LIBRO XI.

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ARGUMENTO.

Nuestro Lucio Apuleyo todo es lleno de doctrina y elegancia; pero este último libro excede a todos los otros: en el cual dice algunas cosas simplemente y muchas de historia verdadera, y otras muchas sacadas de los secretos de la filosofía y religión de Egipto. En el principio explica con gran elocuencia una oración, no de asno, mas de elocuente orador, que hizo a la Luna, y luego la respuesta de la Luna. — La copiosa y muy discreta descripción de la pompa sacerdotal. — La reformación del asno en hombre, comidas las rosas. — La entrada que hizo en la religión de Isis. — La abstinencia de su castidad. — Y otra oración que hizo a la Luna. — Y después la feliz jornada que hizo a Roma, adonde, ordenado en las cosas sagradas, de allí fue puesto en el colegio de los principales sacerdotes. — Hablarán copiosamente, que es difícil a la letra tornarlo en nuestro romance: haya paciencia quien lo leyere, y no culpe lo que él, por ventura, no podrá hacer.

I.

Índice

Cómo Lucio cuenta que, venido en aquel lugar de Céncreas, después del primer sueño vio la Luna, a la cual pidió le volviese a su primera forma de hombre.

Siendo ya de noche, yo desperté con un súbito pavor, y vi la luna relumbrando y con un resplandor grande, que a la hora salía de las ondas de la mar. Yo, hallándome solo y con la ocasión de la noche llena de silencio, pensaba que la Luna resplandece con gran majestad, y que todas las cosas humanas son regidas por su providencia, no tan solamente las animalias domésticas y bestias fieras, mas aun los que son sin ánima se esfuerzan y crecen por virtud de su lumbre, y también, por consiguiente, los mismos cuerpos en la tierra, en el aire y en la mar, ahora se aumentan con los crecimientos de la Luna, ahora se disminuyen cuando ella mengua. Pensando yo también que mi fortuna estaría ya harta con tantas tribulaciones y desventuras como me había dado, y que ahora, aunque tarde, me mostraba alguna esperanza de salud, deliberé de rogar y suplicar a aquella venerable diosa me diese su favor. Y luego, quitando de mí toda pereza, me levanté muy alegre, y con gana de limpiarme y purificarme, echeme en la mar metiendo la cabeza siete veces debajo del agua, porque aquel divino Pitágoras manifestó que aquel número septenario era en gran manera aparejado para la religión y santidad, y con el placer alegre, saliéndome las lágrimas de los ojos, suplicábale de esta manera:

—¡Oh, reina! ¡Ahora tú seas aquella santa Ceres, madre primera de los panes, que te alegraste cuando se halló tu hija, y quitado el manjar antiguo de las bellotas, mostraste manjar deleitoso! ¡Ahora tú seas aquella Venus celestial, que juntas los hombres con amor y haces los casamientos para haber generación! ¡Ahora tú seas hermana del Sol, que socorres a las mujeres en sus trabajosos partos! ¡Ahora tú seas aquella temerosa Proserpina a quien sacrificaban con aullidos de noche, y que oprimes las fantasmas con tu forma de tres caras, y refrenándote de los encerramientos de la tierra andas por diversas montañas y arboledas, y eres sacrificada y adorada por diversas maneras! ¡Tú alumbras todas las ciudades del mundo con esta tu claridad mujeril; y criando las simientes alegres, con tus húmedos rayos dispensas tu lumbre incierta con las vueltas y rodeos del Sol! ¡Por cualquier nombre, o por cualquier rito, o nombre que sea lícito llamarte, tú, señora, socorre y ayuda ahora a mis extremas angustias! ¡Tú levanta mi caída fortuna! ¡Tú da paz y reposo a los acaecimientos crueles por mí pasados y sufridos! ¡Basten ya los trabajos, basten ya los peligros, y quítame esta cara maldita de asno, y tórname a hacer Lucio, para que vea y goce de los míos! Y si por ventura a algún dios yo he enojado y me trata con crueldad inexorable, ¡consienta a lo menos que yo muera, pues que no me conviene que viva!

En esta manera habiendo hecho mis rogativas, tornome otra vez a venir gran sueño, y acosteme en el mismo lugar donde antes había dormido, para reposar y pasar la triste noche.

No había yo bien cerrado los ojos, he aquí aquella alegre cara, alzando su gesto honrado, salió de en medio de la mar, y de allí poco a poco su luciente figura, ya que estaba toda fuera del agua, pareció que se puso delante de mí. De la cual maravillosa imagen yo me esforzaré a contar, si el efecto de la lengua humana me diere para ello facultad, o si su divinidad me administrare abundante copia de facundia para poderlo decir.

Tenía los cabellos, muchos y muy largos, derramados por el divino cuello, que le cubrían las espaldas. Tenía en su cabeza una corona adornada de diversas flores, en medio de la cual estaba una redondez llana, a manera de espejo, que resplandecía la lumbre de él, para demostración de la luna. De la una parte y de la otra había muchos surcos de arados, torcidos como culebras, y con muchas espigas de trigo por allí nacidas. Traía una vestidura de lino tejida de muchos colores: ahora era blanca y muy luciente, ahora amarilla como flor de azafrán, ahora inflamada con un color rosado, que, aunque estaba muy lejos, me quitaba la vista de los ojos. Traía encima otra ropa negra, que resplandecía la oscuridad de ella, la cual traía cubierta y echada por debajo del brazo diestro al hombro izquierdo como un escudo, pendiendo con muchos pliegues y dobleces. Era esta ropa bordada alderredor con sus trenzas de oro, y sembrada toda de unas estrellas muy resplandecientes, en medio de las cuales, la luna llena de quince días lanzaba de sí rayos inflamados. Y como quiera que esta ropa la cercaba toda, pendiendo de cada parte, y tenía la hermosa corona ligada con ella, adornada de diversas flores, manzanas, peras y otras frutas, con todo, en la mano tenía otra cosa muy diferente de lo que hemos dicho; porque ella tenía un pandero en la mano derecha, con sus sonajas de alambre y de plata atravesadas por medio con sus hierrecitos, y con un palillo dábale muchos golpes, que lo hacía sonar muy dulcemente.

