Fuera de la jaula
En mi día franco, tomo el tren. Atravieso la plaza en diagonal esquivando los restos centenarios de un árbol muerto, compro una bolsita de maní y saco boleto. Prefiero ir distraído, hacer como si fuera uno más. Odio los vagones, el hedor, las caras.
Yo soy uno, ellos miles. No me percibo. Los demás apestan.
Guardo las cáscaras de maní en el bolsillo y miro hacia afuera. La ciudad desaparece hacia atrás, movida por el viento. Primero los edificios, luego las casonas. La arquitectura se va consumiendo hasta quedar reducida a unas casitas bajas y sucias, a ambos lados de la vía. Avanzar es diluirse. El movimiento produce desgaste.
La imito a Lucrecia. Me compré una agenda símil cuero donde descargar la cabeza. Llevo años viviendo en ese terreno mental que es una jaula. El único lugar confiable. Ahora he decidido ser libre, abrirme y descifrar el tema. Escribiendo se descubre, aunque lo que aparezca sea feo. La excavación de las ideas es un trabajo arduo pero breve. A penas una frase, o dos.
El odio parece un caracol, la babita interna.
Mamá espera en la vereda, frente al níspero seco.
—Qué me trajiste —me pregunta mientras me da un beso difuso.
—Una pavada.
—¿Y las fotos esas, qué pasó?
No contesto. Entramos rápido, cierra la puerta y mira hacia afuera, para asegurarse de que nadie me ha visto entrar. Los del Hospital pasan, a veces.
Mira un librito caro que le traje, mientras le ajusto la media pierna. La de madera. Guarda debajo de la pinotea del comedor restos de piernas viejas. Si se desbanda un tornillo, saco la tapa y busco entre las antiguas. Hay varias piernas izquierdas en desuso. Y una cabeza falsa. El recuerdo intocable. Esa le hace compañía cuando no estoy. A veces se la olvida en el sillón y yo la tapo con algo para que mamá no quede en evidencia.
—Ojo con Lucrecia —me dice—. Es más jodida de lo que parece. La próxima, traeme algo de Louise.
—Te dije que no. La ropa me da asco.
—Vos haceme caso. Acá el cerebro soy yo. Desajustá un cachito el tornillo.
—No hables así. Somos un equipo. ¿Así está bien, o te baila?
—A ver, esperá que apoye. Sí. Eso. Cada uno con su parte. ¿Encontraste algo?
—No, todavía.
—No puede ser tan difícil. Si tienen de todo.
—El apuro no conviene.
Dormir en Victoria es duro. Pasa el tren. Y cuando deja de pasar, lo reconstruimos. Se escucha el acero toda la noche. Atraviesa rígidamente la mente en vela y atropella cualquier pretensión de descanso.
Cuando para, ella ronca. Se adueña hasta del sueño que yo no logro, o navega por pesadillas plagadas de penes a los que intenta exterminar en una especie de zapateo macabro. Se despierta como en trance. Con dolor en la pierna. O en la otra.
Las camitas están a pocos centímetros, con una bacinilla debajo. El olor a pis y el tren que no se termina parecen irreales, pero ambos sabemos que la realidad es así de doméstica. Un infierno para idiotas. No como la de Louise o de Lucrecia. Ellas suceden en el mejor sector del mundo. Por ahora.