Coleópteros en red
El primer sábado hay cóctel. Copas por todos lados. Incluso entre las obras. Preparo el evento desde muy temprano, feliz porque tengo medio franco. Cuando estoy por salir, Lucrecia me avisa que debo quedarme. Que no puedo comer, sólo mirar el desarrollo de las cosas.
Llamo a mamá y cancelo. Hay paga extra.
—Ponete algo elegante —me dice Lucrecia con una sonrisa mezquina.
—¿Elegante?
—Si no tenés, vamos al armario del señor.
El dormitorio del difunto está al final de un pasillo tapizado. Las camisas son muy chicas, no cierran, pero Lucrecia soluciona rápido el asunto con un chaleco de felpa.
—El señor se fue achicando. Perdió tres talles en un mes. No te rías.
—No, se me cruzó otra cosa en la mente.
—¿Cuánto calzás? Probemos con esos mocasines.
Los zapatos me van justo, pero hacen ruido al contacto con el suelo. Paso entre los invitados como un alga, incómodo y demasiado visible. Me refugio de a ratos en la cocina, pero hay gente en todos lados. Los eructos de estos zapatos prestados despiertan risitas en las camareras.
Cuando regreso al living, no puedo más: aparece mi costado maniático. Agarro a un invitado de la muñeca e impido que apoye su licor sobre un original firmado. El tipo grita, exagerando el asunto. Se babea sobre su chalina, que además no combina con el traje. Se produce un corrillo de amonestaciones hasta que llega la señora Louise.
Ella me susurra al oído su rabia: Pedí perdón, idiota. También pellizca mi brazo. Quedo paralizado. El tipo dice No importa, el servicio no entiende. Todos ríen para suavizar y Louise sonríe como una enferma demacrada y sola. Le gusta el sufrimiento de los demás. Ella se nutre de esas cosas.
Unas empleadas vestidas con careta de cerdo hacen su entrada, repartiendo pinchitos. Otras desfilan como langostinos, embutidas en trajecitos de plástico duro. Los invitados aplauden y mastican. Ya no se distinguen las caras de las caretas. El pent-house se ha llenado de cerdos y crustáceos, sus pellejos brillan y exudan aromas infectos.
El contador de la señora Louise agarra un palito mientras abre inmensa la boca, introduce un decápodo entero en la cavidad bucal como si la vida dependiera de ese gesto, y después chupa el palito con la vista nublada. La salsa chorrea sus dientes negros.
Me encierro en el cielo turbio. Hubo ofensa en ese idiota pronunciado por Louise: ella sabe que tengo más de treinta. Decirme idiota es doblemente violento. También me está diciendo nadie.
Llamé a mamá. Seguro que me echan: me dice que respire.
Cuando los invitados se van, la señora golpea mi puerta y deja una bandeja de canapés para mí, en el pasillo.
Pero soy rencoroso. Cuando ya no se escucha ni el eco de una risa, salgo y encuentro un libro en el living, apoyado sobre un sofá turquesa. Hay figuras amputadas. Penes de colores, náuseas sin forma.
Lo tiro al tacho, con los restos de comida. Nadie se dará cuenta. El arte es así, descartable. Un instrumento del deseo, breve y mentiroso. Una creación molusca en la misma categoría que el excremento.
Yo tiemblo.