ARGUMENTO.
Apuleyo, tornado asno, cuenta elocuentemente las fatigas y trabajos que padeció en su larga peregrinación, andando en forma de asno y reteniendo el sentido de hombre. — Entremete a su tiempo diversos casos de los ladrones. — Asimismo escribe de un ladrón que se metió en un cuero de osa para ciertas fiestas que se habían de hacer, y de una doncella que robaron.
Lucio Apuleyo cuenta lo que pasaron los ladrones desde la ciudad de Hipata hasta llegar a la cueva de su morada.
Andando nuestro camino, sería casi mediodía que ya el sol ardía, llegamos a una aldea, donde hallamos ciertos ladrones amigos de nuestros amos, lo que yo bien conocí, aunque era uno, porque en llegando hablaron como amigos y se abrazaron, y también porque les dieron algunas cosas de las que llevaban.
Allí nos descargaron de todo y nos echaron en un prado cerca, para que a nuestro buen placer paciésemos, pero la compañía de pacer con el otro asno y con mi caballo, no pudo detenerme allí, porque yo no era usado de comer heno; mas como estaba perdido de hambre, vi tras de la casa un hortezuelo, en el cual me lancé. Y como quiera que de coles crudas, pero abundantemente henchí mi barriga.
Andando así en el huerto, miraba por todas partes rogando a los dioses, por ventura, si en los otros huertos que estaban junto a este hubiese algún rosal, a lo cual me daba buena confianza la soledad que por allí había, y estando fuera de camino y escondido, en tomando el remedio que deseaba de tornarme de asno en hombre, lo podría hacer sin que nadie me viese. Así que, andando en este pensamiento vacilando, vi un poco lejos un valle con árboles y sombra, en el cual, entre otras hierbas, resplandecían rosas coloradas y frescas; ya en mi pensamiento, que del todo no era de bestia, pensaba que aquel lugar fuese de la diosa Venus y de sus ninfas, cuyas flores y rosas relucían entre aquellas arboledas y sombras. Entonces, invocado por mi alegre y próspero aliento, comencé a correr cuanto pude, que, por Dios, yo no parecía ser asno, sino un caballo corredor y ligero; pero aquel mi osado y buen esfuerzo no pudo huir de la crueldad de mi fortuna; ya que llegaba cerca, veo que no eran rosas tiernas y amenas rociadas del rocío de la aurora, mas antes eran unos árboles, los cuales tienen la hoja larga de manera de laureles, y las flores sin olor, que son unas campanillas un poco coloradas, que llaman los rústicos, o el vulgo, rosas de laurel silvestre, cuyo manjar mata cualquier animal que lo come.
Con tales desdichas fatigado ya, y desesperado de mi remedio, quería de mi voluntad propia comer de aquella ponzoña, pero con poca gana y alguna tardanza; cuando quise llegar a morder en ellas, un mancebo que me pareció ser el hortelano del huerto que yo había destruido y comido las coles, como vido haberle hecho tanto daño, arrebató un palo y con mucho enojo fue hacia mí, y diome tantos palos, que casi me pusiera en peligro de muerte, si yo, sabia y discretamente, no buscara remedio; así que yo alcé mis ancas y los pies en alto y sacudile muy bien de coces, de manera que, él bien castigado y caído en el suelo, eché a huir contra una sierra muy alta que estaba allí junto; mas luego una mujer, que parece debía ser del hortelano, como le vido que estaba tendido en el suelo medio muerto y sin sentido, vino corriendo llorando y dando voces, porque oyéndola la gente de alderredor, viniesen contra mí por matarme.
Entonces los villanos, alborotados con los gritos, comenzaron a llamar los perros y echármelos para que me despedazasen; entonces, como me vi sin alguna duda cerca de la muerte, y los perros que venían contra mí, dejé de subir a la sierra arriba y torné para casa corriendo cuanto más podía, y metime en el establo de donde había salido. Ellos, desde que hubieron pacificado a los perros, tomáronme con un cabestro bien recio y atáronme a una argolla, dándome tantos palos, que cierto me mataran, si no que con el dolor de los palos, como tenía la barriga tiesa y llena de coles crudas vínome flujo, y suelto un chisguete con que los rocié muy bien; por esto y por el gran hedor, se apartaron de mis espaldas.
