LIBRO X.

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ARGUMENTO.

En este libro se contiene cómo el caballero llevó al asno a una ciudad, adonde aconteció una notable cosa de una mujer que requirió de amores a un su entenado. — Y de cómo fue vendido el asno a dos hermanos, uno cocinero y otro pastelero de un señor, a los cuales él comía los manjares, y de la buena vida que tuvo con el señor, adonde cuenta muchas cosas graciosas y de pasatiempo, y de un teatro que se hizo, en que se representó el Juicio de Paris con las tres diosas, y finalmente cómo el asno huyó.

I.

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Cómo el asno fue llevado por el caballero a una ciudad,
y de un extraño caso que allí aconteció.

Otro día siguiente, no sé qué fue ni qué hicieron de mi amo el hortelano; pero aquel caballero que por su gran soberbia y tiranía fue muy bien aporreado, quitome de la casa y llevome a la suya sin que nadie se lo contradijese. Después me cargó de sus alhajas, que eran cosas de soldados.

Yo iba alegre y galán, porque resplandecía con un yelmo muy luciente y un escudo grande y hermoso y una pica muy fuerte y aguda, la cual había puesto con mucha diligencia encima de la carga, de la manera que los soldados la llevan enristrada, lo cual él no hacía tanto por causa que fuese bien puesta, cuanto por espantar a los pobres caminantes que encontrase.

Después que pasamos aquellos campos, no con mucho trabajo, por el camino llano llegamos a una ciudad pequeña, adonde fuimos a posar a casa de un capitán de peones, su amigo, y luego, como llegamos, encomendome a una esclava, y él se fue a visitar a su capitán.

Después de algunos días que allí estábamos, en los cuales yo tenía buena vida, aconteció una cosa fuera de toda razón y espantable, la cual, porque vosotros también sepáis, acordé poner en este libro.

Aquel curioso capitán, señor de esta posada, tenía un hijo mancebo, buen letrado y virtuoso, adornado de toda modestia y piedad.

Muerta la madre mucho tiempo había, su padre se casó segunda vez y de esta segunda mujer tenía otro hijo que pasaba de doce años. La madrastra, como era rica y viciosa, no mirando a su honor, puso los ojos en su entenado.

Ahora tú, buen lector, has de saber que no lees fábulas de cosas bajas, sino tragedia de altos y grandes hechos, y que has de subir de comedia a tragedia.

Aquella mujer, en cuanto el amor se iba arraigando en su pecho, resistía y disimulaba a sus llamas; pero después que el cruel amor tomó posesión en sus entrañas, no pudiéndolo resistir, determinó hacerse enferma en cama para por este medio alcanzar lo que deseaba, diciendo que era dolor del corazón.

Ninguno hay que no entienda que la persona doliente luego muestra señales claras de su mal: la flaqueza y color amarillo de la cara, los ojos marchitos, las piernas cansadas, el reposo sin sueño, grandes suspiros y luengos, con grandes fatigas.

Quien quiera que viera a esta dueña, no creyera que estaba atormentada de ardientes fiebres, sino que lloraba. ¡Guay del seso e ingenio de los médicos! ¿Qué cosa es la vena o el pulso, o la poca templanza del calor? ¿Qué es la fatiga del resuello y las vueltas continuas de un lado a otro sin reposo? ¡Oh buen Dios, qué fácilmente se descubre el mal del amor, no solamente al médico, que es letrado, pero a cualquier hombre discreto, especialmente cuando veis a alguno arder sin tener calor en el cuerpo!

Así ella, reciamente fatigada con la poca paciencia del amor, rompió el silencio de lo que callaba mucho tiempo había, y envió a llamar a su hijo, el cual nombre de hijo ella de buena gana rayara y quitara por no haber vergüenza del mismo.

El mancebo no tardó en obedecer el mandamiento de su madre enferma, y con el gesto triste y honesto entró en la cámara para servirla en todo lo que mandase. Pero ella, fatigada de un gran dolor, estaba en mucha duda entre sí, pensando si se descubriría, por dónde le entraría y qué palabras le diría, y en esto estuvo suspensa un rato.

El mancebo, que ninguna cosa sospechaba, bajados los ojos, le preguntó qué era la causa de su presente enfermedad.

Entonces ella, hallando ocasión muy dañosa, que es la soledad, tomó osadía para decirle su pena, y llorando reciamente y temblando, le comenzó a hablar de esta manera:

—La causa y principio de este mi presente mal, y aun la medicina para él y toda mi salud y remedio, tú solo eres, porque esos tus ojos, que entraron por los míos a lo íntimo de mis entrañas, mueven un cruel encendimiento en mi corazón, por lo cual te ruego que hayas mancilla de quien por ti muere, y no te espantes que pecas contra tu padre, mas antes entiende que libras a su mujer de la muerte. Ahora tienes tiempo, pues estamos solos para cumplir mis deseos a tu voluntad, porque lo que nadie sabe no se puede decir que es hecho.

El mancebo, cuando esto oyó, turbado de tan repentino mal, aunque se espantase y aborreciese tan gran crimen, no le pareció bien desengañarla luego con palabras ásperas, antes tuvo por mejor de amansarla con dilación cautelosa; y así le respondió alegremente, que se esforzarse y curase de sí, hasta que su padre se fuese a alguna parte, y viniese tiempo libre para su placer.

Diciendo esto, apartose de la mortal vista de su madrastra; y viendo que una traición tamaña, como ella pedía que se hiciese, había menester mayor consejo que el suyo, platicó el negocio con un viejo ayo suyo, hombre muy prudente, al cual no pareció otro mejor consejo, sino que el mancebo se fuese de casa lejos, por escapar de la tempestad de la cruel fortuna.

Pero la madrastra, como no tenía paciencia para esperar, persuadió a su marido con maravillosas artes y palabras, que luego se fuese a unas aldeas que estaban bien lejos de allí. Lo cual hecho, ella con su locura apresurada, viendo que había lugar para su esperanza, demandole con mucha instancia que cumpliese con ella lo que había prometido. Pero el mancebo excusábase, diciendo ahora una cosa, ahora otra; apartándose de su abominable vista cuanto podía, hasta tanto que, conociendo ella claramente que le negaba la promesa, prestamente se le mudó su nefando amor en odio mortal. Y llamando a un esclavo suyo muy malo y aparejado para toda maldad, comunicó con él todo este negocio y pensamiento malvado que ella tenía; lo cual entre ellos platicado, hallaron por bueno que lo matasen con ponzoña. Y luego envió al esclavo a comprar la ponzoña, la cual traída, mezcláronla en un vaso con vino.