En la mano izquierda traía un jarro de oro, y del asa del jarro, que era muy linda y pulida, salía una serpiente, que se llama áspid, alzando la cabeza y con el cuello muy alto.

En los pies, divinos y hermosos, traía unos alpargates hechos de hojas de palma. Tal y tan grande me pareció aquella diosa, echando de sí un olor divino, como los olores que se crían en Arabia, y tuvo por bien de hablarme de esta manera:

—Heme aquí, do vengo conmovida por tus ruegos, oh Lucio; sepas que yo soy madre y natura de todas las cosas, señora de todos los elementos, principio y generación de los siglos, la mayor de los dioses y reina de todos los difuntos, primera y una sola de todos los dioses y diosas del cielo, que dispenso con mi poder y mando las alturas resplandecientes del cielo, y las aguas saludables de la mar, y los secretos lloros del infierno.

A mí sola y a una diosa honra y sacrifica todo el mundo en muchas maneras de nombres. De aquí los troyanos, que fueron los primeros que nacieron en el mundo, me llaman Pesimútica, madre de los dioses. De aquí asimismo los Atenienses naturales y allí nacidos, me llaman Minerva Cecropea, y también los de Chipre, que moran cerca de la mar, me nombran Venus Pafia; los Arqueros y Sagitarios de Cresa, Diana; los Sicilianos de tres lenguas me llaman Proserpina; los Eleusinos, la diosa Ceres antigua. Otros me llaman Juno, otros Belona, otros Ecates, otros Ranusia.

Los Etíopes, ilustrados de los hirvientes rayos del Sol cuando nace, y los Arios y Egipcios poderosos y sabios, donde nació toda la doctrina, cuando me honran y sacrifican con mis propios ritos y ceremonias, me llaman mi verdadero nombre, que es la reina Isis. Habiendo merced de tu desastrado caso, vengo en persona a favorecerte y ayudarte; por eso deja ya esos lloros y lamentaciones; aparta de ti toda tristeza y fatiga, que ya por mi providencia es llegado el día saludable para ti. Así que con mucha solicitud y diligencia entiende y cumple lo que te mandare.

El día de mañana nombro la religión de los hombres, y lo festivo y dedico para siempre en mi nombre; porque apaciguadas las tempestades del invierno, y amansadas las ondas y tormentas de la mar, estando ya manso para navegar, los sacerdotes de mi templo me sacrificaban una barca nueva en señal y primicia de su navegación.

Esta mi fiesta no la debes tú esperar con pensamiento profano; porque por mi aviso y mandado, el sacerdote que fuere en esta procesión llevará en la mano derecha una guirnalda de rosas. Así que, sin empacho ni tardanza, alegre, apartando la gente, llégate a la procesión, confiado en mí, y blandamente llégate al sacerdote, y morderás de aquellas rosas, las cuales comidas, luego yo te desnudaré del cuero de esta pésima y detestable bestia, en que ha tantos días andas metido, y no temas cosa alguna de lo que te digo, pensando ser cosa difícil; porque yo mando en sueños al sacerdote lo que ha de hacer para que esto venga a efecto; por mi mandado el pueblo, aunque esté muy apretado, se apartará y te dará lugar, y ninguno de cuantos allí hubiere se espantarán en ver esta cara disforme que traes. Ni tampoco acusará maliciosamente, ni interpretará en mala parte, que tu figura súbitamente sea tornada en hombre.

De una cosa te recordarás y tendrás siempre escondida en lo íntimo de tu corazón: que todo el tiempo de tu vida que de aquí adelante vivieres, hasta el último término de ella, todo aquello que vives lo debes, con mucha razón, a aquella por cuyo beneficio tornas a estar entre los hombres. Tú vivirás placentero y honrado debajo de mi amparo, y cuando hubieres acabado el espacio de tu vida y entrares en el infierno, allí, en aquel subterráneo medio redondo, me verás que alumbro a las tinieblas del río Aqueronte y que reino en los palacios secretos del infierno, y tú, que estarás y morarás en los campos Elíseos, muchas veces me adorarás como a tu abogada cierta y propicia.

Demás de esto, sepas que si con servicios continuos, actos religiosos y perpetua castidad merecieres mi gracia, yo te podré alegrar, y a mí solamente conviene prolongarte la vida allende el tiempo constituido a tu término. En esta manera, acabada la habla de esta venerable visión, desapareció delante de mis ojos, tornándose en sí misma.

II.

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Escribe con grande elocuencia una solemne procesión que los sacerdotes hicieron a la Luna, en la cual procesión el asno apañó las rosas de las manos del gran sacerdote, y, comidas, se volvió hombre.

No tardó mucho que yo desperté de aquel sueño; me levanté con un pavor y gozo, y asimismo mezclado de un gran sudor, maravillándome mucho de tan clara presencia de esta diosa poderosa, y rociándome con el agua de la mar, estando muy atento a sus grandes mandamientos, recolegía entre mí la orden de su munición.

En esto estando, no tardó mucho que el Sol dorado salió apartando las tinieblas de la noche oscura, y llegándome a la ciudad, yo vi que la gente y pueblo de ella henchían todas las plazas en hábito religioso, y triunfante con tanta alegría, que demás del placer que yo tenía, me parecía que todas las cosas se alegraban, en tal manera, que hasta los bueyes y brutos animales, y todas las cosas, y aun el mismo día, sentía yo que con alegres gestos se gozaban, porque el día sereno y apacible había seguido a la lluvia que otro día antes había hecho. En tal manera, que los pajaritos y avecicas, alegrándose del vapor del verano, sonaban cantos muy dulces y suaves, halagando blandamente a la madre de las estrellas, principio de los tiempos, señora de todo el mundo.

