Las antenas hacia atrás

Parece que la señora Louise anda siempre rodeada de un coro de putos que le dice sí a todo. Si ella bosteza, ellos se hacen los dormidos. Si gira, la acompañan en el movimiento.

—Es la reina en su colmena pegajosa —me dice Severino por teléfono.

Yo lo escucho con desinterés. Me duele una pierna, o las dos. Nada se me escapa. Detecto partículas y señales que se mueven hacia adelante o hacia atrás. Lo mío es espacial. Un don de paralelismo.

Me gusta que Severino me visite. Pero tiene que tomarse el tren y llegar hasta Victoria. Caminar hasta la casa. Compartir los frascos y las salidas al farmacéutico de la esquina. Ayudarme con los preparados para los vecinos.

Cuando él viene, yo guardo la cabeza. No quiero que piense mal. O que se ponga irritable. El pibe es de combustión fácil.

—Traban la puerta doble, pero las oigo roncar —dice.

—Cuidá el trabajo, nene —le digo—. No pienses en sus cuerpos. Todavía no podés mostrar la hilacha. ¿Encontraste algo de valor?

—Quiero ganarme el lugar y la confianza.

—Pero andá mirando. Lo que está oculto no se ve. Lo mío son las superficies.

—Eso hago. Soy el intruso, el espectador de la idiotez ajena.

—No hablés así. Después te ponés nervioso. ¿Estás tomando las gotas?

—Sí.

—No te creo.

—Para qué preguntás, entonces.

—Soy tu mamá.

—Encontré una revista.

—¿Ah, sí?

—Con fotos de una modelo cochina de los 50. Se parece a vos.

—Ojito con lo que decís, Severino.

—Ya sé que no sos, si tu vida fue un fracaso.

—Vos qué sabés. Tuve lo mío.

—Te las voy a mostrar. Son de Hans no sé qué.

—Por favor, concentrate en lo que sí. Eliminá lo que no. No me hablés de porquerías. Olvidate de los extras.

Espero no ser yo. No puedo ser yo. Si el Coronel se llamaba Domingo, no Hans.