El metal de una voz
Mientras Manfredo da razones tenebrosas sobre lo acontecido y lo que vendrá, disfruta con las imágenes obscenas. Triángulos de cuerpos de distintos materiales componen escenas insólitas. La putita y su pierna de madera besan a Lana nueve voltios con su cuerpo semidesnatado, tendidas sobre un amanecer artificial. O se aferran a la antigua cabeza del deforme, en la proa de un barco mal pintado. Sus risotadas hieren la sensibilidad escasa que me queda.
—Es espantoso —grita Manfredo—. Tan horrible que es una genialidad. Esto vale mucho.
El Coronel se siente resarcido. Yedra ofrece chocolate caliente. Nadie me llora. Esta segunda parte de mi muerte parece menos trágica, más grotesca. De mis hijos, ni rastro. Son una almendra en la boca del diablo.
Una última alucinación se apodera de mí. De pronto, estoy en el interior de una cabeza, es decir, en un cuarto oscuro. Mi instinto ha dejado de latir. Ya no sirve estar acá. Mis opérculos no funcionan. Me desentiendo. Comienzo a descender.
Dejo atrás a mi familia con sus desgracias interminables. Los veo enredados en un jardín que parece un juguete tirado en la basura. Las palabras de rencor se amontonan y germinan.
Ya no hay himnos, ni cuello. La patria está en declinación.