¿Qué puedo decir, sino que los árboles, así los que dan fruto, como los que se contentan con solamente su sombra, meneando y alzando las ramas con el viento Austro, se reían y alegraban con el nuevo nacimiento de sus hojas, y con el manso movimiento de sus ramos chiflaban y hacían un dulce estrépito? El mar, amansado de la tormenta y tempestad, y depuesto el rumor e hinchazón de las ondas, estaba templado y con reposo. El cielo, alanzando de sí las oscuras nubes, relumbraba con la serenidad y resplandor de su propia lumbre.

He aquí donde vienen delante de la procesión, poco a poco, muchas maneras de juegos, hermosamente adornados; uno venía en hábito de caballero, ceñido con su banda; otro vestido su vestidura y zapatos de caza, con un venablo en la mano, representando un cazador; otro vestido con una ropa de seda y chapines dorados y otros ornamentos de mujer, con una cabellera de cabellos rubios en la cabeza, andando pomposamente, y otro venía todo armado con quijotes y capacete y babera, y su espada y broquel en la mano, que parecía que salía del juego de la esgrima.

No faltaba otro que le seguía vestido de púrpura, con insignias de senador, y tras de este otro con su bordón, esclavina y alpargates, y con sus barbas de cabrón representaba y fingía persona de filósofo. Otro iba con diversas cañas, la una para cazar aves con un visco, y otras para pescar peces con anzuelo.

Demás de esto, vi asimismo que llevaban una osa mansa asentada en una silla y vestida en hábito de mujer casada y honrada. Otro llevaba una mano, con un sombrerete velloso en la cabeza, y vestida con un sayo amarillo, con una copa de oro, que parecía a Ganímedes, aquel pastor troyano que Júpiter arrebató para su servicio. Tras de esto, vi que iba allí un asno con alas, que representaba aquel caballo Belerofonte, y cerca de él andaba un viejo, que podía decir quien lo viese que era Pegaso, como quiera que podía reírse y burlar de entrambos a dos.

Entre estas cosas de juegos que popularmente allí se hacían, ya se aparejaban y venía la fiesta y pompa de mi propia diosa, que me había de librar de tanta tribulación, y delante de ella venían muchas mujeres resplandecientes, con vestiduras blancas, y alegres, con diversas guirnaldas de flores que traían, las cuales henchían de flores, que sacaban de sus senos, las calles y plazas por donde venía la fiesta y procesión. Otras llevaban en las espaldas unos espejos resplandecientes, por mostrar a la diosa, que venía tras de ellas, el servicio y fiesta que le hacían. Otras había que rociaban las plazas con muchas aguas olorosas.

Demás de esto, iba gran muchedumbre de hombres de toda suerte, y mujeres con sus candelas, hachas y cirios, y con otro género de fuego artificial, con muchas banderas de seda de muchas invenciones y artes hechas, favoreciendo y honrando las estrellas celestiales. También iban muchos instrumentos de música, así como sinfonías, y suaves flautas y chirimías, que cantaban muy dulcemente, a las cuales seguía una danza de muy hermosas doncellas, con sus alcandoras blancas, cantando un canto muy gracioso, el cual, con favor de las musas, ordenó aquel sabio poeta, en el cual se contenía el argumento y ordenanza de toda la fiesta.

Otros iban cantando dulces canciones de mayores votos, y otros con trompetas dedicadas al gran dios de Egipto, Serapis, los cuales, con las trompetas retorcidas puestas a la oreja derecha, cantaban aquellos versos familiares del templo y de la diosa. Otros muchos había que iban haciendo lugar por donde pasase la fiesta.

En esto vino una gran muchedumbre de hombres y mujeres de toda suerte y edad, relumbrando con vestiduras de lino puro y muy blanco; mezcláronse con los sacerdotes que allí iban. Las unas llevaban los cabellos untados con olores y ligados en limpios y blandos trenzados. Los hombres llevaban las cabezas raídas, reluciéndoles las coronas como estrellas terrenales de gran religión, tañendo y haciendo dulce sonido con panderos y sonajas de alambre y de plata y aun también de oro. Y aquellos principales sacerdotes, que iban vestidos de aquellas vestiduras blancas hasta los pies, llevaban las alhajas e insignias de sus poderosos dioses.

El primero de los cuales llevaba una lámpara resplandeciente, no semejante a nuestra lumbre con que nos alumbramos a las cenas de la noche, pero era un jarro de oro; tenía la boca ancha, por donde echaba la llama de la lumbre largamente. El segundo iba vestido semejante a este, pero llevaba en ambas manos un altar, que quiere decir auxilio, al cual, la providencia de la soberana diosa, que es ayudadora, le dio este propio nombre. Iba el tercero y llevaba en la mano una palma con hojas de oro sutilmente labradas, y en la otra un caduceo, que es instrumento de Mercurio. El cuarto mostró un indicio y señal de equidad, conviene a saber: llevaba la mano izquierda extendida, la cual, por ser de su natural perezosa y que no es astuta ni maliciosa, parece que es más aparejada y conveniente a la igualdad y razón, que no la mano derecha. Este mismo llevaba en la otra mano un vaso de oro redondo y hecho a manera de teta, del cual salía leche. El quinto traía una criba de oro, llena de ramos dorados.

No tardaron tras de esto de salir los dioses, que tuvieron por bien de andar sobre pies humanos. Aquí venía Mercurio, mensajero de los dioses, con la cara negra, ahora de oro, alzando la cerviz, y cabeza de perro; el cual traía en la mano izquierda un caduceo, y con la derecha sacudiendo una palma. Tras de él seguía una vaca levantada en su estado, la cual es figura de la diosa madre de todas las cosas; porque como la vaca es útil y provechosa, así lo es esta diosa: la cual imagen o figura llevaba encima de sus hombros uno de aquellos sacerdotes, con pasos muy pomposos. Otro llevaba un cofre donde iban todas las cosas secretas de aquella religión. Otro, asimismo, llevaba en su regazo la venerable figura de su diosa soberana, la cual no era de bestia, ni de ave, ni de otra fiera, ni tampoco era semejante a figura de hombre.

