XVII.

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Plena libertad para aquellos que tienen por máxima perturbar la tranquilidad de los procónsules; que procuran recomendar su talento por la intemperancia de su lenguaje, y que afectadamente se adornan con el manto de vuestra amistad. Evito cuidadosamente estos dos defectos, pues aunque mi mérito sea mediano, todos tienen conocimiento de él lo bastante para no necesitar nueva recomendación.

Por otra parte, tu favor, Escipión Orfito, y el de los que se te parecen, es más dulce a mi corazón que a mi vanidad. De la amistad de persona tan insigne más bien estoy celoso que enorgullecido, porque no se la debe desear sin conocer su justo valor, y cualquier advenedizo puede erróneamente vanagloriarse con ella.

Además, desde mi infancia ha sido tal mi pasión por las artes liberales, y este amor a las buenas costumbres y al estudio que me ha seguido a vuestra provincia, me había proporcionado en Roma tan gran estimación entre tus amigos, de lo cual tú eres irrecusable testigo, que debéis, cartagineses, recibir mi amistad con tanta afición como tengo yo en buscar la vuestra. Las dificultades con que accedéis a mis raras audiencias prueban vuestro deseo de escucharme asiduamente. Y si no, decidme: el agrado en frecuentar a las gentes, el irritarse por sus inexactitudes, el regocijarse por su constancia, el censurar sus infidelidades, todos estos sentimientos que se experimentan por aquellos cuya ausencia nos es penosa, ¿no son la mayor prueba de amor? Y por otra parte, la palabra condenada a eterno silencio, ¿no es lo mismo el olfato entorpecido por el constipado, que el oído ensordecido por el viento, que los ojos cubiertos con una tela? ¿No equivale a sujetar las manos con esposas, a aprisionar los pies con grillos, el sumir el alma, esta reina del cuerpo, en el sueño, ahogarla en el vino o embotarla con las enfermedades?

De igual suerte que la espada brilla con el uso y se enmohece con el descanso, la voz sujeta a la tortura de largo silencio se entorpece. La falta de actividad engendra en todo la pereza, y la pereza el letargo. Los actores trágicos perdían el brillo de su voz si no declamaban todos los días, y gritando es como se desarrolla la laringe.

Sin embargo, la vocalización humana es un trabajo superfluo, un ejercicio inútil comparado con multitud de otros resultados posteriores. ¿Qué es la voz del hombre si se compara con el brillante sonido del clarín, con la variada armonía de la lira, con el seductor lamento de la flauta, con el murmullo encantador del caramillo o el eco prolongado de la trompeta?

Y no hablo de multitud de animales cuyos acentos naturales, por sus propiedades especiales, nos llenan de admiración: el grave mugido de los toros, el lúgubre aullido de los lobos, el grito doloroso del elefante, el regocijado relincho del caballo, los penetrantes chillidos de los pájaros, los feroces rugidos del león y otras voces de animales, voces terribles o llenas de dulzura, según expresan la rabia cruel o el amoroso celo. En cambio ha dado Dios al hombre una voz menos fuerte, pero más útil a la inteligencia y agradable al oído; no habiendo mejor ocasión de emplearla y servirse de ella que ante una asamblea presidida por tan grande hombre, ante la numerosa reunión de personas tan instruidas y benévolas.

Si tuviera superior habilidad para tocar la lira, no querría lucirla sino ante numeroso auditorio. En la soledad cantaban: en las selvas, Orfeo; Arión entre delfines; porque de dar crédito a las fábulas, Orfeo ocultaba su dolor en el destierro, y Arión se arrojó de lo alto de un buque; aquel domesticaba a las fieras; este encantaba a los monstruos del mar. ¡Desdichados cantores! Sus acordes no los inspiraba el amor a la gloria, sino la necesidad de su salvación. Más y de mejor grado les admiraría si hubieran deleitado a los hombres y no a los animales. La soledad es patrimonio de los pájaros, de los mirlos, de los ruiseñores, de los cisnes; el mirlo silba en los apartados eriales; el ruiseñor alegra los desiertos de África con sus juveniles canciones; el cisne en las orillas de los ríos solitarios medita el canto de la vejez.