En tanto que la malvada hembra y su esclavo deliberaban entre sí la oportunidad y tiempo para podérselo dar, acaso el hermano menor, hijo propio de la mala mujer, viniendo de la escuela a la hora de comer, teniendo sed, bebió de aquel veneno que allí halló, no sabiendo la ponzoña y engaño escondido que allí dentro estaba; y después que hubo bebido la muerte que estaba aparejada para su hermano, súbitamente cayó en tierra sin ánimo.

Los familiares de casa, que esto vieron, comenzaron a dar grandes gritos, y alborotados todos de tan repentino caso, llamaron prestamente a la madre, la cual, como estaba dañada, como mala hembra, ejemplo único de la malicia de las madrastras, no conmovida por la muerte de su hijo, por el parricidio que ella misma había causado, ni por la desdicha de su casa, ni por el enojo que de ello su marido había de tener, ni por la fatiga del enterramiento del hijo, procuró venganza muy presta, por donde causó daño para su casa. Así que muy presto despachó un mensajero que fuese a su marido y le contase la muerte de su hijo.

Cuando el marido oyó estas nuevas tornose del camino, y entrando en casa, luego ella, con gran temeridad y audacia, comenzó a acusar y decir que su hijo era muerto con la ponzoña del entenado; y en esto no mentía ella, porque el muchacho era muerto con la ponzoña que estaba aparejada para el mancebo; pero ella fingía que su hijo era muerto por maldad del entenado, a causa que ella no quiso consentir en su malvada voluntad, con la cual había tentado de forzarla; y no contenta con estas tan grandes mentiras, añadía más, que porque ella había descubierto esta traición, él la amenazaba de matarla con un puñal.

Entonces, el desventurado marido fue lleno de gran saña contra su hijo, así por la traición que le quería hacer, como por la arrebatada muerte del hijo que presente tenía; de manera que deliberó de hacer morir a su hijo por justicia. Y como hubo enterrado el hijo, luego se fue a los alcaldes, y les hizo saber la maldad que su hijo había cometido, diciendo que había cometido pecado de incesto en acometer a su madre, y que era homicida en la muerte de su hermano, y no contento con esto, amenazaba a la madre que la había de matar.

Esto decía el viejo llorando muy piadosamente, y con su lloro conmovió a los alcaldes; los cuales llamaron luego un pregonero para que llamase las partes a juicio. Vino el acusador y el reo por llamamiento del pregonero; y asimismo fueron amonestados los abogados de la causa, según la costumbre del Senado y leyes de Atenas, que no curasen de hacer dilaciones, ni conmoviesen a los presentes con sus proemios. Estas cosas en esta manera pasadas supe yo, porque las oía a muchos que hablaban en ello; pero cuántas alteraciones hubo de una parte a otra, y con qué palabras el acusador decía contra el reo, se defendía y deshacía su acusación; y estando yo ausente atado al pesebre, no lo pude bien saber por entero, ni las preguntas ni respuestas, y otras palabras que entre ellos pasaron, y por esto no os podré contar lo que yo no supe; pero sí lo que hoy quise escribir en este libro.

II.

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Cómo por industria de un senador antiguo fue descubierta
la maldad de la madrastra, y libre el mancebo.

Después que fue acabada la contención entre ellos, plugo a los jueces buscar la verdad de este crimen por cierta manera, y no dar tanto lugar a la sospecha que del mancebo se tenía. Y mandaron que fuese traído allí aquel esclavo diligente que afirmaba que él solo sabía aquel negocio cómo había pasado, y venido aquel bellaco ahorcadizo, ningún empacho ni turbación tuvo ni de ver en caso de tan gran juicio, ni de aquel senado adonde tales personas estaban, o a lo menos de su conciencia culpada, que él sabía bien que lo que había fingido era falso, lo cual él afirmaba como cosa verdadera, diciendo de esta manera:

Que aquel mancebo, muy enojado de su madrastra, lo había llamado y díchole que por vengar su injuria había muerto a su hijo de ella, y que le había prometido gran premio porque callase, y porque él dijo que no quería callar, el mancebo le amenazó que lo mataría, y que el dicho mancebo había destemplado con su propia mano la ponzoña, y la había dado al esclavo para que la diese a su hermano; pero él, temiendo tan gran mal, no la quiso dar al muchacho, y que en fin el mancebo con su propia mano se la había dado.

Diciendo estas cosas que parecían tener apariencia de verdad, aquel azotado fingiendo miedo, acabose la audiencia. Lo cual oído por los jueces, ninguno quedó tan justo y tan derecho a la justicia del mancebo, que no le pronunciase ser culpado manifiestamente de este crimen, y como a tal lo debían meter en un cuero de lobo, y echarlo en el río como a parricida; y como ya las sentencias y votos de todos fuesen iguales, y estuviesen firmados de la mano de cada uno, para meterlos en un cántaro de cobre, de donde no se podía sacar después de una vez metidos, ni convenía mudar alguna cosa, porque la sentencia ya era dada en cosa bien vista, y no restaba otra cosa sino entregarlo al verdugo para que cumpliese la justicia, uno de aquellos senadores, el más viejo y de mejor conciencia, letrado y médico, puso la mano encima de la boca del cántaro, porque ninguno echase su voto dentro, y dijo a todos de esta manera:

—Yo me gozo y soy alegre de haber vivido tanto tiempo, que por mi edad vosotros, señores, me tengáis en alguna más reputación y cuenta, y por esto no consentiré que acusado el reo por falsos testigos, se haya de condenar por cruel homicidio, ni que vosotros seáis engañados por la mentira de un esclavo, porque cierto yo no veo con qué razón nosotros podemos juzgar a este mancebo. Oíd ahora, y sabed todos cómo pasa este negocio: Este ladrón, muy diligente vino a mí por comprar ponzoña que luego matase, y ofrecíame cien sueldos de oro por que se la diese, diciendo que la había menester para un enfermo que estaba muy fatigado con una enfermedad de hidropesía perpetua, de la cual no podía sanar, y deseaba morir brevemente por librarse del tormento que con la vida tenía. Yo, viendo que este esclavo parlaba mucho y decía cosas livianas, no satisfaciéndome, antes siendo cierto que él procuraba alguna traición, acordé de darle, no ponzoña, mas otra poción soñolienta de mandrágora, que es muy famosa para hacer dormir gravemente, y da un sueño semejante a la muerte; por tanto, si es verdad que el muchacho bebió aquella confección que por mis manos fue hecha, él es vivo, y reposa con gran sueño, y en acabando de consumirse el potente humor de la mandrágora, despertará tan sano como antes. Y si él es verdaderamente muerto, o verdaderamente le mataron, yo no sé de eso.

En esta manera hablando aquel viejo, plugo a todos lo que decía, y fueron luego a mucha prisa al sepulcro donde estaba el cuerpo de aquel muchacho; que casi ninguno de los jueces ni de los principales de la ciudad, ni aun tampoco de los del pueblo, quedó que no viniese allí por ver aquel milagro.