Mas por una alta invención y novedad, para argumento inefable de la reverencia y gran silencio de su secreta religión, era una cosa de oro resplandeciente, figurado de esta manera: Un vaso pulidamente obrado, abajo redondo, y de parte de fuera bien esculpido, con figuras y simulacros de los Egipcios, la boca no muy alta, pero tenía un pico luengo como canal, por donde echaba el agua, y de la otra parte un asa muy larga y apartada del vaso, encima del cual estaba torcida una serpiente áspid, con la cerviz escamosa y el cuello alto y soberbio; y luego he aquí donde llegan mis hados y beneficios, que por la presente diosa me fueron prometidos, y el sacerdote que traía esta misma salud mía, allegó a cumplir el mandado a la divina promisión, el cual traía en su mano derecha un pandero con sonajas, y colgada de ella una corona de rosas, la cual, por cierto, a mi se me podía muy bien dar, porque había pasado tantos y tan grandes trabajos y peligros.

Con todo esto yo no me movía, súbitamente arremetiendo recio y con ferocidad, temiendo que por ventura con el ímpetu repentino de una bestia de cuatro pies no se turbase el orden de la procesión. Mas poco a poco, deteniéndome, con la cara alegre y el paso como de hombre de seso, bajando el cuerpo, dándome lugar el pueblo, por la gracia de la diosa, llegueme muy pasito cerca del sacerdote que llevaba las rosas, el cual, siendo ya amonestado y avisado de la diosa por el sueño y visión de la noche pasada, según que del mismo negocio yo pude conocer, maravillándose asimismo como todo aquello concordaba con lo que le había sido revelado, luego estuvo quedo y de su propia gana tendió su mano a mi boca y me dio la corona de rosas.

Entonces yo, temblando y dándome el corazón muchos saltos en el cuerpo, llegué a la corona, la cual resplandecía, tejida de rosas delicadas y frescas, y tomándola con mucha gana y deseo, deseosamente la tragué.

No me engañó la promesa celestial, porque luego a la hora se me cayó aquel disforme y fiero gesto de asno. Primeramente los pelos duros se me quitaron, y desde adelante el cuero grueso se adelgazó; el vientre, hinchado y redondo, se asentó; las plantas de los pies, que estaban hechas uñas, se tornaron dedos; las manos ya no eran pies como de antes, y se levantaron derechas para hacer su oficio; la cerviz, alta y grande, se achicó; la boca y la cabeza se redondeó; las orejas, grandes y gruesas, se tornaron a su primera forma, y también los dientes, que, eran crecidos, tornaron a ser menudos como de hombre; la cola, que principalmente me daba pena, desapareció.

Aquellas gentes y el pueblo que allí estaba se maravillaron todos. Los sacerdotes adoraron y honraron tan evidente potencia de la gran diosa y la magnificencia semejante a la revelación de la noche pasada y la facilidad de esta mi reforma, y alzando las manos al cielo, todos a una voz testificaban y decían este tan ilustre beneficio de su diosa. Yo, espantado y como pasmado, estaba quedo y callando, revolviendo en mi corazón tan repentino y tan gran gozo, que no cabía en mí, pensando qué era lo primero que principalmente había de comenzar a hablar, de dónde había de tomar el comienzo de la nueva voz. ¿Con qué palabras podría ahora la lengua, otra vez nacida, comenzar con mejor dicha? ¿Con cuáles y con cuántas palabras yo podría hacer gracias a tan gran diosa?

Pero el sacerdote, que por la divina revelación estaba informado de todos mis trabajos y penas desde el principio, como quiera que él también estaba espantado, hizo señal y mandó que primeramente me diesen una vestidura de lino con que me vistiese, porque yo, luego que vi que el asno me había despojado de aquella cobertura bruta y nefanda, apretadas las piernas estrechamente y puestas las manos encima, según que convenía a hombre desnudo, tapaba mis vergüenzas.

Entonces uno de la compañía de aquella religión, prestamente se quitó una ropa que traía, y cubriome. Lo cual así hecho, el sacerdote, con alegre gesto, estando pasmado de verme en la forma que me veía, me habló de esta manera:

—¡Oh, Lucio: habiendo tú padecido muchos y diversos trabajos con grandes tempestades de la fortuna, y siendo maltratado de mayores tribulaciones, finalmente viniste al puerto de salud y era de misericordia, y no te aprovechó tu linaje y la dignidad de tu persona, ni aun tampoco la ciencia que tienes; mas antes con la incontinencia de tu mocedad, puesto en vicios de hombres siervos y bajos, hubiste el premio y galardón de tu agudeza y curiosidad sin provecho!

Mas como quiera que sea la ciega fortuna, pensando de atormentarte con estos pésimos trabajos y peligros, te trajo con su malicia, no por ella vista, a esta bienaventuranza, pues vaya ahora y bravee con su furia cuanto quisiere, y busque desde luego para su crueldad otra materia donde se ejercite, porque en aquellos cuyas vidas y servicios la majestad de nuestra diosa tomó bajo su amparo y protección, no ha lugar ningún caso contrario. ¿Qué le aprovecharon a la malvada de la fortuna los ladrones, qué le aprovecharon las fieras o el servicio en que te puso, o las idas y venidas de los caminos ásperos que anduviste, o el miedo de la muerte en que cada día te puso?

Y ahora eres recibido en tutela y guarda de la prosperidad, pero de la que es buena y alumbra a los dioses. De aquí adelante ten la cara alegre, y que se conforme con este tu hábito cándido y blanco. Acompaña la pompa y procesión de esta diosa que te salvó, con pasos alegres, por que lo vean los herejes y conozcan su error. He aquí, Lucio, librado de las primeras tribulaciones, gozoso con la providencia de la gran diosa, y triunfando con vencimiento de su desdicha. Y por que seas más seguro y mejor guardado, entrégate a esta santa religión, y por tu voluntad toma el yugo de esta milicia, porque cuando comenzares a servir a esta diosa, entonces tú sentirás mucho más el fruto de tu libertad.

