Secretos vitriólicos

Un nuevo acontecimiento. Yedra se ha vuelto intermitente. Por momentos está conmigo. Parece una lamparita de navidad, prende y se va. Está grave por culpa de Lana, no le da la medicación indicada. Si la herida ya estaba cicatrizando.

Cuando viene de este lado me guiña un ojo. Nunca esperé complicidad con Yedra y sin embargo acá estoy junto a su cama, esperando el encuentro.

Lana se concentra en desear a Manfredo. Anoche se metió en su cama.

—¿Qué estás haciendo?

—Para que no tengas frío.

—Estoy bien, gracias.

—¿En serio no te acordás de mí?

—Sos mi hermana.

—No. Qué hermana. Dame un beso.

—No me gusta tu olor. Me hace recordar algo feo.

—El día que estuvimos juntos no pensabas así.

—¿Qué día?

—Esa noche. Viniste a mi cuartito. Llovía. Estabas empapado. ¿Te acordás? Tu mamá aún vivía.

—No puede ser.

—Vos pediste que se fuera, y el cielo te escuchó.

En este momento, el Coronel entra en el dormitorio e interrumpe. Manfredo se queda paralizado. El biombo no deja ver a Lana, metida junto a él. Se pega a su cuerpo como una garrapata.

—Yedra, ¿estás dormida? —susurra el Coronel.

—Sí. ¿Qué pasa?

Yedra me mira por un instante. Yo la agarro, la intento tocar. Ella se me diluye entre los dedos.

—Callate, Domingo. Mirá que Aurora está escuchando.

—No seas ridícula.

—Coronel.

—¿Qué pasa, hijo?

—¿Puede venir?

—Ahora no. Aguantá un poco.

Lana aprovecha el desconcierto de Manfredo para salir de su lado, acomodarse la ropa.

Agarra un vaso vacío de la mesita y se dirige hacia el otro lado de la habitación.

—Ah, estabas ahí —dice el Coronel sin mirarla.

—Hablen tranquilos —responde, y cierra la puerta con delicadeza.

—Tengo miedo —dice el Coronel cuando se quedan solos.

—¿De qué? —Yedra acerca mucho sus labios.

—¿No nos habremos equivocado?

—Perdonen un momento, pero siento tedio y no sé qué significa. —Manfredo se ha sentado en la cama, envuelto en dudas. —Una monotonía excedida me inunda.

—Quedate tranquilo, papá se ocupa.