Su padre, muy diligente, con sus propias manos alzó la cobertera de la tumba y halló a su hijo que ya comenzaba a querer levantarse, y abrazándole y besándole, enseñolo al pueblo, y así como estaba lo llevaron a casa de la justicia.

Así que en esta manera descubierta la maldad de la mala mujer y del bellaco del esclavo, fue pronunciada sentencia, que ella fuese desterrada y el esclavo ahorcado, lo que luego se cumplió.

Y a aquel viejo senador, que tanta prudencia tuvo en dar aquel brebaje de mandrágora, y en descubrir el negocio en tal tiempo, diéronle cien sueldos de oro por tan buen servicio.

III.

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Cómo el asno fue vendido a un cocinero y a un panadero, que eran hermanos, y de la buena vida que tenía, donde pasó cosas de mucho gusto.

Aquel caballero que me hubo de buen lance, húbose de partir para Roma, por mandado de su capitán, a llevar ciertas cartas a su general, y ante que se partiese me vendió a dos hermanos, sus vecinos, por once dineros.

Estos tenían un señor rico, y el uno de ellos era panadero, que hacía pan y pasteles, y fruta de sartén y otros manjares. El otro, cocinero, que hacía manjares muy sabrosos y delicados.

Estos dos hermanos moraban ambos en una casa, y compráronme para traer platos y escudillas, y lo que era necesario para su oficio, de manera que yo fui llamado como un tercer compañero entre aquellos dos hermanos, para andar por las aldeas de aquel caballero, y traer todo lo que era menester para su cocina, y otras muchas cosas. Y ciertamente, en ningún tiempo experimenté tan mansa mi adversa fortuna, porque a la noche después de aquellas muy abundantes cenas, y sus esplendidísimos aparatos, mis amos acostumbraban a traer a su casilla muchas partes de aquellos manjares. El cocinero traía grandes pedazos de puerco, de pollo y otras carnes, pescados, y otras muchas maneras de comer. El panadero traía pan y pedazos de pasteles, y muchas frutas de sartén, así como juncadas y pestiños, mazapanes y otras cosas de azúcar y miel, lo cual todo dejaban encerrado en su aposento, y se iban a lavar al baño. En tanto yo comía y tragaba a mi placer de aquellos sabrosos y delicados manjares que Dios me daba, porque tampoco yo no era tan loco y verdadero asno que, dejados aquellos tan dulces y costosos manjares, cenase heno áspero y duro.

Esta manera y maña de comer a hurto me duró algunos días, porque comía poco y con miedo, y como de muchos manjares comía lo menos, no sospechaban ellos engaño ninguno en el asno; pero después que yo tomé mayor atrevimiento en el comer, tragaba lo más principal y mejor de lo que allí estaba, y como yo escogía siempre lo mejor y más preciado, no pequeña sospecha entró en los corazones de los hermanos, los cuales, aunque de mí no creyesen tal cosa, todavía con el daño cotidiano, con mucha diligencia procuraban de saber quién lo hacía. Finalmente, que ellos se acusaban uno a otro de aquella rapiña y fealdad, y desde adelante pusieron cuidado diligente y mayor guarda, contando los pedazos y partes que dejaban, y cómo siempre faltaba. Roto al fin el velo de la vergüenza, el uno al otro habló de esta manera:

—Por cierto ya esto ni es justo ni humano, menospreciar y disminuir cada día más la fe que está entre nosotros, hurtando lo principal que aquí queda, y aquello vendido escondidamente, acrecientas tu caudal, y aun de ese poco que queda, llevas tu parte igual; por tanto, si a ti no place nuestra compañía, podemos quedar hermanos en todas las otras cosas, y apartarnos de este vínculo de comunidad, porque según yo veo, este mal crece mucho, de donde nos puede venir gran discordia.

El otro hermano le respondió:

—Por Dios que yo alabo este tu parecer, pues has querido prevenir a la querella de lo que hasta ahora es secretamente hurtado a entrambos, lo cual yo sufriendo muchos días entre mí mismo, me he quejado, porque no pareciese que reprendía a mi hermano de un hurto tan bajo como este; pero bien está, pues que nos hemos descubierto, para que por mí y por ti se busque el remedio de nuestro daño, y la envidia, procediendo mansamente, no nos traiga contenciones, como entre los dos hermanos Eteocles y Polinices, que el uno al otro se mataron.

Estas y otras semejantes palabras dichas el uno al otro, juraron cada uno de ellos que ningún engaño ni hurto había hecho ni cometido; pero que debían por todas las vías artes que pudiesen buscar el ladrón que aquel común daño les hacía, porque no era de creer que el asno que allí solamente estaba se había de aficionar a comer tales manjares; pero que cada día faltaban los principales y más preciados manjares; demás de esto, en su cámara no había muy grandes ratones ni moscas, como fueron otro tiempo las arpías que robaban los manjares de Fineo, rey de Arcadia.

Entretanto que ellos andaban en esto, yo, cebado de aquellas copiosas cenas, y bien gordo con los manjares de hombre, estaba redondo y lleno, y mi cuerpo ablandado con la hermosa grosura, y criado el pelo, que resplandecía; pero esta hermosura de mi cuerpo causó saberse el negocio, porque ellos, movidos de la grandeza y grosura no acostumbrada de mi cuerpo, y viendo que el heno y cebada que me echaban cada día quedaba allí sin tocar en ella, sospecharon de mí, y a la hora acostumbrada hicieron como que se iban al baño, y cerradas las puertas como solían, pusiéronse a mirar por una hendidura de la puerta y viéronme cómo estaba puesto con aquellos manjares.

Ellos, no haciendo cosa de su daño, tornaron el enojo en muy gran risa; y llamando al otro hermano, y después a todos los servidores de casa, mostrábales la gula, digna de ponerse en memoria, de un asno perezoso.

Finalmente, que tan gran risa y tan liberal tomó a todos, que vino a las orejas del señor, que por allí pasaba, el cual preguntó qué cosa era aquella de que tanto se reían, si estaban locos o mordidos de la tarántula.

Y sabido el negocio que era, él también fue a mirar por el agujero, de que hubo gran placer, y tan gran risa le tomó, que le dolían las ingles; y abierto el aposento, púsose a mirar de más cerca.

Yo, cuando esto vi, pareciome que veía próspera y amigable la cara de la fortuna, que en alguna manera ya más blandamente me favorecía, y ayudándome el gozo y placer de los que presentes estaban, ninguna cosa me turbaba, antes comía seguramente, hasta tanto que con la novedad de aquella vista, el señor de casa, muy alegremente, mandó lavar, y él mismo por sus manos me llevó a su sala, y puesta la mesa, mandome poner en ella todo género de manjares enteros, sin que nadie hubiese tocado en ellos. Yo, como quiera que ya estaba algún tanto harto de lo que había comido, pero deseando hacerme gracioso y grato al señor, y que él me tuviese en algo, comía de aquellos manjares como si estuviera muy hambriento.