De esta manera, habiendo hablado aquel egregio sacerdote, estando ya cansado de hablar, calló, y entonces yo, mezclándome con aquella compañía de religiosos, iba en la solemne procesión acompañando aquella solemnidad, señalándome y notándome con los dedos y gestos todos los de la ciudad, y todos hablando de mí, diciendo:

—La divinidad de nuestra gran diosa reformó y trasladó hoy a este de bestia en hombre; por cierto, él es bienaventurado, y hubo buena dicha, que por la inocencia y fe de la vida pasada mereció tan gran favor y ayuda del cielo, que casi ha tornado a nacer hoy de nuevo, y luego fue dedicado y puesto en el servicio de las cosas sagradas.

Dicho esto, viniendo un poco adelante con la procesión, llegamos a la ribera de la mar en aquel mismo lugar donde otro día antes mi asno había tenido su establo, y allí, puesta la diosa y las otras cosas sagradas en tierra honradamente, el principal de los sacerdotes ofreció a la diosa una nave muy pulidamente obrada y pintada con pinturas maravillosas, como las que se pintan en Egipto, y hechos sus sacrificios y solemnísimas preces, con una tea ardiendo y un huevo y piedra azufre, rezando con su casta boca, después de haberla limpiado y purificado, la dedicó y nombró a esta gran diosa.

La nave tenía una vela muy blanca de lino delgado, en la cual estaban escritas unas letras que declaraban el voto de los que ofrecían, por que la diosa les diese próspero viaje. Tenía asimismo la nave su mástil, que era un pino redondo, alto y muy hermoso, con su entena y su gavia, y la popa de la nave era cubierta de láminas de oro, con las cuales resplandecía. Y todo el cuerpo de la nave era de cedro limpio y muy pulido.

Entonces todo el pueblo, así los religiosos como los seglares, con sus harneros y espuertas en las manos llenos de olores y de otras cosas semejantes, para suplicar a su diosa, las lanzaban dentro en la nao; y asimismo desmenuzadas estas cosas con leche, las lanzaban sobre las ondas de la mar, por ceremonia de sus sacrificios. Hasta tanto que la nao, llena de estos dones y otras largas promesas y devociones, sueltas las cuerdas de las áncoras, fue echada en la mar con su sereno y próspero viento, la cual después, con su ida, se nos perdió de vista. Los que traían las cosas sagradas, tomando cada uno lo que traía a cargo, alegres y con mucho placer, en procesión como habían ido, se tornaron a su templo.

Después que hubimos llegado al templo, el principal de los sacerdotes y los otros que traían aquellas divinas reliquias, y los que eran novicios en aquella religión, entráronse dentro en el sagrario, adonde pusieron sus imágenes y reliquias que traían. Entonces, uno de aquellos, al cual los otros llamaban escribano, estando a la puerta, llamó allí todo el colegio de aquellos sacerdotes, de encima de un púlpito, y comenzó a pronunciar en palabras y lenguaje griego, diciendo: «Paz sea al Príncipe y gran Senado, caballeros y a todo el pueblo romano, y buen viaje a los marineros y a las naves que van por la mar, y salud a todos los que son regidos y gobernados debajo de nuestro imperio.» En fin de lo cual, dio licencia a todo el pueblo, diciendo que se fuesen con Dios. A lo cual respondió todo el pueblo con gran clamor y alegría, por donde pareció que a todos había de venir buenaventura, como el escribano decía.

Después de esto, todos los que allí estaban, con gran gozo y con sus guirnaldas de rosas y flores, besando los pies de la diosa, que estaba hecha de plata y puesta en las gradas del templo, fuéronse para sus casas; pero a mí no me dejaba mi corazón apartarme de allí cuanto una uña; mas atento en la hermosura de la diosa, me recordaba de la fortuna que me había acontecido.

III.

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Cómo Lucio cuenta el ardiente deseo que tuvo de entrar en la religión de la diosa, y cómo fue primero industriado para recibirla.

La fama, que vuela con sus alas muy ligeramente, no cesó ni fue perezosa, antes voló muy presto en mi tierra, recontando el honorable beneficio de la providencia de la diosa, y la memorable fortuna que por mí había pasado. En tal manera, que mis familiares y criados, y asimismo mis parientes, quitado el luto que a mi causa habían tomado por la falsa relación y mensajería que de mi muerte tenían, súbitamente se alegraron, y luego vinieron corriendo a mí, cada uno con su presente, para ver mi presencia.

Yo asimismo, holgándome con ver mi gesto y persona, de lo cual ya estaba desesperado, recibí sus dones y presentes, dándoles muchas gracias por ello, lo cual yo tenía razón de hacer, porque estos mis familiares y amigos habían tenido cuidado de traer cumplidamente lo que había menester, así para vestirme y ataviarme como para el otro gasto. Así que, después que les hube hablado en general y a cada uno particularmente, diciéndoles todas mis primeras fatigas y penas, y el gozo presente en que estaba, torneme otra vez a la muy agradable vista y presencia de la diosa. Y alquilada una casa dentro del cerco del templo, constituí allí mi morada temporal, sirviendo por entonces en las cosas de dentro de casa que me mandaban, estando de continuo en la compañía de aquellos sacerdotes, no apartándome del servicio de la gran diosa; en tal manera, que ninguna cosa pasó, ni hube reposo alguno, sin que viese y contemplase en esta diosa, cuyos sagrados mandamientos y servicios, como quiera que mucho antes a ellos yo me viese obligado, me parecía que ahora lo comenzaba a hacer y a servirla; y aunque en esto yo tenía gran deseo y voluntad, pero excusábame y tenía como religioso temor y vergüenza, mayormente que con mucha diligencia preguntaba la dificultad que había en el servicio de aquella religión, y sabía yo que había gran abstinencia y castidad. Demás de esto miraba con mucha cautela que la vida de aquella religión era disminuida y estaba debajo de muchos casos y ocasiones, lo cual todo pensando entre mí muchas veces, no sé cómo dilataba lo que mucho deseaba.

Estando en este pensamiento, una noche soñaba que el sumo sacerdote me daba y ofrecía la falda llena, y preguntándole yo qué cosa era aquella, me respondió que traía allí ciertas cosas que me enviaban de la ciudad de Tesalia, y que asimismo había venido de allá un siervo mío, que por nombre había Cándido.