No tardó mucho que nos cargasen, y volviendo a nuestro viaje andando un buen pedazo, yo iba muy desfallecido con el largo camino y con el peso de la gran carga y los continuos palos que me daban; también iba cojo y muy maltratado, porque llevaba los pies y manos desportillados; llegando cerca de un arroyo que corría mansamente, pareciome haber hallado con mi buena dicha sutil ocasión para lo que pensaba, lo cual era derrengarme por las ancas y echarme en tierra muy obstinado de no levantarme para pasar el arroyo, aunque me diesen veinte mil palos, y aunque me diesen con una espada, antes morir que no levantarme, porque como a cosa vieja y doliente me diesen carta de horro, y también pensaba que por no detenerse los ladrones, yendo de huida con su robo, quitarían la carga de mis cuestas y la repartirían por los otros mis compañeros, y me dejarían allí para que me comiesen lobos y buitres.
Pero mi desdichada suerte no quiso que tan buen consejo me aprovechase, porque el otro asno, adivinando mi pensamiento, se dejó caer con su carga en tierra como muerto, y aunque le daban muchos palos y le metían aguijones, y le alzaban por la cola, y le hacían otros muchos remedios, ni les aprovechaba alzarle las piernas, ni aunque le revolvían el cuerpo de una parte a otra, nunca probó a levantarse; hasta que finalmente los ladrones (y con la postrimera esperanza), habiendo hablado entre sí, porque no estuviesen tanto sirviendo a un asno muerto, y más, en verdad, se podía decir de piedra, y no detuviesen su huida, quitáronle la carga y repartiéronla entre mí y mi caballo, y a él con sus espadas cortáronle las piernas y apartáronle un poco del camino, y medio vivo lanzáronlo de una altura abajo en un valle muy hondo.
Entonces yo, pensando entre mí la desdicha del triste de mi compañero, acordé, apartados de mí todos fraudes y engaños, como buen asno provechoso, servir a mis señores, cuanto más que, según lo que yo les oía estar hablando, cerca de allí estaba su casa, donde habíamos de descansar y reposar del fin de nuestro camino, porque allí era su morada.
Finalmente, pasada una cuestezuela no muy áspera, llegamos al lugar donde íbamos. En llegando, luego nos descargaron, y metieron lo que traíamos dentro de casa. Yo, aliviado del peso de la carga, por refrescarme del cansancio, en lugar de baño comencé a revolcarme en el polvo.
Lucio cuenta cómo llegaron a la cueva, y el sitio de ella. Y otras cosas degusto.
Brevemente contaré del sitio donde habitaban estos ladrones. Era allí una montaña bien alta, muy horrible y umbrosa, de muchos árboles silvestres; de esta montaña descendían ciertos cerros llenos de muy ásperos riscos y peñas, que no había persona que pudiese llegar a ellos, los cuales la ceñían; abajo había muchas y hondas lagunas, en aquellos valles llenos de espinas y zarzas, que naturalmente fortalecían aquel lugar. De encima del monte descendía una fuente de agua muy hermosa y muy clara, que parecía color de plata, y corría por tantas partes, que henchía los valles que abajo estaban a manera de un mar o de un gran río o lago que está quedo. Aquí estaba la cueva de estos ladrones, a donde nos descargaron, y ellos, cargados de lo que nosotros traíamos, lanzáronse en la cueva, y a nosotros nos ataron con cabestros bien recios a la puerta.
Luego empezaron a reñir con una vejezuela, la cual sola tenía cargo de la salud de tantos mancebos, diciendo:
—¡Oh sepulcro de la muerte, deshonra de la vida, enojo del infierno, así nos has de burlar, estándote sentada no haciendo nada, que nos tengas aparejado algún solaz por tantos trabajos como hemos pasado, que tú días y noches no entiendes en otra cosa sino echar vino en ese tu vientre sediento que nunca se harta!
La vieja, con su voz medrosa, temblando respondió:
—¡Oh señores valientes mancebos, todo está presto y aparejado abundantemente; yo tengo guisado de comer muy sabroso, mucho pan, y vino puesto en sus copas, y también agua cocida para que todos os lavéis!
Acabando la vieja de decir esto, ellos se desnudaron luego, y lavados con agua caliente, se untaron con aceite. Y puestas las mesas con sus manjares, sentáronse a comer.
Luego, en aquel tiempo que se sentaron a la mesa llegaron otros mancebos, los cuales en viéndolos quienquiera diría que eran ladrones como los otros, porque también traían muchos vasos y monedas de oro y plata, y ricas vestiduras. Así que, por el semejante lavados y refrescados, sentáronse a comer con sus compañeros. Ellos comían y bebían sin orden los manjares a montones; el beber sin cuenta ni razón; burlaban unos con otros, cantaban y reían motejándose.
