado una patada, si no fuera porque Fredo se interpuso.
—¿Quién te creés? —Me dijo con un profundo desprecio.
—Tu madre —dije sin pensar.
—No se nota.
El Coronel se llevó la mano a la cartuchera a modo de amenaza.
—Váyanse tranquilos —gritó Yedra enardecida—. En América los deformes no se notan. Acá somos así. No como en Europa… ¡Allá el deforme sobrevive si tiene abolengo! ¡Viva la anarquía!
—Callate, qué decís. La gente se asoma.
Me quise alejar como un globo de helio. Ahora que estoy de más, no puedo.