Despertando con este sueño, revolvía muchas veces mi pensamiento, diciendo qué cosa podía ser aquesta, mayormente que no me recordaba en tiempo alguno haber tenido siervo que por tal nombre se llamase. Pero porque la adivinanza del señor se enderezase a bien, yo creía y se me figuraba que el ofrecimiento de aquellas cosas que me daban, en todas maneras significaban alguna cierta ganancia.

En esta manera, estando en gran congoja, atónito con la prosperidad de la ganancia, esperaba la hora de maitines para que las puertas del templo fuesen abiertas, las cuales desde que se abrieron, comenzamos a adorar y suplicar a la imagen venerable de la diosa. Y el sumo sacerdote, andando por estos altares y aras, procuraba hacer su sacrificio y divinos oficios. Y después tomó un vaso de agua de la fuente secreta, e hizo la salva, como se acostumbraba en las solemnidades y suplicaciones divinas. Lo cual todo muy bien acabado, los otros religiosos comenzaron a cantar la hora de prima, adorando y saludando a la luz del día, que entonces comenzaba.

Estando en esto vinieron de mi tierra mis criados y servidores que allá había dejado cuando Andria, criada de Milón, me encabestró por su necio error. Así que, conocidos mis criados y mi caballo cándido y blanco que ellos me traían, el cual era perdido y lo había cobrado por conocimiento de una señal que traía en las espaldas, por lo cual yo me maravillaba de la violencia de mi sueño, mayormente que, demás de concordar con la ganancia prometida, me había dado, en lugar del siervo Cándido, mi caballo, que era de color cándido y blanco.

Lo cual todo así hecho, con mucha solicitud y diligencia yo frecuentaba el servicio del templo, con esperanza cierta que por los servicios presentes habría alguna remuneración.

No menos con todo esto, cada día me crecía el deseo y codicia de recibir aquel hábito y religión, por lo cual muchas veces rogué y supliqué ahincadamente al principal de los sacerdotes que tuviese por bien de ordenarme, para que yo pudiese intervenir en los secretos sacrificios; pero él, como era personaje grave y muy afamado en la observancia y guarda de su religión, con mucha clemencia y humanidad, como suelen los padres templar los deseos apresurados de sus hijos, halagaba y aplacaba la fatiga de mi deseo, dilatando mi importunidad con promesa de mejor esperanza, diciendo que el día que cualquiera se hubiese de ordenar, había de ser mostrado y señalado por la voluntad de la diosa, y también por su divina providencia había de ser elegido el sacerdote que había de administrar en sus sacrificios, y por semejante, ella había de declarar el gasto necesario para aquellas ceremonias; las cuales cosas nosotros somos obligados a guardar con mucha paciencia, y guardarnos de ser apresurados, y de ser remisos, apartándonos de no caer en culpa de lo uno ni de lo otro; conviene a saber: que si soy llamado a la religión, no tengo de tardar, y si no me llaman, no ir de prisa; ni hay ninguno del número de estos sacerdotes que tenga tan perdido el seso, ni se pondrá tan a peligro de muerte, que sin ser llamado por la diosa, osase emprender tan sacrílego ministerio, de donde pudiese contraer culpa mortal, porque en mano de esta diosa están las llaves de la muerte y la guarda de la vida, y la entrada de esta religión se ha de celebrar a manera de una muerte voluntaria y rogada salud. Mayormente que esta diosa acostumbraba elegir para su servicio y religión los hombres que ya están en el último término de su vivir, a los cuales seguramente se puede cometer el silencio y autoridad de su orden, porque con su providencia hace tornar de nuevo a vivir a los que, en alguna manera renacidos en esta religión, entran en ella. Por las cuales razones me convenía obedecer el mandamiento celestial.

Y como quiera que clara y abiertamente la diosa, por su gracia y bondad, me hubiese señalado y elegido para el ministerio de su religión, pero que ni más ni menos que los otros sus servidores me había de abstener, guardar y apartar de todos los manjares y actos profanos y seglares, por donde más derechamente pudiese llegar a los secretos purísimos de esta sagrada religión.

Después que el sacerdote hubo dicho esto, no creáis que por ello yo me enojase, ni se corrompió mi servicio; antes muy atento, con grandísima paciencia y sufrimiento, continuamente hacía el oficio que convenía a las cosas sagradas del templo, y no recibí en ello engaño, ni la liberalidad de la diosa poderosa consintió que yo padeciese pena de larga tardanza.

Mas una noche oscura claramente en sueños la vi, diciendo que ya era llegado el día que yo mucho deseaba, en el cual alcanzaría y tendría efecto mi voto y deseo, diciendo asimismo cuánto era lo que se había de gastar en el aparato de los oficios y ceremonias, y como aquel su principal sacerdote, que Mitra se llamaba, me había de juntar y poner en el número de los de aquella compañía sagrada, señalándome por uno de los ministros de aquella religión.

Yo, cuando oí estas razones y otras semejantes palabras de aquella señora, recreado en mi corazón, casi aún no era bien de día, cuando muy presto me fui a la celda del sacerdote. Y yo que llegaba a la puerta y él que salía, dile los buenos días, y con mayor instancia y ahinco que solía, pensaba decirle que tuviese ya por bien de recibirme al servicio y deuda que debía a su religión.

El sacerdote, luego que me vio, antes que nada me dijese, comenzó de esta manera:

—¡Oh, Lucio: tú eres dichoso y bienaventurado, pues que por su propia voluntad nuestra diosa te ha juzgado y escogido por hombre digno para su servicio! Así que, pues esto así es, ¿por qué te tardas y no despachas presto? Este es aquel día que tú mucho deseabas, en el cual por estas mis manos tú serás ordenado para los piísimos secretos de esta diosa y de su religión.