Pero quien puede cantar versos útiles a los niños, a los jóvenes y a los ancianos, debe cantar en medio de todos, y por ello mi poesía está dedicada a las virtudes de Orfito; himno tardío acaso, pero serio y tan agradable como útil a los cartagineses de todas las edades, porque todos tienen pruebas de la especial bondad del procónsul; del que atemperando los deseos con saludables restricciones, ha sabido inspirar a los niños la moderación, a los jóvenes la alegría, a los ancianos la seguridad.

Ahora, Escipión, que llego a hablar de tu noble carácter, temo que me detenga o tu generosa modestia o el sentimiento de natural pudor. Pero no puedo pasar en silencio todas las cualidades que con tan justo título admiramos en tu persona; mencionaré algunas de ellas, y vosotros, ciudadanos a quien él ha salvado, reconocedlas conmigo.

XVIII.

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Ante tan prodigiosa afluencia de oyentes debo más bien felicitar a Cartago, por poseer en su seno tantos amigos de la ciencia, que justificar a un filósofo que se presenta ante el público. Por lo demás, esta numerosa asamblea corresponde a la grandeza de la ciudad, y el inmenso concurso explica la elección del sitio.

Además, en presencia de tal auditorio no se debe fijar la atención en el mármol del piso ni en las tablas del teatro, ni en la columnata de la escena más que en la elevación del techo, el brillo del artesonado, o la circunferencia de las gradas. Olvidad que aquí mismo y en otras ocasiones un mimo se descoyunta, un cómico charla, un trágico declama, un bailarín de cuerda da sus peligrosos saltos, un escamoteador hace sus juegos, un histrión sus payasadas; olvidad, en fin, que todos los demás farsantes muestran aquí, a los ojos del pueblo, sus diversas habilidades; dejad a un lado todas estas ideas y pensad solo en la gravedad de la asamblea y en el lenguaje del orador.

Por ello, a ejemplo de los poetas que de ordinario suponen aquí mismo diferentes ciudades, y como el trágico que hace decir en el teatro:

Tú que del Citerón a la alta cumbre llegas,

o como el cómico:

Plauto en esta ciudad vuestra
Os pide modesto sitio
Para transportar Atenas
Sin arquitecto y sin ruido,

séame permitido transportaros, no a una ciudad lejana y del otro lado del mar, sino al Senado o a la Biblioteca de Cartago. Suponed, si mi discurso es digno del Senado, que lo oís en el Senado, y si es sabio, que nos encontramos en la Biblioteca.

Quisiera que la fecundidad de mi palabra respondiera a la grandeza de este auditorio y que no me faltara, sobre todo, donde yo deseo emplear mayor elocuencia; pero nada tan cierto que el dicho de que «el cielo no concede al hombre ninguna dicha que no esté mezclada con algunas contrariedades» y el de que en la mayor alegría siempre existe alguna amargura. No hay miel sin hiel. La abundancia conduce al exceso. Conozco más que en ninguna otra ocasión esta verdad, porque cuando más derechos creo tener a vuestros sufragios, mayor es el embarazo que me inspira para hablar el respeto que os profeso.

Yo que con frecuencia he hecho ante extranjeros prueba de una locución fácil, titubeo ante mis conciudadanos. ¡Cosa extraña! Vuestras alabanzas me cortan, vuestros aplausos me intimidan, vuestra benevolencia encadena mi palabra, y, sin embargo, ¿no debería todo esto, al contrario, alentarme?

Nuestros penates son comunes; he vivido entre vosotros desde mi infancia, he estudiado con vuestros maestros; estáis iniciados en mi doctrina; conocéis mi voz; habéis aprobado mis obras; mi patria está en la jurisdicción de África; he pasado con vosotros mi juventud; he escuchado vuestras lecciones, y si completé mis estudios en Atenas, aquí los empecé. Pronto hará seis años que estáis acostumbrados a oírme hablar en las dos lenguas; en cuanto a mis libros, lo que sobre todo les da mérito y precio es la aprobación que vosotros les concedéis. Pues bien, estos mil puntos comunes que os predisponen a escucharme favorablemente, detienen mi palabra.