Entonces un mancebo de aquellos, que parecía más valiente que los otros, dijo:
—Nosotros batimos esforzadamente la casa de Milón, de Hipata, y demás de la presa y grandes riquezas que por nuestro esfuerzo ganamos, tornamos todos a nuestra casa sin que uno faltase, y aun si hace al caso, digo que vinimos ocho pies más acrecentados. Pero vosotros que habéis andado por las ciudades de Beocia, donde perdisteis a vuestro capitán Lámaco y habéis disminuido el número de vuestra compañía. Cierto, yo más quisiera su salud y vida, que todo cuanto trajisteis en estos líos y fardos; pero como él haya muerto con esfuerzo y valentía, la memoria y fama lo hará vivir para siempre. Que, hablando verdad, vosotros sois ladrones medrosos, y para hurtos pequeños, andando por casillas de viejas y otras pobres.
A esto respondió uno de aquellos:
—¿Cómo ahora sabes que las casas mayores son más fáciles de robar que las otras pequeñas? Porque como quiera que en las casas grandes haya muchos servidores, cada uno cura más de su salud que de la hacienda de su señor. Pero los hombres de bien, solitarios y modestos sus bienes, pocos o muchos, disimuladamente los encubren, y reciamente defienden, y con peligro de su sangre y vida los fortalecen. El mismo negocio que ahora paso, os hará creer lo que digo. Casi como llegamos a Tebas, ciudad de Beocia, que es la más principal para el trato de nuestro arte, andando con diligencia buscando lo que habíamos de robar entre los populares, no se nos pudo esconder Criseros, un cambiador muy rico, y señor de gran dinero, el cual, por miedo de los tributos y pechos de la ciudad, con grandes artes disimulaba y encubría gran riqueza. Finalmente, que él, solo y solitario en una pequeña casa, aunque bien fortalecida, contento, sucio y mal vestido, dormía sobre los zurrones de oro. Así que todos de un voto acordamos que el primer ímpetu y combate fuese en esta casa, porque todos a una, comenzada la batalla, sin dificultad pudiésemos apañar los dineros de aquel cambiador rico. Lo cual puesto en obra al principio de la noche, fuimos a las puertas de su casa, las cuales ni pudimos alzar, ni mover, ni quebrar, porque como eran fuertes, al ruido de ellas despertó la vecindad toda en daño nuestro. Entonces aquel esforzado nuestro capitán y alférez Lámaco, con la furia de su gran esfuerzo y valentía, metió la mano poco a poco por aquel agujero que se mete la llave para abrir la puerta, y procuraba arrancar el pestillo o cerradura; pero aquel Criseros, malvado y maligno más que hombre del mundo, estaba vestido, y sintiendo lo que pasaba, vino hacia la puerta muy pacífico, que casi no resollaba, y traía en su mano un gran clavo y martillo, con el cual, súbitamente, con gran golpe clavó la mano de nuestro capitán en la tabla de la puerta, y dejado allí cruelmente clavado, como quien lo deja en la horca, subiose encima de una azotea de su casa, y de allí con grandes voces llamaba a los vecinos muy ahincadamente. Cuando los vecinos oyeron esto, cada uno espantado del peligro que podía venir a su casa por la del cambiador, venían corriendo a socorrerle. Entonces nosotros, puestos en uno de dos peligros, o de matar nuestro compañero, o desampararlo, acordamos un remedio terrible, queriéndolo él, y fue que le cortamos el brazo por la coyuntura del hombro, y dejado allí el brazo, atada la herida con muchos paños, porque la sangre no hiciese rastro por donde nos siguiesen, arrebatamos a Lámaco, y llevámoslo como pudimos, y como íbamos huyendo, ni él nos podía seguir, ni nos lo podíamos llevar, ni podía quedar seguro, y como era valiente, animoso y esforzado, viendo que no podía escapar de las manos enemigas, con mucha instancia nos rogaba, por la diestra del dios Marte y por el juramento que entre nos había, que lo matásemos, diciendo asimismo que cómo había de vivir un hombre teniendo el brazo cortado, con el cual solía robar y degollar, que él se tendría por bien aventurado si muriese a manos de sus compañeros. Así que después que vido que a ninguno de nosotros pudo persuadir que lo matase, tomó con la otra mano un puñal que traía y metióselo por los pechos. Nosotros, alabando el esfuerzo de tal varón, tomando su cuerpo envuelto en una sábana, lo echamos en la mar. Y así quedó allí nuestro capitán Lámaco, el cual hizo fin conforme a su oficio. Pues el nuestro compañero Alcimo, que tenía muy astutos principios, no pudo huir la sentencia de la cruel fortuna, el cual después de entrado en casa de una vejezuela, que estaba durmiendo, subió a la cámara donde dormía, y pudiera muy bien ahogarla si quisiera, pero quiso primero echar por una ventana a la calle todas las cosas que tenía, y ya que tenía todo echado, no quiso perdonar a la cama en que la vieja dormía. La mala vieja, viendo esto, le dijo llorando:
—Hijo, ruégote que me digas por qué echas mis cosas pobres al vecino rico, sobre cuya huerta cae esta ventana.