Diciendo esto, aquel viejo honrado me tomó con su mano derecha, y me llevó muy presto a las puertas del magnífico templo, las cuales abiertas con aquella solemnidad que convenía, acabado el sacrificio de la mañana, sacó de un lugar secreto del templo unos ciertos libros escritos de letras y figuras no conocidas; en parte eran figuras de animales, que declaraban lo que allí se contenía, y de partes figuras de sarmientos torcidos y atados por las puntas, por que la lección de las letras fuese escondida de la curiosidad de los legos.

De allí me dijo y enseñó las cosas que era necesario aparejar para mi profesión, las cuales luego yo con alguna liberalidad, por una parte, y mis compañeros por otra, procurábamos comprar y buscar.

Así que venido el tiempo, según que el sacerdote decía, llevome, acompañado de muchos religiosos, a unos baños que allí cerca estaban, y primeramente me hizo lavar, como es costumbre, y después, rezando y suplicando a los dioses, rociándome todo de una parte y de otra, limpiome muy bien y tornome al templo casi pasadas dos partes del día, y púsome ante los pies de la diosa, diciéndome secretamente ciertos mandamientos que es mejor callarlos que decirlos; pero en presencia de todos me dijo estas cosas, conviene a saber: que en aquellos diez días continuos me abstuviese de comer, ayunando, y que no comiese carne de ningún animal ni bebiese vino.

Las cuales cosas por mí guardadas derechamente con venerable abstinencia, ya que era llegado el día señalado y prometido para mi recepción, casi a la tarde, cuando el sol baja, he aquí donde vienen muchos compañeros vestidos al modo antiguo de vestiduras sagradas, y cada uno de ellos diversamente me daba su don. Entonces, apartados de allí todos los legos, y vestido yo de una túnica de lino blanco, el sacerdote me tomó por la mano, y me llevó a lo íntimo y secreto del sagrario.

Por ventura, tú, lector estudioso, podrás aquí con ansia preguntar qué es lo que después fue dicho o hecho o qué me aconteció, lo cual yo diría si fuese cosa conveniente el decirlo, y si no conociese que a ninguno conviene saberlo ni oírlo, porque en igual culpa incurrían las orejas y la lengua de aquella temerosa osadía. Pero con todo eso no quiero dar pena a tu deseo (por ventura religioso), teniéndote gran rato suspenso. Mas créelo, que es verdad. Sepas que yo llegué al término de la muerte, y hallando el palacio de Proserpina, anduve y fui traído por todos los elementos, y a media noche vi el Sol resplandeciente con muy hermosa claridad, y vi los dioses altos y bajos, y llegueme cerca y adorelos.

He aquí te he dicho lo que vi; lo cual, como quiera que lo has oído, es necesario que lo sepas. Pero aquello que sin pecado se puede manifestar y denunciar a las orejas de los legos, yo lo diré.

IV.

Índice

Lucio cuenta la entrada en la religión, y cómo fue a Roma donde fue ordenado en las cosas sagradas, y fue recibido en el colegio de los sacerdotes de la diosa Isis.

Otro día de mañana, acabadas las horas solemnes, salí vestido con doce vestiduras, que es hábito muy devoto y religioso, del cual puedo hablar sin prohibición alguna, mayormente que en aquel tiempo muchos que estaban presentes lo vieron.

Estaba en medio del templo sagrado, delante la imagen de la diosa, hecho un cadalso de madera, encima del cual yo estaba muy adornado de una vestidura, que era blanca de lino, pero de diversas flores pintada, que me colgaba de los hombros por las espaldas hasta los pies; ella era tan rica y preciosa, que de cualquier parte que la veían parecía de diversos colores, y muy adornada de animales en ella bordados. De una parte había dragones de las Indias, de la otra grifos hiperbóreos, que nacen y son criados en tierras muy ásperas, y tienen alas a manera de aves. A esta vestidura llamaban los sacerdotes estola olímpica.

En la mano derecha tenía yo un hacha encendida, y encima una hermosa corona resplandeciente, a manera de unas hojas de palma, alzadas arriba como rayos. En esta manera yo adornado, que parecía al Sol, y ataviado como una imagen, súbitamente alzaron la vela que estaba delante, y quedé descubierto en presencia de todo el pueblo.

Después de esto celebré muy solemnemente la fiesta de mi profesión, hice convite de muy suaves manjares y otros placeres y fiestas, que duraron tres días, así en lo que pertenecía a la honesta y religiosa comida, como en todas las otras cosas que eran necesarias a la solemnidad y perfección de mi entrada.

Después, continuando allí algunos pocos días, mi deseo y trabajo gozaba de aquel inestimable, por estar en servicio de la diosa, siendo prendado de tan grande beneficio.

Finalmente, que habiendo referido humildemente, según mi posibilidad, aunque no tan por entero como era razón, las gracias del beneficio y merced recibida, siendo amonestado por la gran diosa, y con gran pena rotas las áncoras de mi ardiente deseo, alcancé licencia (aunque tardía) para tornar a mi casa. Así que, echado en tierra con mi cara ante sus pies, y lavándolos con mis lágrimas, y tapando la habla con grandes sollozos y tragando las palabras; finalmente, habiendo hecho mi oración a la diosa, abracé al sacerdote Mitra, padre mío, y colgado de su pescuezo, dándole muchos besos, le demandaba perdón. Porque no podía remunerar ni agradecerle tantos beneficios como de él había recibido.

Finalmente, que al cabo de gran rato que pasamos en referir las gracias y ofrecimientos, nos partimos.

Yo, después, a muy poquito tiempo enderecé mi camino para tornar a la casa de mis padres. Así que, habiendo pasado algunos días por aviso y mando de nuestra diosa, hice liar muy prestamente mi hacienda, y entrando en la nao tomé el camino hacia Roma, y navegando con favor y prosperidad de los vientos (que traían), muy presto tomé puerto.

De allí, por tierra, subí en un carro y llegué a esta sacrosanta ciudad, a doce días del mes de Diciembre, a donde no tuve otro mayor cuidado, como llegué, sino cada día ir a visitar el templo de la reina Isis, llamado Campense.