Seríame mucho más fácil celebrar vuestras alabanzas en cualquier otro sitio que en medio de vosotros, porque entre los suyos a cada cual retiene la modestia; la verdad no es libre sino entre extraños, y por ello siempre y en todas partes os celebro como parientes míos y mis primeros maestros y os pago mi tributo, no a la manera del sofista Protágoras, que fijó su salario y no lo recibió, sino como el sabio Tales, que no lo pidió y lo cobró.

Pero ya veo lo que deseáis saber, y os contaré esta doble historia.

Protágoras, sofista instruidísimo y uno de los primeros y más elocuentes inventores de la retórica, era de la misma edad y de la misma ciudad que el naturalista Demócrito, cuyas doctrinas estudió. Dícese que Protágoras había estipulado con Euathlo, su discípulo, un salario elevadísimo, con la imprudente condición de que no lo pagaría si no ganaba el primer pleito. Euathlo aprendió fácilmente todos los medios de atraerse la benevolencia de los jueces, los ardides de la defensa y los artificios de la parte contraria, tanto mas fácilmente cuanto que su ingenio era fino y astuto.

Satisfecho de saber lo que había deseado, imaginó eludir su promesa; entretuvo a su maestro con prórrogas, y pasó largo tiempo sin querer pleitear ni pagar. Protágoras al fin le cita a juicio; expone en este las condiciones con que se había comprometido a instruírle, y emplea este argumento bicornuto: «O yo ganaré el pleito y deberás pagarme el precio convenido, porque a ello serás condenado, o lo ganas tú y entonces tendrás que pagarme también, conforme a nuestras condiciones, puesto que habrás ganado el primer pleito. De suerte que si ganas estás en el caso previsto en nuestro contrato, y si pierdes, obligado a pagar por la sentencia.» Responde a esto.

Los jueces encontraron el argumento concluyente e invencible; pero Euathlo, digno discípulo de su maestro, lo devolvió de esta manera: «Pues bien, si así es, en ninguno de ambos casos te debo pagar lo que demandas. Si gano, la sentencia me liberta de la deuda, y si pierdo, me libran nuestras condiciones, por virtud de las cuales nada te debo si pierdo mi primer pleito. En cualquiera de ambos casos quedo libre del pago; si pierdo, por la condición de nuestro contrato; si gano, por la sentencia.»

¿No os parece que estos argumentos de ambos sofistas se enmarañan como espinas revueltas por el viento? Por ambas partes los mismos dardos, igual habilidad, idénticas heridas. Dejemos, pues, a los abogados y a los avaros el salario de Protágoras, con sus asperezas y espinas.

¡Cuánto más amo este otro salario que Tales demandaba! Era Tales uno de los siete sabios, y ciertamente el más ilustre de todos. Inventor entre los griegos de la geometría, fue el primero que estudió con exactitud la naturaleza de las cosas, y ayudado de pequeñas líneas, hizo los más grandes descubrimientos; la revolución de los tiempos, el soplo de los vientos, el curso de las estrellas, la retumbante maravilla del trueno, la dirección oblicua de los relámpagos, la vuelta anual del sol, las diversas fases de la luna, que nace y crece, envejece y se altera, tropieza con un obstáculo y desaparece. Ya en edad avanzada dio la verdadera explicación del sistema solar; explicación que aprendí y comprobé por medio de la experiencia. Él es quien ha medido el círculo que el sol, con su inmensa vuelta, describe sobre sí mismo.