Alcimo, medio turbado, llegose a la ventana por ver si era así, mas la vieja, que lo vio medio salido de la ventana, mirando a una parte y a otra, súbitamente lo empujó, y dio con él abajo, donde se le abrió la cabeza, y contándonos el engaño que le hizo la vieja, acabó de morir, al cual dimos sepultura en la mar, como a nuestro capitán Lámaco.
Cómo aquel ladrón cuenta que robaron a un hombre rico con una graciosa industria de una osa.
—Después de la pérdida de estos dos compañeros, nosotros, tristes y con pena, parecionos que debíamos dejar de entender en las cosas de aquella provincia de Tebas, y acordamos de venirnos a una ciudad que estaba cerca, que ha nombre Plates; en la cual hallamos gran fama de un hombre que moraba allí, llamado Demócares, el cual celebraba grandes fiestas al pueblo, porque él era más principal en la ciudad, hombre muy rico y liberal, y hacía estos placeres y fiestas al pueblo por mostrar la magnificencia de sus riquezas. ¿Quién podría ahora explicar y tener idóneas palabras para decir tanta facundia de ingenio, tantas maneras de aparatos como tenía? Los unos eran jugadores de esgrima afamados de sus manos; otros cazadores muy ligeros para correr; en otra parte había hombres condenados a muerte, que los engordaban para que los comiesen las bestias bravas. Había asimismo torres hechas de madera a la manera de unas casas movedizas, que se traen de una parte a otra, las cuales eran muy bien pintadas, para acogerse a ellas cuando corrían toros u otras bestias en el teatro. Demás de esto, ¿cuántas maneras de bestias había allí y cuán fieras y valientes? Tanto era su estudio de hacer magníficamente aquellos juegos, que buscaba hombres de linaje que fuesen condenados a muerte, para que peleasen con las bestias; pero sobre todo el aparato que buscaba para estas fiestas principalmente y con cuánta fuerza de dineros podía, procuraba tener número de grandísimas osas, demás de de las que él hacía cazar, de las que a poder de dinero compraba.
Mas este tan claro y magnífico aparejo de placer y fiesta popular, no pudo huir los ojos mortales de la envidia. Porque con la fatiga de estar mucho tiempo presas, y con el gran calor del verano, y también por estar flojas y perezosas por no andar ni correr, dio tan gran pestilencia en ellas, que casi ninguna quedó. Estaban por estas plazas muchas de ellas muertas con tanto estrago, que parecía haber hecho naufragio de bestias.
Aquellos pobres del pueblo, a los cuales la pobreza y necesidad constriñe a buscar algo para henchir el vientre, sin escoger manjares andaban tomando de la carne de aquellos animales que por allí estaban, para hartarse.
Cuando yo y este nuestro compañero Bardulo vimos aquello, inventamos del mismo negocio un muy sutil consejo, y era que estaba allí una osa muerta mayor que todas las otras, la cual de noche llevamos a nuestra estancia, y allí la desollamos muy bien, no tocándose en las uñas ni en la cabeza. Tomamos el cuero, y polvoreado por encima, pusímoslo a secar al sol. Nosotros nos conjuramos para el negocio, e hicimos juramento que uno de nosotros, el más valiente, se metiese dentro en aquella piel y se hiciese osa, y la llevaríamos de noche a casa de Demócares, para que nos abriese las puertas cuando todos durmiesen. Y para esto escogimos por todos a Trasileón, el cual con gran ánimo se metió en el cuero y comenzó a tratarlo y ablandarlo, para ejercitar en lo que había de hacer. Y nosotros rehenchimos algunas partes de él con lana para igualarlo todo; cosímoslo, y con los pelos de una parte y otra cubrimos la costura muy bien; hicimos a Trasileón que juntase su cabeza con la de la osa cerca del pescuezo, y por las narices y ojos de la osa abrimos ciertos agujeros por do pudiese mirar y resollar. Así que nuestro valiente compañero hecho bestia, metímoslo en una jaula.