Ellos, por informarse bien si yo era manso, aquello que naturalmente aborrecen los asnos, eso me ponían delante, por si lo comía, así como carne adobada, gallinas y capones salpimentados, pescados en escabeche y otras muchas cosas.

Entretanto que esto pasaba, había muy gran risa entre los convidados que allí estaban, y un truhan que allí había, dijo:

—Dad alguna cosa a este mi compañero.

A lo cual respondió el señor, diciendo:

—Pues tú, ladrón, no has hablado neciamente, que muy bien puede ser que este nuestro convidado desee beber de buena gana de este vino.

Y luego dijo a un paje:

—Daca aquella copa de oro e hínchela de vino y da de beber a mi truhan, y aun dile cómo yo bebí antes que él.

Los convidados que estaban a la mesa estuvieron muy atentos esperando lo que había de pasar.

Entonces yo, no espantado por cosa alguna, muy despacio y a mi placer, retorciendo el labio de abajo a manera de lengua, bebí toda aquella gran copa. Y luego, todos a una voz, con grande clamor me dijeron:

—Dios te dé salud, que tan bien lo has hecho.

En fin, que aquel señor, lleno de gran placer y alegría, llamó a sus dos criados que me habían comprado, y mandoles dar por mí cuatro tantos más de lo en que me habían comprado, y a mí diome a otro su criado, haciéndole primero un gran sermón, encomendándome mucho, el cual me criaba y trataba asaz humanamente, como a un su compañero. Y porque su amo lo tuviese más acepto, procuraba cuanto podía darme placer con mis juegos. Y primeramente me enseñó a estar a la mesa sobre el codo; después también me enseñó a luchar y a saltar alzadas las manos. Y porque fuese cosa muy maravillosa, me enseñó a responder a las palabras por señales. En tal manera, que cuando no quería, meneaba la cabeza, y cuando algo quería, mostraba que me placía bajándola, y cuando había sed, miraba al copero, y haciendo señal con las pestañas, le demandaba de beber.

Todas estas cosas fácilmente las aprendía y hacía, porque aunque nadie me las mostrara, las supiera muy bien hacer; pero temía que si por ventura, sin que nadie me enseñase, yo hiciese estas cosas como hombre humano, muchos, pensando que podría venir de esto algún cruel presagio o agüero, que como a monstruo y mal agorero me matarían y darían muy bien de comer conmigo a los buitres.

IV.

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Cómo Lucio cuenta qué estado era el de su señor,
y cómo partió para la ciudad de Corinto.

Por todas partes corría ya la fama de cómo yo, con mis maravillosas artes y juegos, era muy placentero; por esta causa era mi señor muy afamado y acatado de todos. Cuando iba por la calle, decían:

—Este es el que tiene un asno que es compañero y convidado, que salta y lucha, y entiende las hablas de los hombres, y da a entender lo que quiere con señales que hace.

Ahora lo demás que os quiero decir, aunque lo debiera hacer al principio; pero al menos relataré quién era este amo, el cual se llamaba Tiaso. Él era natural de la ciudad de Corinto, que es cabeza de toda la provincia de Acaya; según que la dignidad y majestad de su nacimiento lo demandaba, y de grado en grado, había tenido todos los oficios de honra de la ciudad, y ahora estaba nombrado para ser la quinta vez cónsul, y por que respondiese su nobleza al resplandor de tan gran oficio en que había de entrar, prometió dar al pueblo tres días fiestas y juegos de placer, extendiendo largamente su liberalidad y magnificencia. De manera que tanta gana tenía de la gloria y favor del pueblo, que hubo de ir a Tesalia a comprar bestias fieras, grandes y hermosas, y a traer muchas otras cosas de gran precio para regocijar al pueblo.

Después que hubo a su placer comprado todas las cosas que había menester, aparejó de tornarse a su casa. Y menospreciadas aquellas ricas sillas en que lo traían, y dejados los carros ricos, unos cubiertos de toldo y otros descubiertos, que allí venían vacíos, y los traían aquellos caballos que nos seguían; y dejados asimismo los caballos de Tesalia, y otros palafrenes franceses, a los cuales el generoso linaje y crianza que de ellos sale, los hace ser muy estimados, venía con mucho amor encima de mí, trayéndome muy ataviado con guarnición dorada y cubierto de tapetes de muy fina seda y brocado y con freno de plata, y las cinchas labradas de seda muy artificialmente, y adornado con muchas campanillas y cascabeles de plata, que venían sonando, que en verdad yo no parecía asno, sino un potente dromedario, según que venía ancho.

Después que hubimos caminado por la mar y por tierra, llegamos a Corinto, adonde nos salió a recibir gran compaña de la ciudad, los cuales, según que a mí me parecía, no salían tanto por hacer honra a mi señor, cuanto era deseando de verme a mí; porque tanta fama había allí de mí, que no poca ganancia hubo por mí aquel que me tenía en cargo. El cual, viendo que muchos tenían grande ansia deseando de ver mis juegos, cerraba las puertas y entraban uno a uno, y él, recibiendo dineros, no pocas sumas rapaba cada día.

En aquel conventículo y ayuntamiento fue a verme una matrona, mujer rica y honrada, la cual, como los otros, mercó mi vista con su dinero; y con las muchas maneras de juegos que yo hacía, ella se deleitó y maravilló tanto, que poco a poco se enamoró maravillosamente de mí, y no tomando medicina ni remedio alguno para su loco amor y deseo, ardientemente deseaba echarse conmigo y ser otra Pasífae de asno, como fue la otra del toro; en fin, que ella concertó con aquel que me tenía a su cargo que la dejase echar una noche conmigo y que le daría gran precio por ello. Así que aquel bellaco, por que de mí le pudiese venir provecho, contento de su ganancia, prometióselo.

Ya que habíamos cenado, partímonos de la sala de mi señor y hallamos aquella dueña que me estaba esperando en mi cámara.

¡Oh Dios, qué bueno era aquel aparato! ¡Cuán rico y ataviado! Cuatro eunucos que allí tenía nos aparejaron luego la cama en el suelo con muchos cojines llenos de pluma delicada y muelle, que parecía que estaban hinchados de viento, y encima ropas de brocado y de púrpura, y encima de todo otros cojines más pequeños que los otros, con los cuales las mujeres delicadas acostumbraban sostener sus rostros y cervices. Y por que no impidiesen el placer y deseo de la señora con su larga tardanza, cerradas las puertas de la cámara se fueron luego; pero dentro quedaron velas de cera ardiendo resplandecientes, que nos esclarecían las tinieblas oscuras de la noche.

