Superposición 1
Esta mañana vino la mejor amiga de Louise, Vilma Cohen. Una vieja delgadísima, con un sombrero de ala corta incrustado en el cráneo. Anteojos de sol inmensos, donde se pierde la nariz. Mira feo detrás de los cristales, de costado, con esas cuencas como pozos secos. No pestañea ni tiene líquido. Me recuerda a la mantis mal conservada del museo natural. La piel más fina que un papel de calco.
Mientras caminaba hacia el archivador, descubrí que Lucrecia espiaba a Vilma. No puede concentrarse cuando hay gente cerca. Quiere ser ya lo que imagina que será en algunos años. Estar en el lugar de Louise. Ser dueña de ese tipo de vida, sin las patas de gallo. Lucrecia no curiosea, aprende.
—Vos estás menos matérica… —La voz hueca de Vilma rebotó en el suelo.
—Para nada. ¿Por qué lo decís?
—No sé, por tus últimas adquisiciones.
—Ah, pensé que me veías más flaca.
—No, Louise. Me refiero a tu Visión móvil del averno. El móvil insulso que te trajiste de Suiza.
—La verdad es que no me gusta. Pero Berro consiguió un precio bárbaro. Y descuento en las tasas.
—¿Qué tasas?
Se ríen como payasos tristes y Lucrecia supone que se burlan de ella. Saben que las escucho. Por eso hablan así. Se refieren a mis tetas.
Yo la miro, oculto por una montaña de tubos plásticos, mientras ella contempla a las otras. La imagen se parece a un cuadro de Velázquez del que no recuerdo el nombre.
Lucrecia se aleja, pero antes levanta el teléfono de la mesita con piernas, para escuchar más cómoda desde el estudio.
Voy hacia la heladera con el corazón nublado. Empiezo a sentir placer y dolor en el mismo lado del cuerpo. Tomo agua sin respirar.
Veo distinto. Con perspectiva. Se me separan los ojos, a veces.