Naturaleza muerta

Ir y venir. Regresar cada domingo en el tren. El sentido inverso. Cuando voy a Victoria, mamá se pone insoportable. Me quedo poco. En Retiro, recupero cierta compostura. El edificio brillante de Louise, el tipo de seguridad y los cinco ascensores borran la fatídica génesis del día, con ella y un mate, hablando de lo que no tenemos.

Vimos el aviso de casualidad, en un diario ajeno. Y ahora que soy de verdad, aunque no esté terminado, quiero trascender.

Subo al ascensor y quedo sordo por un rato. Llego al piso 14 algo mareado, pero rápidamente me acostumbro a ese embotamiento feliz. Vivir en las alturas reconforta. Quiero pensarme como un águila en proceso. No ser un pardal.

Abro con mi llave, pongo el código que me asignaron y encuentro correo sobre la mesa.

Una voz masculina me pone los pelos de punta. Camino silenciosamente hasta el estudio y miro una por una las imágenes del monitor: Lucrecia y el repugnante están tirados en el living, junto a una obra giratoria. Totalmente desnudos.

Hago zoom en esos cuerpos. El tipo penetra a Lucrecia, la cabalga en una especie de cuadro ridículo. Tiene los calcetines puestos. Lucrecia ríe como una artista mientras menea sus nalgas pálidas en descenso. La escena no tiene diálogo, la contemplo como si fuera una película mediocre. Pero me acuerdo de las fotos escabrosas de mamá, o su doble. Estos dos, ahora, se muerden como perros desarmados por la rabia. La cosa se pone dura.

Espero el final, el griterío orgásmico de la pareja, para sacar la cinta. La guardo en el fondo del abrigo. Después, abro sigilosamente la puerta principal y hago como si llegara de la calle, cerrando con violencia. Camino hacia los amantes y los encuentro acomodando unas tazas de café. Ya no me altero como antes. Siempre fui medio insecto.

Les doy la espalda para acomodar unos catálogos. Después subo a mi cuarto con el corazón ardiendo. La valija empieza a llenarse.

El tipo me pone nervioso, incluso cuando no está.