Entonces ella, desnuda de sus vestiduras, y llegada cerca de la lumbre, sacó un botecillo de estaño y untose toda con bálsamo que allí traía, y a mí también me untó y fregó muy largamente; pero con mucha mayor diligencia me untó la boca y narices.

Tunc exosculata pressule, non qualia in lupanari solent basiola jactari, vel meretricum poscinummia, vel adventorum negotinummia, sed pura atque sincera instruit, et blandissimos affatus: Amo, et cupio, et te solum diligo, et sine te jam vivere nequeo: et cetera, quis mulieres et alios inducunt, et suas testantur affectiones. Capistroque me prehensum, more quo didiceram, declinat facile. Quippe quum nil novi nihilque difficile facturus mihi viderer; præsertim post tamtum temporis, tam formosæ mulieris cupientis amplexus obiturus. Nam et vino pulcherrimo atque copioso memet madefeceram; et unguento fragrantisimo prolubium libidinis suscitaram.

Sed angebar plane non exili metu, reputans quemadmodum tantis tamque magnis cruribus possem delicatam matronam inscendere; vel tam lucida, tamque tenera et lacte ac melle confecta membra duris ungulis complecti: labiasque modicas ambrosio rore purpurantes tam amplo ore tamque enormi et saxeis dentibus deformis saviari: novissime, quo pacto quamquam ex unguiculis perpruriscens, mulier tam vastum genitale susciperet. Heu me, qui dirupta nobili femina, bestiis objectus, manus instructurus sim mei domini! Molles interdum voculas, et asidua savia, et dulces gannitus, commorsicantibus oculis, iterabat illa. Et in summa, Teneo te, inquit, teneo meum palumbulum, meum passerem. Et cum dicto, vanas fuisse cogitationes meas, ineptumque monstrat metum. Artisime namque complexa, totum me, prorsus sed totum recepit. Illa vero, quotiens ei parcens nates recellebam accedens totiens nisu rabido, et spinam prehendens meam, appliciore nexu inhærebat: ut Hercules etiam deesse mihi aliquid ad supplendam ejus libidinem crederem; nec Minotauri matrem frustra delectatam putarem adultero mugiente.

Nota de transcripción

Los dos párrafos anteriores han sido puestos en latín por el editor, presumiblemente por su carácter explícito. La traducción que hizo de ellos López de Cortegana, en castellano del final del siglo XV, fue la siguiente:

«Esto hecho besome muy apretadamente, no de la manera que suelen besar las mujeres que están en el burdel, u otras rameras de mandonas, o las que suelen recibir a los negociantes que vienen, sino pura y sinceramente sin engaño. Y dende comenzome a hablar muy blandamente, diciendo: Yo te amo, y te deseo, y a ti solo, y sin ti ya no puedo vivir: y semejantes cosas con que las mujeres atraen a otros, y les declaran sus aficiones y amor que les tienen. Así que tomome por el cabestro, y como ya sabía la costumbre de aquel negocio, fácilmente me hizo abajar. Mayormente que yo bien veía que en aquello ninguna cosa nueva ni difícil hacía, cuanto más a cabo de tanto tiempo que hubiese dicha de abrazar una mujer tan hermosa, y que tanto me deseaba. Demás de esto yo estaba harto de muy buen vino, y con aquel ungüento tan oloroso que me había untado, desperté mucho más el deseo y aparejo de la lujuria.

»Verdad es que me fatigaba entre mí no con poco temor, pensando en qué manera un asno como yo podría abrazar con mis duras uñas, unos miembros tan blancos y tiernos hechos de miel y de leche: y también aquellos labios delgados, colorados como rocío de púrpura, había de tocar con una boca tan ancha y grande: y besarla con mis dientes disformes y grandes como de piedra. Finalmente que yo conocía que aquella dueña estaba encendida dende las uñas hasta los cabellos; guay de mí, que rompiendo una mujer hija dalgo como aquella, yo había de ser echado a las bestias bravas que me comiesen y despedazasen, y haría fiesta a mi señor. Ella entretanto tornaba a decir aquellas palabras blandas, besándome muchas veces y diciendo aquellos halagos dulces con los ojos amodorridos diciendo en suma: Téngote, mi palomino, mi pajarito: y diciendo esto mostró que mi miedo y mi pensamiento era muy necio. Tanto que por Dios yo creía que me faltaba algo para suplir su deseo, por lo cual yo pensaba que no de balde la madre del Minotauro se deleitaba con el toro su enamorado.»

Ya que la noche trabajosa y muy velada era pasada, ella, escondiéndose de la luz del día, partiose de mañana, dejando acordado otro tanto precio para la noche venidera, lo cual aquel mi maestro concedió de su propia gana sin mucha dificultad por dos cosas: lo uno por la ganancia que a mi causa recibía; lo otro, por aparejar nueva fiesta para mi señor. En fin, que sin tardanza ninguna le descubrió todo el aparato del negocio y en qué manera había pasado.

Cuando él oyó esto, hizo mercedes magníficamente a aquel su criado, y mandó que él me aparejase para hacer aquello en una fiesta pública.

V.

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Cómo se buscaba a una mujer que estaba condenada o muerte, para que en unas fiestas tuviese acceso con el asno en el teatro público, y cuenta el delito que había cometido aquella mujer.

Porque aquella buena de mi mujer, por ser de linaje y honrada, ni tampoco otra alguna se pudo hallar para aquello, buscose una de baja condición por gran precio (la cual estaba condenada por sentencia de la justicia, para ser echada a las bestias), para que públicamente, delante del pueblo, en el teatro, se echase conmigo; de la cual yo supe esta historia:

Aquella mujer tenía un marido, el padre del cual, partiéndose a otra tierra muy lejos, dejaba preñada a su mujer, madre de aquel mancebo, y mandole que si pariese hija, que luego que fuese nacida la matase.

Ella parió una hija, y por lo que el marido le había mandado, habiendo piedad de la niña, como las madres la tienen de sus hijos, no quiso cumplir aquello que su marido le dijo, y dióla a criar a un vecino.

Después que tornó el marido, díjole como había muerto a una hija que parió. Pero después que ya la moza estaba para casar, la madre no la podía dotar sin que el marido lo supiese, y lo que pudo hacer fue que descubrió el secreto a aquel mancebo hijo suyo, porque temía quizá por ventura no se enamorase de la moza, y con el calor de la juventud, no sabiéndolo, incurriese en mal caso con su hermana, que tampoco lo sabía.

Mas aquel mancebo, que era hombre de noble condición, puso en obra lo que su madre le mandaba y lo que a su hermana cumplía, y guardando mucho el secreto, por la honra de la casa de su padre, y mostrando de parte de fuera una humanidad común entre los buenos, quiso satisfacer a lo que era obligado a su sangre, diciendo que por ser aquella moza su vecina desconsolada y apartada de la ayuda y favor de sus padres, la quería recibir en su casa so su amparo y tutela, porque la quería dotar de su propia hacienda y casarla con un compañero muy su amigo y allegado.