De esta manera, prosiguiendo en nuestro negocio, supimos como este Demócares tenía un gran amigo en Tracia, del cual fingimos carta que le escribía, diciendo que por honrar sus fiestas le enviaba aquel presente, que era la primera bestia que había cazado. Y siendo ya noche, aprovechándonos del ayuda de ella, presentamos la jaula, con Trasileón dentro, a Demócares, y dímosle la carta falsa. El cual, maravillándose de la grandeza de la bestia, y muy alegre con la liberalidad de su amigo, nos mandó luego dar diez ducados.
Todos venían a ver la osa y decían no haber visto cosa tan grande; mas Trasileón daba muchas vueltas, saltando de una parte a otra, porque no viesen en alguna señal el engaño. Y así, todos a una voz decían que era muy espantable, ligera y grande. Así que Demócares mandaba llevar la osa a un buen pasto do tenía otras; mas yo le dije:
—Mira, señor, lo que haces, porque esta bestia viene fatigada del camino; no debía echarse con las otras fieras, mayormente que me dicen que están todas dolientes, antes sería bueno que la dejases en este patio, do corre este caño de agua, para que de noche se recree.
Con estas palabras, Demócares, habiendo miedo de que se le muriese aquella, como las otras muchas que se le habían muerto, fácilmente consintió a nuestras persuasiones, y mandó que pusiésemos la jaula o caja donde a nosotros pareciese; demás de esto yo dije que si él mandaba, que estábamos prestos de velar algunas noches cerca de la jaula para dar de comer y beber a la bestia cuando menester fuese, porque prestamente se le quitase la fatiga del sol y el cansancio del camino.
A esto respondió Demócares:
—No es menester que os pongáis en ese trabajo, porque todos los de mi casa, por la larga costumbre, están bien ejercitados para saber curar estas bestias.
Dicho esto, tomamos licencia y nos fuimos. Saliendo por la puerta de la ciudad vimos estar un enterramiento apartado y escondido del camino; allí abrimos algunos de aquellos sepulcros medio abiertos, donde moraban aquellos muertos hechos ceniza y comidos de carcoma, para esconder allí lo que robásemos.
Después, al principio de la noche, según es costumbre de ladrones, al primer sueño, cuando más gravemente carga los cuerpos humanos, con toda nuestra gente armada nos fuimos a poner ante las puertas de Demócares para robarlo, como cuando vamos citados a juicio.
No menos fue perezoso Trasileón, que como vido la oportunidad de la noche, saltó fuera de la jaula, abrionos las puertas, y como nosotros prestamente nos metiésemos en casa, mostronos un almacén donde aquella noche sagazmente él vio meter y encerrar mucha plata, al cual, quebradas las puertas por fuerza, mandó a cada uno de los compañeros que entrasen y cargasen cuanto pudiesen llevar de aquel oro y plata, y prestamente lo llevasen a esconder en las casas de aquellos fieles muertos, y que luego corriendo tornasen por más, y que para lo demás yo quedaría allí al umbral de las puertas, a resistir si alguno viniese, y para espiar solícitamente hasta que tornasen.
De más de esto la osa andaba por casa aparejada para matar a los que despertasen, porque, en la verdad, ¿quién podría ser tan fuerte y esforzado que viendo una forma de bestia tan fiera, y mayormente de noche, que, vista, no se pusiese en huir aceleradamente, o que no echase la aldaba a la puerta de su cámara y se encerrase de miedo?
Estas cosas así, prósperamente dispuestas, sucedió en ellas fin desdichado, porque en tanto que yo estaba esperando a mis compañeros que tornasen, entonces un esclavo de la propia casa, como vio la osa que andaba por toda la casa, vase muy pasico de cámara en cámara, diciendo a todos lo que había visto.
No tardó mucho que todos no salieran con candiles y mechones encendidos, y con lanzas y espadas se pusieron a guardar las puertas de casa. Demás de esto llamaron los perros de monte, grandes y bravos, y echáronlos a la osa.
