Espacio desconectado

Lucrecia está fría y soberbia en la mañana. De pronto, una miradita veloz la delata. Actúa. Su farsa queda en evidencia.

—Sabía dónde encontrarte —me dice.

—¿Cómo?

—Estás distinto. Ya casi no das asco.

—Gracias, qué amable.

—¿No querés salir a caminar?

—¿Me estás echando?

—No, conmigo.

No sé cómo comportarme con ella. La rutina del desprecio es más fácil. La miro avergonzado y digo sí, con la cabeza. Me quedo seducido como un perro. Qué estará maquinando.

Lucrecia en la ciudad es, incluso, espontánea. Me hace sentir torpe.

Nos alejamos del edificio con la excusa del hambre. Caminamos por el centro como turistas, descubriendo. El vagabundeo nos deja a las puertas de la Catedral. Nunca entré. Lucrecia me anima a escuchar las indicaciones de una muchachita frente a la tumba de San Martín. Su voz aflautada contrasta con el contenido dramático de lo que cuenta.

—El héroe fue enterrado con la cabeza hacia abajo. Cuarenta y cinco grados apuntando al infierno. ¿Falta de espacio o venganza por su masonería?

Las frases de la estudiante me hacen olvidar por un momento a Lucrecia, que ya camina por la nave central.

—Te necesito.

La frase queda tendida frente a mí como una media en una soga. Si Lucrecia se confiesa, me rindo a sus pies. Pero no. Ella tiene en mente otro asunto.

—Vos tenés debilidad por lo ajeno. No me interrumpas. Te tengo vigilado. Sé lo que te llevaste. Y no te juzgo. Louise es una tentación.

—¿Para qué me trajiste acá?

—Quiero que renuncies mañana.

—¿Y yo qué gano?

—Pedí.

—Una noche con vos.

—No.

—Una hora juntos.

—Es mucho.

—Mostrame una teta.

—Vení. El confesionario está vacío.

Una luz blanquecina transforma la visión en un asunto celestial. Desabrocha su camisa. La piel manchada de Lucrecia en claroscuros, la humedad de la madera, los pezones puntiagudos no parecen del mismo universo que las palabras anteriores. Extiendo la mano, en estado de abismo. El órgano comienza a sonar en las zonas bajas. Me siento diminuto, extasiado. Ella es una Saturnia Pyri de alas desplegadas. Los ojos café de Lucrecia brillan falsos y expectantes. Estamos solos en ese encierro, capturados. Y ella, como una mariposa salvaje, se deja tocar.

—No me voy a ningún lado —le digo mientras acabo.

Ella me arranca el mechón de la cabeza. Y lo deja sobre el banquito de terciopelo. Parece un animalito, ahí.

—Vos estás enganchada con el tipo ese.

—No te metas con él. Y no lo nombres.