Minutos concluyentes
Buda llega con las fotos prometidas y ahora repasa mi vida con Manfredo. Se ríen. Por un instante, parecen una familia. Domingo viene con una bandeja de té. Hasta se sacó el pijama. Huele bien. Dicen.
Miran juntos la fotito en la que Buda y yo mostrábamos un trofeo. Ya no recuerdo de qué. Las voces se me pierden. No puedo escuchar ninguna explicación. Les aletean las boquitas, su relación atroz con la alegría me expulsa.
Entonces, me distraigo con un pensamiento que sucede en la casa de al lado. Nada excepcional, me cuesta concentrarme. Oigo palabras sueltas. Cosas triviales pero atractivas. Palabras con gancho que sin embargo se disuelven y terminan aburriendo. Qué pereza la palabra. Decir es bostezar. Un verbo es un objeto perdido, una pelusa en la boca muerta. Un efecto contra la grandeza del silencio. La sordina del más allá vence a cualquier oración enfurecida, a cualquier acción del lenguaje. Entre el loro y la mortaja, el loro siempre pierde.
En eso estoy, cuando siento un dolor extraño. Algo que me punza. Yo, que cada vez experimento menos, me siento traspasada. No puedo entenderme. Siento algo feroz en la cabeza, un deseo de garganta. Vuelvo a contemplar la habitación.
Un pataleo curioso golpea el biombo y lo tira al suelo. Las tazas de té manchan la alfombra. Un chillido agudo es reprimido. Veo a todos conmovidos por la sorpresa. Entonces, sin aviso, aparece una escena maravillosa de ese lado.