Cuando yo esto vi, y que crecía el ruido y tumulto, aparteme de allí y púseme detrás de la puerta, de donde vi a Trasileón pelear maravillosamente contra los perros, el cual, como estaba en lo último de su vida, hacía cosas de espanto; ora huyendo, ora resistiendo, daba saltos sin compás; en fin, no pudiendo más, vínose retrayendo a la calle, en donde se juntaron muchos más perros, los cuales cercaron a Trasileón y lo despedazaban y mordían cruelmente.
Entonces yo, no pudiendo sufrir tanto dolor, metime en medio de la gente, y en lo que podía ayudaba a nuestro buen compañero, diciendo a todos de esta manera:
—¡Oh qué pérdida y mal hacemos! ¿Para qué queremos hacer morir una tan preciada y hermosa bestia?
Pero todas estas artes y cautelas no aprovecharon para el triste y desdichado de mi compañero vivir, porque un hombre de aquellos, indignado contra la osa, le arrojó una lanza, que le atravesó todo el cuerpo, y los más cargaron sobre la osa con sus espadas hasta que la mataron.
De esta manera acabó Trasileón, gloria y honra de nuestra capitanía. Y era tanto el miedo que todos tenían de la osa, que hasta el otro día bien tarde ninguno fue osado llegar a ella, hasta que uno de estos que andaban a desollar bestias, se le llegó, y empezando a desollar la piel, halló dentro a aquel magnífico ladrón.
Entonces nosotros cogimos nuestros líos que tenían en guarda aquellos fieles muertos, y cuan presto pudimos nos vinimos cargados con esta prisa que veis.
Acabada la habla, tomaron sus tazas y bebieron el vino puro, y en memoria de sus compañeros cantaron ciertas canciones al dios Marte, y después se fueron a dormir.
Cómo los ladrones trajeron una doncella robada, la cual llora su desdicha.
Aquella buena vieja proveyó muy bien a nosotros de cebada, sin tasa ni medida, tanto que mi rocín, como vio tanta abundancia y hartura para sí solo, creía que hacía carnestolendas, y como quiera que otras veces hubiese yo comido cebada, tragándola con pena por ser para mí manjar dañoso y desabrido; pero entonces miré a un rincón, donde habían puesto los pedazos del pan que habían sobrado de aquellos ladrones, y comencé a ejercitar mis quijadas, que tenían telarañas de mucha hambre.
Venida la noche, que ya todos dormían, los ladrones despertaron con gran ímpetu y comenzaron a mudar su real, armados con sus espadas y lanzas que parecían diablos, y salieron por la puerta afuera muy aprisa. Pero ni solo esto ni aun el sueño, que bien me eran menester, pudo impedir el tragar y comer que yo hacía, y como quiera que cuando era Lucio con uno o dos panes me hartaba y levantaba harto de la mesa; mas entonces, contentando a un vientre de asno tan ancho y profundo, ya entraba rumiando por el tercero canastillo de pan, cuando estando atónito en esta obra me tomó el día claro.
Entonces yo, como asno empachado de vergüenza, salime de casa y fui a un arroyo a hartarme de agua; no tardó mucho que no viniesen los ladrones, los cuales traían una doncella muy linda hurtada, y según en su gesto y hábito mostraba, debía ser alguna hijadalgo, que cierto yo, aunque era asno, la deseaba. La triste venía llorando y mesando sus cabellos.
Después que la metieron en su cueva, comenzaron a consolarla, diciendo:
—Tú, pues, estás aquí segura de la vida, y ahora ten paciencia, porque la necesidad y pobreza nos hace seguir este trato; tu padre y madre, aunque sean avarientos, no dejarán de rescatarte.
Con estas palabras y otras la consolaban, pero no dejaba su llanto.
Entonces los ladrones mandaron a la vieja que se sentase a par de ella y la consolase con blandas palabras mientras ellos iban a hacer su oficio; la vieja, movida de piedad, le decía muchas cosas; mas todo no aprovechaba, porque lloraba y decía palabras lastimosas, y de cansada se durmió.
Ya que había dormido un poco, despertó con un sobresalto como mujer sin seso, y comenzó de nuevo a hacer mayores llantos; como la vieja vio que otra vez de nuevo comenzaba, le rogó con mucha instancia la contase por qué causa lloraba más fuertemente después de haber dormido.