Se cuenta que acababa de hacer Tales un descubrimiento, y lo enseñó a Mandraito de Priene. Maravillado este por un sistema tan nuevo e inesperado, dejó a elección de Tales la recompensa que había de darle por tan preciosa comunicación. «Estaré recompensado, contestó el sabio, si cuando demuestres a alguno lo que te acabo de enseñar, no te atribuyes el descubrimiento, ni a ningún otro, sino a mí.» ¡Respuesta admirable y digna de este grande hombre! ¡Salario inmortal! Porque hoy y siempre le estaremos pagando cuantos hemos reconocido la verdad de sus observaciones astronómicas.

Tal es el salario que os pago, cartagineses, en todas partes donde voy, por la enseñanza que me habéis dado durante mi infancia. En todas me vanaglorio de ser vuestro discípulo y os tributo todo género de elogios. Vuestras doctrinas son las que cultivo con mayor cuidado; vuestro poder el que celebro como más elevado; vuestras divinidades las que honro con más devoción.

No creo encontrar un exordio más agradable a vuestros oídos que la invocación del nombre de Esculapio, de ese dios que protege con visible predilección la ciudadela de vuestra Cartago. Os recitaré un himno que, en honor de este dios, he compuesto en latín y griego, porque no soy para él adorador desconocido, ni iniciado novel, ni pontífice ingrato, pues en prosa y verso he celebrado su divinidad hasta el punto de cantarle en dos lenguas; y a este himno he añadido un diálogo-prólogo en griego y en latín.

En este diálogo hablarán Sabidio Severo y Julio Persio: dos ilustres amigos que igualmente queréis por sus servicios, por su elocuencia y por su patriotismo, y de quienes no se sabe decir si se distinguen más por su moderación tranquila, por la actividad de su celo o por el brillo de sus honores. Unidos por estrecha amistad, solo luchan y rivalizan entre sí en un punto: su amor por Cartago; en esto agotan ambos toda su energía y de ambos es la victoria.

Persuadido estoy de que la lectura de este diálogo no os será menos agradable que a mí placentero el haberlo compuesto, y que con él os hago un piadoso homenaje. Al principio del libro introduzco uno de los que conmigo estudiaban en Atenas, el cual pide en griego a Persio que le cuente las palabras que yo he pronunciado la víspera en el templo de Esculapio. Viene en seguida Severiano, que desempeña el papel de interlocutor latino, pues aunque Persio pueda hablar muy bien la lengua latina, conviene a nuestro propósito valernos en esta ocasión del vocabulario de Atenas.

XIX.

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Asclepiades, uno de los médicos más ilustres, exceptuando a Hipócrates, el más ilustre de todos, es el primero que ha empleado el vino para mejorar a los enfermos; pero, entiéndase bien, lo empleaba oportunamente. Para ello, la observación le servía de regla infalible, pues estudiaba con extraordinaria atención los movimientos irregulares o satisfactorios del pulso.

Un día, al volver a la ciudad de su campaña por el barrio, vio una inmensa pira puesta en una plaza, y alrededor de ella, de pie, en traje de luto, sumida en la mayor tristeza y con señales exteriores del más profundo duelo, una inmensa multitud que había acudido para asistir a los funerales.

Por un impulso de natural curiosidad, se acercó para saber quién era el difunto, porque nadie había contestado a sus preguntas, y acaso porque esperaba hacer algunas observaciones útiles a la ciencia. Lo cierto es que aquel hombre, tendido y casi inhumado, le debió la vida.

Asclepiades miraba a aquel desdichado, cuyos miembros estaban ya cubiertos de aromas, el rostro impregnado de esencias por mano de los embalsamadores y preparada la comida fúnebre; notó con atención ciertos signos, y tentando el cuerpo repetidas veces, comprendió que quedaba en él un resto de vida.

«Este hombre vive, exclamó, alejad esas antorchas, apagad ese fuego, destruid esa pira, llevad esa comida a la sala del festín.»

Óyese en seguida un rumor; decían unos que era preciso creer a los médicos; otros se burlaban de la medicina. Finalmente, a despecho hasta de los parientes, que no prestaban fe a sus palabras o que ya saludaban la herencia, consiguió Asclepiades, no sin gran trabajo, una breve dilación para las exequias del supuesto difunto; llevole a su casa en virtud de un derecho de postliminio de nueva especie; y arrancando a este desdichado de las manos de los sepultureros, como del infierno, le devolvió el aliento, y a poco la vida, escondida en los más secretos repliegues del cuerpo, fue reanimada, gracias a ciertos remedios.