Pero estas cosas, así con mucha nobleza y bondad bien dispuestos no pudieron huir de la mortal envidia de la fortuna; por disposición de la cual, luego los crueles celos entraron en la casa del mancebo, y luego la mujer de aquel mancebo, que ahora estaba condenada a ser echada a las bestias por aquellos males que hizo, comenzó primeramente a sospechar contra la moza que era su combleza y que se echaba con su marido, y por esto decía mal de ella. De aquí se puso en acecharlos por todos los lazos de la muerte.

Finalmente, que inventó y pensó su traición y maldad de esta manera:

Esta mujer hurtó a su marido el anillo y fuese a la aldea donde tenía sus heredades, y envió a un esclavo suyo que le era muy fiel, aunque él merecía mal por la fe que le tenía, para que dijese a la moza que aquel mancebo, su marido, la llamaba que viniese luego allí a la aldea, adonde él estaba, añadiendo a esto que muy prestamente viniese sola y sin ningún compañero, y por que no hubiese causa para tardarse, dio el anillo que había hurtado a su marido, el cual, como lo mostrase ella, daría fe a sus palabras. El esclavo hizo lo que su señora le mandaba, y como aquella doncella oyó el mandado de su hermano, aunque este nombre no lo sabía otro, viendo la señal que le mostró, prestamente se partió sin compañía como le era mandado.

Pero después que caída en el hoyo del engaño, sintió las asechanzas y lazos que le estaban aparejadas, aquella buena mujer, desenfrenada, y con los estímulos de la lujuria, tomó a la hermana de su marido. Primeramente, desnuda, la hizo azotar cruelmente, y aunque ella, hablando lo que era verdad, decía que por demás tenía pena y sospecha que era su combleza, y llamado muchas veces el nombre de su hermano, aquella mala mujer la lanzó un tizón ardiendo entre las piernas, diciendo que mentía y fingía aquellas cosas que decía, hasta que cruelmente la mató.

Entonces, el marido de esta y su hermano, supo su amarga muerte por los que corrieran presto a la aldea donde estaba, y después de muy llorada, pusiéronla en la sepultura.

El mancebo, su hermano, no pudiendo tolerar ni sufrir con paciencia la rabiosa muerte de su hermana, y que sin causa había sido muerta, conmovido y apasionado de gran dolor que tenía en medio de su corazón, encendido de un mortal furor de la amarga cólera, ardía con una fiebre muy ardiente y encendida, de tal manera, que ya a él le parecía tomar medicinas.

Pero la mujer, la cual antes de ahora había perdido con la fe el nombre de su mujer, habló a un físico, que notoriamente era falsario y mal hombre, el cual tenía ya hartos triunfos de su mano, y era conocido en las batallas de semejantes victorias, y prometiole cincuenta ducados por que le vendiese ponzoña que luego matase, y ella comprase la muerte de su marido; la cual, como vido la ponzoña, fingió que era necesario aquel noble jarabe que los sabios llaman sagrado, para amansar las entrañas y sacar toda la cólera. Pero en lugar de esta medicina que ella decía, puso otra maldita para ir a la salud del infierno.

El físico, presentes todos los de casa y algunos amigos y parientes, quería dar al enfermo aquel jarabe, muy bien destemplado por su mano, pero aquella mujer, audaz y atrevida, por matar juntamente al físico con su marido, como a hombre que sabía su traición, y no la descubriese, y también por quedarse con el dinero que le había prometido, detuvo el vaso que el físico tenía, y dijo:

—Señor doctor, pues eres el mejor de los físicos, no consiento que des este jarabe a mi marido sin que primeramente tú bebas de él una buena parte; porque ¿cómo sé yo ahora si por ventura está en él escondida alguna ponzoña mortal? Cierto no se ofende, siendo tan prudente y tan docto físico, si la buena mujer, deseosa y solícita acerca de la salud de su marido, procura piedad para su salud necesaria.

Cuando el físico esto oyó, fue súbitamente turbado por la maravillosa desesperación de aquella mujer, y viéndose privado de todo consejo por el poco tiempo que tenía para pensar que con su miedo o tardanza diese sospecha a los otros de su mala conciencia, gustó una buena parte de aquella poción.

El marido, viendo lo que el físico había hecho, tomó el vaso en la mano y bebió lo que quedaba.

Pasado el negocio de esta manera, el médico se tornaba a su casa lo más presto que podía, por tomar alguna saludable poción para apagar y matar la pestilencia de aquel vino que había tomado. Pero la mujer, con porfía y obstinación sacrílega, como ya lo había comenzado, no consintió que el médico se apartase de ella tanto como una uña, diciendo que no se partiese de allí hasta que el jarabe que su marido había tomado fuese digerido, y pareciese probado lo que la medicina obraba.

Finalmente, que fatigada de los ruegos e importunaciones del físico, contra su voluntad, y de mala gana, lo dejó ir.

Entretanto, las entrañas y el corazón habían recibido en sí aquella ponzoña furiosa y ciega; así que él, lisiado de la muerte y lanzado en una graveza de sueño que ya no se podía tener, llegó a su casa, y apenas pudo contar a su mujer cómo había pasado. Mandole que, al menos, pidiese los cincuenta ducados que le había ofrecido, en remuneración de aquellas dos muertes. En esta manera aquel físico, muy famoso abogado, con la violencia de la ponzoña dio el ánima.

Ni tampoco aquel mancebo, marido de esta mujer, detuvo mucho la vida, porque entre las fingidas lágrimas de ella, murió de otra muerte semejante.

Después que el marido fue sepultado, pasando pocos días, en los cuales se hacen exequias a los muertos, la mujer del físico vino a pedir el precio de la muerte doblada de ambos maridos; pero aquella mujer mala, en todo semejante a sí misma, suprimiendo la verdad y mostrando semejanza de querer cumplir con ella, respondiole muy blandamente, prometiendo que la pagaría largamente y aun más adelante, y que luego era contenta con tal condición, que le quisiese dar un poco de aquel jarabe para acabar el negocio que había comenzado.

La mujer del físico, inducida por los lazos y engaños de aquella mala hembra, fácilmente consintió en lo que le demandaba, y por agradar y mostrarse ser servidora de aquella mujer que era muy rica, muy prestamente fue a su casa y trajo toda la bujeta de la ponzoña, y diósela a aquella mujer, la cual, hallada causa y materia de grandes maldades, procedió adelante largamente con sus manos sangrientas.

