No tan pura

Yedra ocultaba bajo las sábanas uno de los sables del Coronel y se ensañó con Lana mientras le daba una pastilla. La clavó sin estilo, con las dos manos. Lana se quedó en el medio de un grito que le dejó la lengua afuera, cayó sobre la asesina. Yedra la esquivó y extrajo el sable limpiamente, para mirar su hazaña.

Por la herida asomaron un montículo de algodón y algunos cables. Los latidos eran regulados por un reloj eléctrico. Lana parecía una almohada abierta. El torso cuarteado, ni una gota de sangre. Yedra se rio de un modo que lastima, como una loca.

Ahora el Coronel se abalanza sobre ella.

—¿Qué hiciste? —Los ojos se endurecen en sus cuencas.

—¿No hay modo de recuperarla? —Yedra quiere ir hacia atrás.

—¿Mi hermana era falsa? —Manfredo está desconcertado.

—No era tu hermana sino un demonio artificial, una mujer para el descarte. —Yedra deja el sable en la mesita de noche, discretamente. Como si no fuera ella la responsable. Levanta el biombo del suelo.

Domingo contempla con los ojos hirviendo el desastre. Su mejor invento. Y hace fuerza para decir, pero una piedra lo atraganta. Traga la piedra entera y se lanza sobre el cuerpo abierto. Le tiemblan los dedos, no sabe por dónde empezar.

—Pensé que era de verdad —se anima Yedra.

—Dependía del más complejo de los motores.

—Se compra otro. Yo te lo consigo.

—La poética no abunda.

—¿Y eso qué tiene que ver? —ella ni vislumbra la respuesta.

Domingo se arrodilla sobre Lana:

—Pasame el sable.

—¿Para qué?

—Pasameló.

El Coronel le arranca la cabeza de una tajada certera. La señala como si fuera un mapamundi.

—Acá, se alojaban prolijamente algunas ideas de Aurora. Su voluntad de vivir, sus arrebatos, el calor de su furia. El contenido de la cingulada dorsal anterior y sus opérculos frontales fueron volcados en el recipiente Lana. Antes del final, los inserté en esta inteligencia vacía.

Nadie dice nada. La visión de Lana sin cabeza retiene un poco el horror que oculta. O la aparatosa explicación. ¿Qué es un opérculo?

Yo me nutro de ese dolor. Parece que mi muerte está ligada al objeto.

—Lana Carne, como di en llamarla, era bella pero estúpida.

—Como todas las que la antecedieron.

—Nadie quiere una mujer sin razón. Aurora tenía de sobra. —Buda ni pestañea.

—Construir un cuerpo es sencillo y relativamente barato. Pero animarlo es difícil, aún no sabemos qué es el Yo, qué lo infunde de gracia. Sin la mediación subjetiva del espíritu, no hay manera.

—Era idéntica a Norma. La putita de siempre, la de las fotos hediondas.

—Las mujeres son una sola. Y yo he llegado al punto final en la tarea. Me declaro incompetente. La vida no tiene sentido.

—¿Y qué hiciste con Norma? —Yedra no se da por vencida.

—A veces nos besamos. Pero no es interesante. Una copia de la copia de la copia.

—Siento náuseas —Buda está mareada.

Domingo toma el sable y se amenaza de muerte. La mejor defensa es el desconcierto. ¡Todos quietos o me mato! Su voz ha sonado artificial. La postura es incómoda. Da risa. Debe alejar la cabeza del brazo para apoyar la punta afilada en su garganta.

Entonces, Manfredo se levanta decidido de la cama. Se pone los zapatos.

—No haga más el ridículo, Coronel. Ya hizo bastante. Muerto el perro…

Pero no completa la idea. ¿El perro Aurora o el perro Lana? El Coronel tira el arma al suelo, entre sollozos. Parece una colegiala vieja y extraviada.

—¿Está tan mal pretender la felicidad?

—Son devaneos de un retirado. Acá no ha pasado nada.

—Asesino —dice Buda de pronto.

—¿Quién, yo? —Manfredo la mira de costado.

—No. Tu papá.

—¡Yo sólo aproveché el deceso de Aurora! De pronto, la idea se encendió en mi mente. Me dio pena despilfarrar sus opérculos. Pero no la maté, por Dios. Cómo se le ocurre.

—¿Y entonces, quién fue? —Buda quiere llegar a la verdad.

Las miradas de todos giran como en una ruleta. La culpa no se detiene en ningún casillero. Una convención de silencio los mantiene inalterables hasta que Domingo esquiva la cuestión y continúa con su batería de excusas.

—Hice lo mismo que tu mamá con vos, Manfredito. Una síntesis. Vos antes estabas partido. Hubo que condensarte.

—¡Qué espanto! —Buda no puede contenerse—. Están rematadamente locos.

—¿Cómo que estaba partido?

—No importa. Ya te mostraré algunas fotos. Yedra mira la cabeza de Lana, entretenida.

—De dos, hice una. Pobrecita, pero no es justo condenarme a mí, y excusarla a ella. Lana quería existir a toda costa.

—Esta chica te salió mal. Por qué no me usaste a mí de modelo. —Yedra es una máquina de contradicción y su mirada de vidrio asusta.

Manfredo agarra la cabeza de Lana y se la da a su padre.

—No se hable más. Ármela de nuevo, Coronel. Esta vez sin poesía. Será para mí.

—¿Para qué querés esa mierda? Ahora sos hermoso. —Yedra se ofusca y pelea por la cabeza—. Podés tener una mujer de verdad.

Manfredo toma con firmeza los pelos de Lana, como si fuera una bolsa.

—Prefiero una a medida. Ustedes son feroces. —La mira a Buda.

—Desagradecido —Buda está al borde.

—Voy a empezar de cero. Hoy es mi día uno.

Domingo mira a Lana con ternura y comienza a imaginar su vuelta.

—Buscaré las fotos para hacerte de nuevo, Lanita.

—¡Qué fotos! Quemen todo. Quiero una mujer nueva.

—Las fotos valen mucho.

—¿Quién las va a querer? —dice Buda con una mueca.

—Usted porque no las vio. Arte negro, porno blando. —Yedra hace un gesto de dinero.

—No me quiero vanagloriar, pero he sido tentado por un coleccionista alemán.

—¿Un nazi? Lo que faltaba. —Buda no puede creerlo.

—Eso lo cambia todo. Si el modelo soy yo, son mías. ¿Dónde están? —El nuevo se adelanta.

Todos corren hacia el cuartito. Yo empiezo a sentir una exquisita e imprevista despreocupación por el asunto. No quiero ver el final. Buda, tampoco.

—Seamos dignas —dice, como si intuyera que nos retiramos a la vez.

Nadie la retiene ni le pregunta por ese plural. Ya están ocupados en otra cosa. Se escucha el griterío, la excitación de los cuerpos. Buda deja la puerta abierta. En la calle se pierde y se confunde con los transeúntes. La dejo ir.