XX.

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He aquí una frase célebre de un sabio, relativa a los placeres de la mesa:

«La primera copa es para la sed, la segunda para la alegría, la tercera para la voluptuosidad, la cuarta para la demencia.»

La copa de las Musas, al contrario, cuanto más llena de licor sin mezcla, es más propicia a la salud del alma. La primera copa, la de los elementos, disipa la ignorancia; la segunda, la de la gramática, enseña las reglas; la tercera, la de la retórica, proporciona el arma de la elocuencia. Los más se detienen aquí.

Por mi parte, estando en Atenas, he bebido además otras copas; he gastado la poesía y sus especias, la geometría y su agua clara, la música y sus dulzores, la dialéctica y su picante aspereza, en fin, la filosofía general y su delicioso néctar. Juzgad si no.

Empédocles compone versos; Platón, diálogos; Sócrates, himnos; Epicarmo, refranes; Jenofonte, historias; Jenócrates, sátiras. Vuestro Apuleyo abarca todos estos géneros; con celo igual cultiva las nueve Musas, con mejor voluntad, sin duda, que talento. Por esto acaso merece más elogios, porque en todas las cosas bellas, el mérito está en los esfuerzos y el resultado es cosa eventual.

Lo mismo sucede con el crimen; la intención, no seguida del efecto, es penada por la ley, porque si la mano queda pura, el alma está manchada. Por tanto, si la intención de obrar mal basta para ser castigado, también basta para la gloria intentar cosas laudables. ¿Y cómo conquistar los elogios más brillantes y más seguros, sino celebrando a Cartago, ciudad donde todos los ciudadanos se distinguen por su instrucción, donde se ven todos los géneros de conocimientos estudiados por los niños, practicados por los jóvenes, enseñados por los ancianos? ¡Cartago, venerable institutriz de nuestra provincia; Cartago, musa celeste del África; Cartago, inspiración de la toga!

XXI.

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A veces, aun durante una precipitación necesaria, ocurren honrosos impedimentos que obligan a aplaudir una suspensión de voluntad. Supongamos a algunos hombres apremiados para hacer un viaje; prefieren montar a caballo a sentarse en un carro, a causa del embarazo del equipaje, de la pesadez de los carruajes, de las ruedas embarradas, de los carriles con baches, sin contar los montones de piedras, las cepas de árboles, los campos encharcados, las colinas en talud.

Queriendo evitar todos estos motivos de tardanza, han escogido para montar caballos tan sólidos como vigorosos, tan fuertes como rápidos,

Que de un escape salvan los campos y colinas,

como dice Lucilio. Pero mientras sobre sus fogosos corceles vuelan, por el camino ven un hombre eminente por su dignidad y su nobleza; un hombre muy considerado, muy conocido, y entonces, sea la que quiera su impaciencia, suspenden, en honor suyo, la carrera, detienen los pasos, refrenan los caballos y echan pie a tierra; la varilla que les sirve para excitar el corcel, la pasan a la mano izquierda, y con la derecha, ya libre, le acogen y saludan. Mientras el personaje les pregunta, le acompañan conversando, y cualquiera que sea el retraso lo sacrifican de buen grado al cumplimiento de un deber.

XXII.

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A Crates, discípulo de Diógenes, lo honraban sus contemporáneos en Atenas como a un genio doméstico. Ninguna casa le fue jamás cerrada, ningún padre de familia tuvo secreto tan oculto que no lo supiera inmediatamente Crates, porque era el árbitro y mediador de todas las cuestiones y de todos los disgustos entre parientes. Lo que los poetas cuentan de que Hércules sometió, venció con su valor tantos monstruos terribles, hombres y fieras, y que purgó de ellos al mundo, puede decirse de la cólera, de la envidia, de la avaricia, de la lujuria de todos los monstruos y de todas la plagas del alma humana, para las cuales fue un Hércules este filósofo. Las arrancó de todas las almas, purgó de ellas a todas las familias y domó la perversidad. Como Hércules, iba medio desnudo y llevaba una maza.