Ella tenía una hija pequeña de aquel marido que poco ha había muerto, y a esta niña, como la venían por sucesión los bienes de su padre, como el derecho manda, queríala muy mal, y codiciando con mucha ansia todo el patrimonio de su hija, deseábala ver muerta. Así que ella, siendo cierto que las madres, aunque sean malas, heredan los bienes de los hijos difuntos, deliberó de ser tan buena madre para su hija cual fue mujer para su marido, de manera que cuando vio tiempo ordenó un convite, en el cual hirió con aquella ponzoña a la mujer del físico, juntamente con su misma hija, y como la niña era pequeña y tenía el espíritu sutil, luego la ponzoña rabiosa se entró en las delicadas y tiernas venas y entrañas, y murió la mujer del físico.

En tanto que la tempestad de aquella poción detestable andaba dando vueltas por sus pulmones, sospechando primero lo que había de ser, y luego como se comenzó a hincar, ya más cierta que lo cierto, corrió presto a la casa del senador, y con gran clamor comenzó a llamar su ayuda y favor, a las cuales voces el pueblo todo se levantó con gran tumulto. Diciendo ella que quería descubrir grandes traiciones, hizo que las puertas de la casa, y juntamente las orejas del senador, se le abriesen, y contadas por orden las maldades de aquella cruda mujer desde el principio, súbitamente tomó un desvanecimiento de cabeza, cayó con la boca medio abierta, que no pudo más hablar, y dando grandes tenazadas con los dientes, cayó muerta ante los pies del senador.

Cuando él vio esto, como era hombre ejercitado en tales cosas, maldiciendo la maldad de aquella hechicera, que a tantos había muerto, no permitió que el negocio se enfriase con perezosa dilación, y luego, traída allí aquella mujer, apartados los de su cámara, con amenazas y tormentos sacó de ella toda la verdad, y así fue sentenciada que la echasen a las bestias.

Como quiera que esta pena era menor que la que ella merecía, diéronsela, porque no se pudo pensar otro tormento que más digno fuese para su maldad.

Tal era la mujer con quien yo había de hacer matrimonio públicamente, por lo cual, estando así suspenso, tenía conmigo muy gran pena y fatiga, esperando el día de aquella fiesta, y por cierto muchas veces pensaba tomar la muerte con mis manos y matarme, antes que ensuciarme juntándome yo con mujer tan maligna, o que hubiese yo de perder la vergüenza con infamia de tan público espectáculo.

Pero privado yo de manos humanas, y privado de los dedos, con la uña redonda y maciza no podía apretar espada ni cuchillo para hacer lo que quería. En fin, yo consolaba estas mis extremas fatigas con una muy pequeña esperanza, y era que el verano comenzaba ya, y que pintaba todas las cosas con hierbezuelas floridas, y vestía los prados con flores de muchos colores, y que luego las rosas, echando de sí olores celestiales, salidas de su vestidura espinosa, resplandecerían y me tornarían a mi primer Lucio, como yo antes era.

VI.

Índice

Lucio, asno, cuenta cómo se representó en un teatro
el Juicio de Paris y otras cosas, y cómo huyó de allí.

Mi señor, determinando hacer gran fiesta al pueblo, como ya dije, mandó hacer un teatro muy suntuoso, en el cual se habían de hacer muchos juegos e invenciones, y yo había de ser el postrer juego, porque había de bailar y hacer mis habilidades delante de todo el pueblo, y después de todo esto, habían de soltar muchas fieras bravas y fuertes a una mujer que tenía graves crímenes, para que la comiesen.

En esto he aquí do viene el día que era señalado para aquella fiesta, y con gran pompa y favor, acompañándome todo el pueblo, yo soy llevado al teatro. Y en tanto que comenzaban a hacer principio de la fiesta ciertas danzas y representaciones, yo estuve quedo ante la puerta del teatro, paciendo grama y otras hierbas frescas, que yo había gran placer de comer; la puerta del teatro estaba abierta y sin impedimento; muchas veces recreaba los ojos, mirando aquellas fiestas graciosas. Porque allí había mozos y mozas de florida edad, hermosos en sus personas y resplandecientes en las vestiduras, saltadores, que bailaban y representaban una fábula griega que se llama pírrica, los cuales, dispuestos sus órdenes, daban sus graciosas vueltas, unas veces en rueda, otras en ordenanza torcida, otras veces hechos una cuña en manera cuadrada, y apartándose unos de otros.

Después que aquella trompa con que tañían hizo señal que acababan ya la danza, fueron quitados los paños de raso que allí había, y cogidas las velas aparejose el aparato de la fiesta, el cual era de esta manera:

Estaba allí un monte de madera, hecho a la forma de aquel muy nombrado monte, el cual el gran poeta Homero celebró llamándolo Ida, adornado y hecho de muy excelente arte, lleno de matas y árboles verdes; y encima del altura del monte manaba una fuente de agua muy hermosa, hecha de mano de carpintero, y allí andaban unas pocas cabrillas, que comían de aquellas hierbas. Estaba allí un mancebo muy hermosamente vestido, con un sombrero de oro en la cabeza y una ropa al hombro, a manera de Paris, pastor troyano, el cual mancebo fingía ser pastor de aquellas cabras.

En esto vino un muchacho muy lindo, desnudo, salvo que en el hombro izquierdo llevaba una ropa blanca, los cabellos rubios; entre ellos saltaban unas plumas de oro, juntas unas a otras. El cual, según el instrumento y verga que llevaba en la mano, manifestaba ser Mercurio.

Este, saltando y bailando con una manzana de láminas de oro que llevaba en su mano, llegó a aquel que parecía ser Paris, y diósela, diciéndole lo que Júpiter mandaba que hiciese, y luego se fue.

Entró luego una doncella honesta en su gesto, semejante a la diosa Juno, porque traía con una diadema blanca ligada la cabeza, y traía asimismo un cetro real. Tras de esta salió otra que luego parecía que era Minerva, la cabeza cubierta con un yelmo resplandeciente, y encima traía una corona de ramos de oliva, con una lanza y una adarga, meneándola a una parte y a otra, como cuando ella pelea. Después de estas entró otra muy poderosa; con hermosa vista y la gracia de su divino color, manifestaba que debía ser la diosa Venus, cual ella era cuando fue doncella, el cuerpo desnudo y sin ninguna vestidura, mostrando su perfecta hermosura, salvo que con un velo sutil de seda cubría su vergüenza, el cual velo un airecillo curioso enamoradamente meneaba. El color de esta diosa era tan hermoso, que el cuerpo era blanco y claro, como cuando sale del cielo, y la vestidura azul, como cuando torna de la mar.