He aquí donde, pasado el sol por los doce signos del cielo, había cumplido un año, y el cuidado de la diosa, que bien me quería, tornó de nuevo a interrumpir mi descanso y reposo, haciéndome ensueños que otra vez me aparejase para entrar en la religión. Yo estaba maravillado qué cosa podía ser aquella, si por ventura no era bien ordenado y me faltaba algo, y en este escrúpulo hallé una cosa nueva, la cual era que, aunque yo estaba cierto en el entendimiento de la orden de la reina Isis, no estaba alumbrado ni limpio para el sacrificio del padre de todos los dioses, Osiris; y aunque ambas estas religiones eran unas y estaban juntas, pero había gran diferencia cuanto al hacer de la profesión.

Estando yo en esta duda, a la noche, en sueño me apareció un sacerdote de Osiris, el cual me denunció los secretos de aquella religión. Este sacerdote por darme conocimiento de sí por alguna cierta señal, andaba poco a poco cojeando un poco del pie izquierdo. Así que, quitada toda oscuridad y duda por la voluntad de los dioses, luego de mañana, acabadas las horas matutinas, miraba con gran diligencia a cada uno, quién de ellos era semejante al que vi en sueños, y luego vi uno de aquellos sacerdotes que, demás del indicio de ser cojo del pie izquierdo, concordaba justamente en todo lo otro, así en hábito como en estatura, al que vi en sueños, y según después supe, se llamaba Asinio Marcelo, el cual nombre no era ajeno de mi reformación de cuando yo andaba hecho asno.

Visto esto, fuile luego a hablar, pero él no estaba incierto de lo que yo le decía, que ya había sido avisado por semejante orden como me había de administrar y admitir en estas cosas de sus sacrificios y religión, porque en sueños había oído la noche pasada al gran Osiris, estándole ataviando la corona, por su propia boca, con la cual dice y declara las venturas de cada uno, cómo le era enviado un hombre de Orán, virtuoso, al cual él luego recibiese a sus sacrificios.

En esta manera, estando yo destinado para entrar en la religión, estaba impedido contra mi voluntad por la pobreza, por no tener para cumplir lo que era necesario para la costa, porque los grandes gastos de mi larga peregrinación habían consumido las fuerzas del patrimonio, y también los gastos que había de hacer en Roma precedían y eran mayores que los que se habían hecho en Acaya, donde tomé el hábito. Así que, con la pobreza y necesidad que tenía, estaba en mucha fatiga puesto, como dice el proverbio, «entre el cuchillo y la piedra»; demás de lo cual ya era amonestado que vendiese las alhajas y ropa que tenía, aunque poca, lo que luego hice, con que hice alguna suma de dineros. Así que, ya aparejadas abundantemente todas las cosas que eran menester, otra vez torné a ayunar tres días, contentándome con manjares de hierbas y no comer otra alguna cosa.

Demás de esto, siendo amonestado por las nocturnas fantasmas de Osiris, estaba ya muy satisfecho para entrar en su religión, por ser hermano de la gran reina Isis, y por esto yo frecuentaba su servicio, lo cual daba gran descanso y placer a mi larga peregrinación y trabajo; no menos me ayudaba, y daba abundantemente lo necesario a mi vivir, el oficio de abogar causas, que con el favor de mi buena dicha yo ejercitaba y tenía, en que yo era muy diligente y harto solícito. He aquí que después, a poquito tiempo, no pensándolo yo, otra vez fui amonestado por mandamientos de los dioses, para que tercera vez me ordenase en su religión, lo cual no poco cuidado y pena me dio, y con gran congoja y pena de mi corazón pensaba qué cosa podría ser esta nueva y no oída intención de los dioses, qué quería decir, o a dónde se enderezaba, o qué faltaba a la profesión y entrada que ya dos veces había hecho.

Estando yo en este pensamiento como hombre sin seso, me apareció en sueños una persona que mansamente me instruyó, y dijo de esta manera:

—No hay causa de que te puedas espantar, porque sabe que por tu bien te mandan ordenar tercera vez, que es cosa que a nadie se permitió, y mira bien que te pertenece morar en Roma, en el templo de la diosa Isis, con el hábito y vestiduras de su religión, que tomaste en la provincia de Acaya; y no puedes en los días solemnes suplicar ni hacer cosa alguna sin este felice y glorioso hábito, lo cual, porque para ti sea dichoso y de buenaventura, recíbelo otra vez con ánimo gozoso y placentero, pues lo mandan y son autores de ello los dioses grandes y soberanos.

Hasta aquí, de la manera que he contado, me persuadió la revelación de la profesión, diciéndome todo lo que era menester para mi entrada. En adelante no dilaté ni olvidé el negocio, antes luego me fui al sacerdote principal, y dichas todas las cosas que había visto, me puse a la obediencia y yugo de la castidad, y abstinencia de comer cosas de sangre; y por la ley perpetua de aquellos diez días, yo de propia gana multipliqué otros más adelante. De manera que largamente aparejé todo lo que era menester para mi profesión y entrada, porque muchas cosas de aquellas me fueron dadas más por virtud y piedad de algunos, que por precio de dineros, aunque a mí no me pesaba del trabajo ni del gasto, pues que liberalmente la providencia de los dioses me había proveído en los negocios y causas de mi abogar.

Finalmente, después, a bien pocos días, el dios principal, Osiris, me apareció en sueños, mandándome que sin alguna tardanza tomase cargo de patrocinar y ayudar en las causas y pleitos de los que poco pueden, y no temiese las envidias y murmuraciones de los que mal me querían, las cuales allí se causaban y divulgaban por la doctrina y trabajo de mi estudio. Y no solamente su gran majestad tenía por bien que yo fuese juntado en la compañía de los sacerdotes, mas que fuese uno de los principales entre los Decuriones, que de cinco en cinco años se elegían.

Finalmente, que yo, trayendo mi cabeza rasa de cada parte, según la ceremonia e institución del antiguo colegio que se instituyó en los tiempos de Sila, me ejercitaba y servía mis oficios y cargos, perseverando en ellos con mucho placer y alegría.

FIN.