Había nacido en Tebas, donde, según la tradición, nació Hércules. Antes de llegar a ser Crates, era uno de los principales tebanos; se citaban la nobleza de su origen, el número de sus servidores, el esplendor del vestíbulo de su casa; él mismo iba bien vestido y con dinero.

Pero más tarde reconoció que en toda esta fortuna no había nada sólido, ninguna regla de conducta; vio que todo es efímero y frívolo, que cuantas riquezas hay bajo los cielos no sirven para hacer la felicidad.

Un barco, decía, es bueno hábilmente construido, bien acondicionado y elegantemente decorado por dentro, provisto por fuera de un timón móvil, de un mástil elevado, de brillantes velas, en una palabra, de cuanto es necesario al equipo, de cuanto puede agradar a la vista. Pero si este barco no tiene piloto que le dirija, o la tempestad es su piloto, pronto se sepultará con su magnífico equipaje en las profundidades del mar, o se estrellará contra las rocas.

Por muchos que sean los médicos que visiten a un enfermo, ninguno de ellos, porque vea la casa adornada de soberbias galerías y de dorados techos, porque un rebaño de esclavos y de adolescentes de rara belleza estén de pie alrededor del lecho, dice al enfermo que tenga buen ánimo, sino se sienta junto al lecho, le toma la mano, le tienta, observa los movimientos del pulso y sus intervalos, y si encuentra en ellos alguna alteración o perturbación, anuncia al paciente que su mal es peligroso. A este Creso le prohíbe tomar alimento. En aquella casa tan opulenta, no hay en todo el día un mendrugo de pan para él, mientras sus servidores gozan en alegres festines. En esto, su condición y nada son la misma cosa.

XXIII.

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Vosotros, los que habéis querido que hablase abundantemente, aceptad este ensayo. Más tarde lo acabaré. No creo correr ningún riesgo atreviéndome a improvisar delante de vosotros, puesto que ya habéis aplaudido mis discursos preparados; ni temo desagradar en las cosas frívolas, habiéndoos satisfecho en las más graves. Preciso es que me conozcáis bajo todos los aspectos. Por este boceto informe, como dice Lucilio, podréis juzgar si soy el mismo en mis improvisaciones que en mis asuntos meditados, si algunos de vosotros desconocen esta facultad mía de hablar de improviso.

Espero que vuestros oídos no sean más severos que mi pluma; en cambio seréis con la obra más indulgentes que su mismo autor. Esto es, por lo demás, costumbre de hombres de gusto, que muestran tanta severidad y desconfianza con las obras larga y detenidamente elaboradas, como benevolencia con las espontáneas. Jueces rigurosos, críticos severos, sin restricción para las obras escritas, deseáis conocer las improvisaciones para no juzgarlas. Esto es justo. Nuestros escritos quedan como están después que hemos terminado su lectura; pero en lo que decimos de repente, en lo cual en cierto modo sois partícipes, el único mérito es la acogida que le hagáis. Cuanto mayor desenfado haya hoy en mi estilo, tanto más me elevaré a vuestros ojos. Pero ya veo que me escucháis con gusto. Mi suerte está en vuestras manos, a vosotros toca desplegar y hacer que floten nuestras velas, a vosotros impedir que lánguidamente cuelguen o que permanezcan crispadas en las vergas. Por mi parte, aplicaré la frase de Aristipo, el jefe de la escuela cirenaica, o dándole el nombre que él prefiere, el discípulo de Sócrates.

Preguntándole un tirano para qué le había servido el largo y penoso estudio de la filosofía, Aristipo respondió: «Para poder hablar a todos los hombres sin temor ni embarazo.»

