Fotocomposición Goyita
Severino lleva más de un mes en la casa y recién hoy descubrió las cámaras. Sus placeres circulares deben haber sido capturados. En la mitad de un orgasmo silencioso encontró el lente. Vio el brillo y tuvo que seguir el cable hasta el estudio, prender la videocasetera, arrancar la cinta y cortarla en pedazos con una tijerita de acero.
La tecnología se me escapa. No la veo.
El sonido del timbre lo regresó a la realidad. Cuando abrió la puerta, Lucrecia estaba agitada en compañía de un tipo. Un fálico. Así lo llamó. Un hombre generoso en intrigas y pelo: cabellera perfecta, lacia. Tanto exceso lo apabulló. Demasiado distinguido.
Los restos de cinta en el bolsillo de Severino y ella, que le hizo el consabido gestito de invisibilidad, lo dejaron sin palabras.
Es la primera vez que hay otro hombre en la casa. El tipo se detuvo de más en el jopo del nene. Se dio cuenta. Olió el artificio capilar. Y debajo de él, todo lo demás. ¿Habrá intuido la cinta?
Lucrecia y el extraño desaparecieron detrás del espejo.
—Hay un tipo en casa.
—Y a vos qué te importa.
—Me hace mal.
—Filmalos. —Me ilumino de pronto.
—¿Te parece?
Corre al estudio. La cámara cuatro estaba grabando. La perra Lucrecia se rasca. Está desnuda en el cuarto del difunto. De pronto, el tipo aparece en el pasillo, en dirección a la cocina. Sus piernas parecen un palco. ¿Lucrecia se habrá asomado a ese balcón lechoso?
Severino no sabe qué hacer y decide ir hacia el extraño. A ponerlo incómodo. En la cocina, el tipo le pregunta su nombre. El nene no responde.
—¿Cuántos años tenés? —tiene la voz seca.
—Menos que usted, seguro… —responde Severino sonriente.
—¿Y qué te pasó en la cabeza?
—A usted qué le importa. Es para sacarme oscuridad —susurra enfurecido.
Qué le tengo que explicar, mamá. Me voy enervado a mi cuarto y quedo en estado de semiinconsciencia. La garganta negra se me seca frente a la serpiente del hombre balcón. El terror siempre arranca con una imagen. Imagino embotellado todo lo que aquel calzoncillo esconde, litros de leche espesa con forma monstruosa. Lucrecia succiona, él se hace estómago. La cama los escupe como un cuadro que se levanta del plano y abandona la pared. Un movimiento de libación ocupa todo el espacio. Parecen medusas pálidas vadeando el océano.
Regresé al estudio, el casete terminó en mi valija. Lucrecia nos pertenece.