La doncella, aunque llena de lágrimas, le dijo de esta manera:
—Pocos días ha que yo fui desposada con un mancebo muy rico y de buena disposición, con el cual desde niña me crié, y siempre nos tuvimos grande amor, como si fuéramos hermanos. Así que estando para velarnos, de consentimiento de nuestros padres, con la casa aderezada y enramada de laureles, con contares y otras cosas de bodas, estándome mi madre ataviando para semejante fiesta, he aquí do entra súbitamente un escuadrón de ladrones con gran ímpetu, con las espadas desnudas, y no curaron de robar alguna cosa ni matar a nadie, sino todos juntos, sin los familiares de casa podérselo estorbar, me arrebataron y trajeron aquí. Pero ahora soñaba que mi querido esposo venía por librarme y que cruelmente le mataban estos hombres espantables y temerarios, y por esta causa me afligía más que de antes.
Entonces la vieja, suspirando, le dijo:
—Hija, esfuérzate y ten buen corazón; no te espantes con unas ficciones de sueños, porque demás de tener por cierto que los sueños del día son falsos, aun los de la noche traen los fines y salidas al contrario: porque llorar, ser herido o muerto, traen el fin próspero y de mucha ganancia; y, por el contrario, reír, o comer cosas sabrosas, o hallarse en placeres, significa tristeza de corazón o enfermedad del cuerpo y otros daños y fatigas. Pero yo te quiero consolar y decir una novela muy linda, con que olvides esta pena y trabajo.
La cual luego comenzó en esta manera:
Cómo la vieja madre de los ladrones cuenta a la doncella un cuento muy elegante y lleno de doctrina.
—Había en una ciudad un rey y una reina que tenían tres hijas: las dos mayores eran muy hermosas y bien apuestas; pero la más pequeña, era tanta su hermosura, que no bastan palabras humanas para poderlo decir. Muchos de otros reinos y ciudades, oyendo la fama de su gran beldad y hermosura, venían a verla, y luego, poniendo las manos en la boca y los dedos extendidos, así como a la diosa Venus, con sus religiosas adoraciones la honraban y adoraban.
Ya la fama corría por todas las ciudades y tierras cercanas, que esta era la diosa Venus, que por influjo de las estrellas del cielo había nacido otra vez, no en la mar, pero en la tierra, conversando con todas las gentes, adornada de flor de virginidad. De esta manera su fama crecía más cada día, y de muchas partes venían por mar y tierra, por ver este glorioso espectáculo que había nacido en el mundo. Y nadie quería ir a ver a la diosa Venus, que estaba en la ciudad de Pafo, ni a la isla de Gnido, ni al monte Citerón, donde solían sacrificar. Sus templos eran ya destruidos, sus ceremonias menospreciadas, sus estatuas sin honra. Todos a esta doncella suplicaban, y siendo humana la adoraban por tan gran diosa; y cuando de mañana se levantaban, todos le sacrificaban con manjares y otras cosas; cuando iba por la calle, todo el pueblo, con flores y guirnaldas de rosas, le suplicaban y honraban.
Esta honra que se daba a esta doncella encendió mucho en ira a la propia diosa Venus, y riñendo entre sí, dijo:
—Yo, que soy madre de todas las cosas criadas; yo, que soy principio y nacimiento de los elementos; yo, que soy Venus poderosa, ¿he de sufrir que se dé la honra debida a mi majestad a una moza mortal, y que mi nombre, puesto en el cielo, se haya de profanar en la tierra, y que en cada parte tengan duda si me han de sacrificar y adorar a mí o a esta doncella, y que tenga tal gesto que piensen que soy yo? Según esto, por demás me juzgó aquel pastor que por mi gran hermosura me prefirió a tales diosas, cuyo juicio aprobó aquel gran Júpiter. Mas a esta que mi honra ha robado, yo haré que se arrepienta de esto y de su hermosura.
Luego llamó a su hijo Cupido, al cual, con sus palabras encendido mucho, le llevó a aquella ciudad donde estaba esta doncella, que se llamaba Psique, y mostrósela, diciendo con mucho enojo y casi llorando toda la historia de la semejanza envidiosa de su hermosura, diciéndole de esta manera:
—¡Oh hijo, yo te ruego por el amor que tienes a tu madre y por las dulces llagas de tus saetas y por los sabrosos fuegos de tus amores, que des cumplida venganza a tu madre contra la hermosura rebelde y contumaz de esta mujer; y sobre todo te ruego que esta doncella sea enamorada de muy ardiente amor del más bajo y vil hombre que en todo el mundo se halle!
Después que Venus hubo dicho esto, besó y abrazó a su hijo, y fuese a la ribera de un río que estaba cerca, donde con sus hermosos pies holló el rocío de las ondas de aquel río, y de allí se fue a la mar, a donde todas las ninfas le vinieron a servir.