En este asunto, improvisada la expresión, será espontánea como muralla construida a escape, donde es preciso colocar las piedras al azar y sin simetría, sin apoyarlas en sólida base, sin alinearlas en planos regulares, sin medirlas conforme a las leyes geométricas.

Construcción de palabras, las piedras que para ello traeré de mi montaña no están labradas en ángulos rectos, perfectamente iguales en todas sus caras y pulidas en las proporciones más exactas. Acopiaré los materiales para la obra y emplearé indiferentemente las piedras desiguales y esquinadas como las pulimentadas y brillantes. Unas serán angulosas, de aristas vivas; otras redondas o de bordes desgastados, sin alineación ni regularidad de escuadra ni rectitud de nivel. La celeridad y la corrección en una misma cosa, son imposibles, y nada hay que a la vez reúna el mérito de la prontitud y la belleza de la perfección.

He cedido al deseo de algunas personas que absolutamente deseaban fuese improvisado mi discurso; pero temo me suceda lo que aconteció, según Esopo, al cuervo de la fábula, esto es, que buscando nueva gloria, pierda algo del mérito que antes me concedíais.

Veo que tenéis curiosidad de conocer este apólogo, y no me molesta recitároslo.

El cuervo y el zorro vieron al mismo tiempo una presa, y con igual ardor se lanzaron a cogerla; pero no con igual prontitud, porque el zorro corría y el cuervo volaba, de modo que el ave adelantó muy pronto a su rival. Desplegadas las alas atravesó el aire con rápido vuelo, cayó sobre la presa, se apoderó de ella, y orgulloso de la victoria, emprendió de nuevo el vuelo y fue a posarse seguro sobre la cima de una próxima encina. Entonces el zorro, no pudiendo valerse de sus patas, apeló a la astucia, y parándose debajo del cuervo, vanidoso de su conquista, empezó a alabarle hipócritamente, diciendo:

«¡Cuán loco era yo en pretender rivalizar con el ave de Apolo! ¿Viose nunca cuerpo más gracioso? Ni pequeño ni grande, todo es en él útil y agradable; plumaje lustroso, cabeza elegante, pico sólido. ¡Qué miradas tan penetrantes! ¡Qué uñas tan vigorosas! ¿Y qué decir del color? Solo hay dos colores primordiales, el negro y el blanco, que son entre sí el día y la noche. Ambos los dio Apolo a sus aves queridas, el blanco al cisne y el negro al cuervo. Pero al conceder el canto a aquel, ¿por qué no dio voz a este? Tan hermosa ave, el fénix de los huéspedes de la selva, el favorito del armonioso Apolo, ¿verase obligado a vivir mudo y silencioso?»

Al oír estas palabras el cuervo, queriendo demostrar que no carecía de esta cualidad, quiso dar enorme graznido por probar que en nada cedía al cisne, y olvidando la presa que tenía cogida, abrió el ancho pico, y perdió con el canto lo que había ganado con el vuelo, ganando el zorro con la astucia lo que había perdido en la carrera.

Resumamos esta fábula en pocas palabras, si es posible.

El cuervo, para mostrar su bella voz, único mérito que le faltaba, al decir del engañoso zorro, se puso a graznar, y la presa que tenía fue el premio del adulador.

XXIV.

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De antemano sé lo que significan estas demostraciones. Pedís que diga en latín el resto de mi discurso, porque recuerdo que, al empezar, las opiniones estaban divididas, y prometí que si alguno de vosotros se inclinara en favor de la una o de la otra lengua, no se retiraría sin haber oído lo que prefiriese.

Por eso, si queréis, dejaremos ahora la lengua del Ática, que ya es tiempo de abandonar a Grecia por el Lacio. Estamos próximamente a la mitad del discurso, y por lo que puedo juzgar, esta última parte no será inferior a la que he pronunciado en griego, ni por el vigor de los pensamientos, ni por la abundancia de las ideas, ni por la riqueza de los ejemplos, ni por la elegancia de la expresión.


EL DEMONIO DE SÓCRATES

POR

LUCIO APULEYO