Repugnancia

A la derecha, en el sector 2, hay un mueble lleno de cajones. Chatos y largos como la curiosidad. Fotos originales ordenadas alfabéticamente por autor, cubiertas por un plástico que el tiempo ha vuelto seco o amarillo.

En el cajón señalado con la letra H, me intereso por una revista erótica. Arte al rojo. Allí observo tres fotografías de un tal Hans Obren. En ellas, una señorita juguetea con un hombre extraño. Un tipo joven de cabeza partida que posa con antifaz. En otra, están recostados sobre una bandera descolorida que funciona de diván. El joven oficial simula rebanarla con su sable. No es la pose provocativa de ella ni el cuerpo con sus atributos al aire de él, lo que me provoca escalofríos. Es que la señorita me resulta conocida. Aunque todo diga que no, se parece mucho a mamá. Una copia joven, extremadamente similar.

Cómo llegó hasta ahí. Los muslos manteca son iguales, pero tersos. La pierna flaca también. O será la distancia. Tal vez me equivoque. Pero la de la foto es ella. La mirada del tipo está partida, como si cada ojo viera un mundo distinto. El izquierdo, en particular, es exagerado. Casi comestible. Un ojo que se sale de sí y quiere meterse en quien lo mira. Pongo un dedo encima para no verlo. Pero quedo capturado. Esas fotos me alteran el pulso. Aunque continúe revisando hasta la Z como si no existieran. Me sube la presión. Me tiro a respirar.

A la una de la tarde, me veo abandonando el archivador como si fuera otro. En la cocina encuentro un paquete con mi nombre. Como la porción de tarta de calabaza pensando en ellos. Mi madre es asquerosa. Su pasado, una fiera. La veo como una anguila húmeda. Me encierro en un bañito a vomitar. Qué vergüenza.