Allí vinieron las hijas de Nereo cantando, y el dios Neptuno con su áspera barba del agua de la mar y con su mujer Salicia, y Palemón, que es guiador del Delfín, y las compañas de los tritones, saltando por la mar, unos tocando trompetas, otros traían un palio de seda, porque el sol no le tocase; otros llevan el espejo delante de la diosa. De esta manera, nadando con sus carros por la mar, todo este ejército acompañó a Venus hasta el Océano.
Entretanto, la doncella Psique, con su hermosura para sí, ningún fruto recibía de ella. Todos la miraban y alababan, pero ningún rey, ni otro alguno, la pedía por mujer. Maravillábanse de ver su divina hermosura, pero era como quien ve una estatua de una diosa pulidamente fabricada.
Las dos hermanas mayores, como eran medianamente hermosas, no eran tanto divulgadas por los pueblos, y habían sido casadas con dos reyes que las pidieron: ya estaba cada una en su casa, reina y señora. Mas esta doncella Psique estaba en casa de su padre, llorando su soledad, y siendo virgen era viuda, por la cual causa estaba enferma en el cuerpo y llagada en el corazón. Aborrecía su hermosura, porque todos pasmaban de verla.
El mezquino padre, sospechando que alguna ira y odio tuviesen los dioses contra su desventurada hija, acordó de ir a consultar el oráculo antiguo del dios Apolo, que estaba en la ciudad de Mileto, y con sus sacrificios y ofrendas suplicó a aquel dios que diese casa y marido a la triste de su hija. Apolo le respondió en esta manera:
—Pondrás esta moza, adornada del aparato delante, en el más alto peñasco que hallares, y déjala allí. No esperes yerno que sea nacido de linaje mortal, mas espéralo fiero y cruel y venenoso como serpiente, el cual, volando, fatiga con sus saetas a todos.
El rey, que siempre fue próspero y favorecido, como oyó esto, triste y de mala gana se tornó para su casa. Y dijo a su mujer el mandamiento que el dios Apolo había dado a su desdichada suerte, por lo cual lloraron y gimieron algunos días.
En esto ya se llegaba el tiempo en que había de poner en efecto lo que Apolo mandaba; de manera que comenzaron a aparejar todo lo que la doncella tenía menester para sus mortales bodas. Encendieron las lumbres de las hachas negras con hollín, y los alegres instrumentos músicos se mudaron en lloro y amargura, los cantares en luto y lloro. De manera que el triste hado de esta casa hacía entristecer a toda la ciudad. El padre, por la necesidad que tenía de cumplir lo que Apolo había mandado, procuraba de llevar a la mezquina de Psique a la pena que le estaba profetizada; mas por otra parte, movido de piedad, detenía el negocio, llorando amargamente.
Entonces la hija dijo al padre y madre de esta manera:
—¿Por qué, señores, atormentáis vuestra vejez con tan continuo llorar? ¿Por qué fatigáis vuestro espíritu con tantos aullidos? ¿Por qué ensuciáis esas caras con lágrimas que poco aprovechan? ¿Por qué apuñeáis vuestros pechos con tanta fuerza? ¿Este será el premio y galardón de mi hermosura? Vosotros estáis heridos mortalmente de la envidia, y sentís tarde el daño. Cuando las gentes y los pueblos nos honraban y celebraban con divinos honores; cuando todos a una voz me llamaban la nueva diosa Venus, entonces os había de doler y llorar, entonces me habíais ya de tener por muerta. Ahora veo y siento que solo este nombre de Venus ha sido causa de mi muerte: llevadme ya en aquel risco donde Apolo manda, porque ya querría ver acabadas estas tristes bodas.
Acabado de hablar esto la doncella, cayó en tierra, y como ya venía todo el pueblo para acompañarla, metiose en medio de ellos y fueron su camino a un lugar donde estaba un risco muy alto sobre un monte, encima del cual pusieron la doncella, y allí la dejaron, poniendo en su compañía las hachas negras que delante de sí llevaban ardiendo. El pueblo, lleno de lágrimas, bajando sus cabezas, volvieron a sus casas, acompañando al rey y a la reina, los cuales, cubiertos de luto y cerrando las ventanas del palacio, se pusieron en perpetuo llanto.
Psique, estando temerosa en aquella peña, vino un manso viento y muy quietamente la puso en un delicioso prado, donde la dejó.