Estas tres doncellas, que representaban aquellas tres diosas, traían sus compañas consigo que las acompañaban. A Juno acompañaban Cástor y Pólux, cubiertas las cabezas con sus yelmos y cimeras adornados de estrellas; pero estos dos pastores eran dos muchachos de aquellos que representaban la fábula. Esta doncella, aunque la trompa tenía diversos sones y bailes, salió muy reposada y sin hacer gesto ninguno, y honestamente, con su rostro sereno, prometió al pastor, que si le diese aquella manzana, que era premio de la hermosura, le daría el reino y señorío de toda Asia. A la otra doncella, que en el atavío de sus armas parecía Minerva, acompañaban dos muchachos pajes, que llevaban las armas de esta diosa de las batallas, a los cuales llamaban, al uno Espanto, y al otro Miedo. Estos venían saltando y esgrimiendo con sus espadas sacadas; a las espaldas de ellos estaban las trompetas, que tañían como cuando entran en las batallas, y junto con las trompetas bastardas tocaban clarines, de manera que incitaban a gana de ligeramente saltar.

Esta doncella, volviendo la cabeza, y con los ojos que parecía que amenazaban, saltando y dando vueltas muy alegremente, decía a Paris, que si le diese la victoria de la hermosura, que lo haría muy esforzado y muy famoso, con su favor y ayuda en los triunfos de las batallas.

Después de esto, he aquí do sale Venus, con gran favor de todo el pueblo que allí estaba, y en medio del teatro, cercada de muchachos alegres y hermosos, y riéndose dulcemente, estuvo queda con gentil continencia.

Cierto, quien quiera que viera aquellos niños gordos y blancos, dijera que eran dioses del amor, como Cupido, que a honrarla habían salido de la mar, o volado del cielo, porque ellos conformaban en las plumas, arcos y saetas, y en todo el otro hábito, al dios Cupido, y llevaban hachas encendidas, como si su señora Venus se casara. Asimismo, otro linaje de damas hermosas la cercaban: de una parte, las gracias agradables, y de la otra, las muy hermosas horas, que son ninfas que acompañan a Venus, las cuales, por agradar a su señora, con sus guirnaldas de flores, y otras en las manos que por allí echaban y derramaban, hacían un corro muy bien ordenado por dar placer a su señora con aquellas hierbas y flores del verano.

Ya las chirimías tocaban dulcemente aquellos cantos y sones músicos y suaves, los cuales deleitaban suavemente los corazones de los que allí estaban mirando; pero muy más suavemente se conmovían con la vista de Venus, la cual muy paso a paso, por medio de aquellos niños y de sus plumas y alas, moviendo poco a poco la cabeza, comenzó a andar, y con su gesto y aire delicado a responder al son y canto de los instrumentos, una vez bajando los ojos, otra vez parecía que amenazaba con las pestañas, y algunas veces parecía que saltaba con solos los ojos. Esta, como llegó ante la presencia del juez, echole los brazos al cuello, prometiéndole que si ella llevase la victoria, que le daría una mujer tan hermosa como ella.

Entonces aquel mancebo troyano de muy buena gana le metiera en la mano aquella manzana de oro, que era victoria.

¿De qué os maravilláis, hombres muy viles, letrados y abogados, y aun digo buitres de rapiña en hábitos de hombre, si ahora todos los jueces venden por dinero sus sentencias, porque, en el comienzo de todas las cosas del mundo, la gracia y hermosura corrompió el juicio que se trataba entre los dioses y el hombre?

Y aquel pastor rústico, juez elegido por el gran Júpiter, vendió la primera sentencia de aquel antiguo siglo, por ganancia de su lujuria, con destrucción y perdimiento de todo su linaje.

Por cierto, de esta manera aconteció otro juicio hecho entre los capitanes griegos.

Cuando Palamedes, poderoso en armas, fue condenado de traición, o cuando Ulises fue preferido a Áyax.

Pues que tal fue aquel otro juicio cerca de los letrados y discretos de Atenas y los otros maestros de toda la ciencia.

Por ventura, aquel viejo Sócrates, de divina prudencia, el cual fue preferido a todos los mortales en sabiduría por el dios Apolo, ¿no fue muerto con el zumo de la hierba mortal, acusado por engaño y envidia de malos hombres, diciendo que era corrompedor de la juventud, la cual antes él constreñía y apretaba con el freno de su doctrina, y murió dejando a los ciudadanos de Atenas mácula de perpetua ignominia? Mayormente que los filósofos de este tiempo desean y siguen su doctrina santísima, y con grandísimo estudio y afición de felicidad juran por su nombre. Mas porque alguno no reprenda el ímpetu de mi enojo, diciendo entre sí de esta manera: ¿Cómo es ahora razón que suframos un asno que nos esté aquí diciendo filosofías? tornaré otra vez a contar la fábula donde la dejé.

Después que fue acabado el Juicio de Paris, aquellas diosas, Juno y Minerva, tristes, y semejantes, y enojadas, fuéronse del teatro, manifestando en sus gestos la indignación y pena de la injusticia que les era hecha. Pero la diosa Venus, gozosa y muy alegre, saltando y bailando con toda su compañía, manifestó su alegría.

Entonces, encima de aquel monte, por un caño escondido, salió una fuente de agua de color de azafrán, y cayendo de arriba, roció aquellas cabras que andaban allí paciendo, con aquella agua olorosa, en tal manera, que teñidas y pintadas del agua, mudaron el color blanca que era propio suyo, en color amarillo. Así que oliendo suavemente todo el teatro ya que era acabada toda la fábula, sumiose todo aquel monte de madera en una abertura grande de la tierra que allí estaba hecha.

Acabados estos juegos, luego empezó mi maestro a aparejar el teatro para yo ir a danzar. Mas como yo era asno vergonzoso, y no hacía mis cosas públicas, hallando ocasión de tomar las riñas y acogerme, determiné hacerlo, entretanto que mi maestro aparejaba el teatro, y la otra gente que allí estaba, los unos estaban ocupados en mirar la caza de las bestias, los otros atónitos en aquel espectáculo y fiesta deleitosa, en tal manera que daban libre albedrío a mi pensamiento para poner en obra mi huida, y también nadie tenía pensamiento ni se curaba de aguardar un asno tan manso. Así que poco a poco comencé a retraer los pies horriblemente, y de que llegué a la puerta de la ciudad, que estaba cerca de allí, eché a correr cuanto pude muy apresuradamente, y andadas seis millas, en breve espacio llegué a Céncreas, que es una villa muy noble de los Corintios, junta con ella el mar Egeo de la una parte, y de la otra el mar Sarónico, adonde, porque hay puerto seguro para las naos, es frecuentada de muchos mercaderes y pueblos.

Cuando yo allí llegué, aparteme de la gente que no me viese, y en la ribera de la mar, secretamente, cerca del rocío de las ondas del agua, me eché en un blando montón de arena, y allí recreé mi cuerpo cansado, porque ya el carro del Sol había bajado y puesto último término al día; adonde yo estando descansando de noche, un dulce sueño me tomó.