La doctora Heine
Silvia es invitada por Domingo a evaluar al nuevo. Atraviesan el dormitorio hasta el otro lado del biombo. Yedra está calada de locura hasta los huesos, intentando hablar conmigo.
—¡Aurora boreal, celeste y escurridiza, perdona nuestra pestilencia!
—¿A la señora qué le pasa? —la doctora no da crédito.
—La edad.
—Ah.
—No está tan mal como parece —intenta Domingo.
—Enfermera no soy —Silvia emite una risita fría—, pero su estado es preocupante.
—Actúa.
—Es buena.
—Sálvanos de la perversidad y señálanos el camino atroz de la tiniebla, porque es muriendo que se regurgita.
—Amén.
Domingo señala a Manfredo.
—Acá está el chico, un poco confundido. Tal vez, a usted la recuerde. Nene, la doctora —Domingo guiña el ojo de manera soez.
—Relájese, yo me ocupo. Y no se olvide del honorario.
—Se lo dejo en la mesita.
—Por favor. Me ahorra una incomodidad.
—Cuente con eso.
Domingo sale sin dejar el dinero. Ella se da cuenta y chasquea la lengua de malhumor.
—¡Buen día! —la doctora arranca muy arriba, como si Manfredo fuera sordo.
Él la mira con desconfianza.
—¿Usted quién es?
—Vamos de cero. Mi nombre es Silvia, ¿el tuyo?
—Todos preguntan lo mismo. Ya vino otra igual. Dijo que era mi tía. Todos mienten.
—Mirá qué bien. Vamos a jugar. Yo digo una palabra y vos decís lo primero que te sugiera.
—No tengo ganas.
—¿Papá?
—Péndulo.
—¿Mamá?
—Elipsis.
—¿Yedra?
—Botón.
—¿Manfredo?
—No.
—¿Vida?
—Mierda.
—¿Sexo?
—Muerte.
—¿Ilusión?
—Dios.
—¿Pasado?
—Olor.
—¡Bien! ¿Cómo te sentís?
—Igual que antes.
—¿O sea?
—Aburrido.
—¿De qué? —Silvia mira sus zapatos.
—¿Qué mira?
—Tus zapatos.
—No son míos.
—Y qué hacen al pie de tu cama.
Manfredo no responde. La doctora no le resulta atractiva. Además, huele mucho. Está sobreperfumada, piensa. Huele a sexo mal lavado.
—Te voy a hablar clarito. Tu psicosis está curada. Lo que sea que te pasó ha eliminado todo vestigio patológico. Tus cambios de personalidad y pensamiento desorganizado han sido sustituidos por un estado de abulia y súper realidad un tanto anodina.
—Y eso qué significa.
—Que ahora sos soporífero y previsible, pero estás sano. Acostumbrate a esperar poco de tu imaginación. Y usá los zapatitos. Ya estás recuperado. ¿Alguna cosa que quieras decir?
—No.
—Me imaginaba. Bueno, esto es todo. Mañana te sacan la venda. Me voy.
—Espere, olvidé algo.
—Contame.
—Usted hiede peor que un animal atropellado al costado de una ruta. Es fea y sus pezones, goma derretida. Da lástima contemplar su dejadez indiferente. Su desesperación es irrisoria. Gracias, eso es todo.
A ella se le inundan los ojos de lágrimas, enseguida se le corre el maquillaje. Sale sin decir nada. Pero ahora, la escucho gritándole a Domingo. Dice que no volverá. Espero que sea cierto.