Comité: tocata y fuga
Las hipertensas sonríen más que antes. Mi retrato preside la sala, pero nadie me mira. Las papadas y las bolsas en los ojos parecen burbujas de jabón. Sale el sol, toman té y plantan su futuro sobre la mesa. Se diría que sin mí, el mundo funciona mejor.
—Aurora era un dictador con pantis negras —dice una jovencita que no recuerdo—. Con ustedes, Ludmila, su rutilante sucesora.
Aplausos, toses nerviosas. Choque de tazas.
—Prometo ser cordial y accesible. No me dejen caer en la mutación y aparten de mí todo mal, amén.
Aplausos por la ocurrencia y reparto de estampitas. Han decorado el local con banderines. Ludmila presidenta. Descuelgan mi cara de la pared y clavan la de ella, que sonríe satisfecha. Sin embargo, no tiene buen aspecto. Se diría que no le queda mucho tiempo a esa cara, a ese cuerpo. Está borrosa y la circulación se le obstruye en cada vuelta. Me da lástima presenciar su debacle, pero efectivamente se desploma sobre el strudell cuando estoy mirando mi retrato en el suelo. Se viene abajo como un monolito. La cuchara en la frente, las tetas aplastando la tetera. Gritos, caída de sillas, quejas.
Las hipertensas se descomponen, les sube la tensión más de lo esperado. La jovencita se acalora. Un enfermero la recuesta. Por suerte están en el hospital.
Entre todos no pueden mover a Ludmila. Se ha quedado dura sobre la mesa. Ni un soplo de vida en ese volumen de carne seca. Un grupo intenta un traslado a terapia intensiva, pero no pueden subirla a la camilla. La multitud decide trasladarla sobre la mesa. Ludmila parece un pavo de navidad. Brillante e inmóvil. Cargan el paquete y mientras esperan el ascensor, ella se extingue.
Me quedo para saludar, resignada a un costado. Aguardando a que se cruce conmigo en este no lugar.
Pero Ludmila pasa a mi lado como ausente.
—Bienvenida —le digo. Parezco el portero del más allá.
No me ve. Ya no es nadie. Un alma que se esfuma. Ha pasado al otro mundo sin escalas. Directa hacia la nada.
Espero que cuelguen de nuevo mi retrato.