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Cloe fue desde pequeña una niña creativa con un mundo imaginario muy avanzado para su edad. Como hija única que era, solía pasar horas encerrada en su habitación inventando historias que la llevaban a otros mundos. En ellos podía hacer todo aquello que en casa no le estaba permitido por miedo al qué dirían. Sus padres, pertenecientes a una buena familia barcelonesa, la tuvieron a los pocos años de casarse porque eso era lo que estaba establecido. Siempre sintió que su padre hubiera preferido tener un varón, un heredero que siguiera sus pasos y se convirtiera en un abogado de éxito como él, así que le tocó ocupar ese lugar. Consciente de ello pero sin cuestionarlo nunca, siguió en todo momento los planes que sus padres diseñaron para ella. Estudió en las mejores escuelas, aprendió idiomas e incluso sin darse cuenta empezó la carrera de Derecho.

Nunca nadie le preguntó si era feliz: ¿cómo no iba a serlo si lo tenía todo a los ojos de los demás? Entonces conoció a Ana, y su vida cambió a mejor.

 

***

 

Cloe llegó a la biblioteca dispuesta a preparar los exámenes previos a las vacaciones navideñas. Esa mañana se levantó sin demasiado tiempo y, para no llegar tarde, se vistió sin pensarlo mucho. Lucía unos vaqueros ceñidos y un jersey negro de cuello alto que resaltaba sus ojos azules y había recogido su rubia melena en una coleta no demasiado elaborada. En el interior de su enorme bolso de piel, regalo de sus padres por su último cumpleaños, guardaba los apuntes y los libros que ahora debía repasar para no quedarse atrás en su segundo curso. Buscó un rincón de la biblioteca desde el que poder ver los jardines del campus universitario, como siempre hacía en sus sesiones de estudio. Las vistas le permitían perderse en sus pensamientos cuando el aburrimiento se apoderaba de ella, algo que sucedía con demasiada frecuencia.

Tras unos minutos estudiando que se le hicieron eternos, la presencia de alguien tras ella le provocó un escalofrío. No se atrevió a girarse por miedo a mostrar su rubor, pero enseguida descubrió el origen de tal sensación. Con absoluta seguridad y sin preguntar si la silla estaba libre, una chica morena de ojos oscuros y un cuerpo escultural se sentó frente a ella y descargó sus cosas en la mesa causando un ruido poco habitual en una biblioteca.

—Perdona —dijo la chica con una mueca entre la sonrisa y la disculpa.

—No pasa nada —logró responder Cloe, todavía con las mejillas sonrojadas.

No intercambiaron más palabras, pero Cloe no pudo volver a concentrarse en sus libros. Intentando que su compañera de mesa no se diera cuenta, Cloe analizó a la chica de reojo y al detalle. Su pelo abundante y salvaje cubría parte de su cara, de la que solo pudo entrever algunas de sus bellas y angulosas facciones porque estaba inclinada apuntando algo en un gran cuaderno verde. Tenía los labios carnosos y a veces pasaba su dedo índice por encima como pensando algo que añadir al cuaderno. Cloe se sintió desconcertada al excitarse ante la presencia de la chica porque nunca hasta ese momento alguien de su mismo sexo la había turbado así, y aunque no había tenido ninguna relación que pudiera considerar seria con ningún chico disfrutaba con ellos en la cama. Pero esta vez algo era distinto: quería saber más de su misteriosa acompañante, quería preguntarle su nombre, hablar con ella, saber quién era y por qué la hacía sentirse así. Pero la timidez paraliza, y antes de poder decir nada la chica miró su reloj, recogió las cosas precipitadamente murmurando un casi inaudible «joder» y se marchó dejando la silla vacía y un aroma intenso que Cloe inhaló profundamente cerrando los ojos.

Al volver a casa cenó una vez más con sus padres en un ritual que conocía a la perfección. Era el único momento del día en el que coincidían, pero, lejos de aprovechar para comentar su jornada o compartir algún tipo de intimidad, solían permanecer en un silencio demasiado incómodo para Cloe. Cuando por fin pudo retirarse a su habitación, se puso una camiseta y un pantalón de pijama que hubieran escandalizado a su madre porque no eran del mismo conjunto y se tumbó en la cama. Recordó la escena de la biblioteca, a la inquietante chica de quien no había visto bien los ojos pero sí su larga melena, sus dedos rozando sus labios, sus pechos tersos anunciándose bajo una fina camisa negra. Sin darse cuenta, su mano empezó a bajar por su vientre, guiada por esa extraña que horas antes había hecho tambalear sus sentidos. Se detuvo un momento censurando su instinto porque era algo que no solía hacer. Llevaba tiempo sin acostarse con nadie y no era habitual en ella darse placer, pero la imagen de la chica seguía en su cabeza y la presencia de su mano en el interior de sus pantalones hizo que empezara a respirar profundamente. Cuando las yemas de sus dedos alcanzaron el interior de sus bragas sintió una humedad que la hizo excitarse más. Acarició su sexo con los dedos, despacio, y sintió que se le endurecían los pezones y que se le aceleraba el pulso. Era un deseo desconocido hasta entonces y necesitó doblar las rodillas para explorarse mejor. Acariciándose, buscando con delicadeza un clítoris que la esperaba ansioso, no pudo evitar gemir de placer y arquear la espalda, intentando amortiguar sus sonidos para no ser descubierta por sus padres, que a esa hora debían de estar sentados frente al televisor todavía sin cruzar palabra. Bajó la otra mano, y con ella separó sus labios para rodear su clítoris con cuidado, y sin poder evitarlo llegó al orgasmo con una intensidad que le hizo emitir un grito ahogado y temblar de un placer que la acompañó hasta quedarse dormida.

 

***

 

Los siguientes días buscó cualquier excusa para volver a la biblioteca, pero no logró coincidir con su desconocida. Los padres de Cloe estaban encantados al verla tan enfocada en una carrera por la que nunca había demostrado demasiada euforia, pero ella era incapaz de retener las frases que leía repetidamente en sus largas horas de estudio. Solo pensaba en la misteriosa morena del cuaderno verde. Se sentaba en la misma mesa que compartieron y, si estaba ocupada, buscaba alguna cercana para que la pudiera encontrar en caso de aparecer por allí, y apuraba hasta el cierre para irse a casa. A veces se sentía estúpida por esperar a alguien que ni la conocía ni había mostrado el menor interés en hacerlo, pero algo en ella la atraía al mismo sitio una y otra vez. Tal vez era la sensación de peligro y de miedo a lo desconocido lo que la llevaba al mismo lugar, pero ese vértigo la hacía sentirse viva de un modo irremediable. Tal vez era simplemente la seguridad de saber que nunca se había sentido así.

Una noche, camino al coche sumida en sus pensamientos, Cloe escuchó unos pasos tras ella que la asustaron y la hicieron acelerar. Los campus no son los sitios más seguros a esas horas y por eso sacó la llave intentando entrar cuanto antes en su vehículo. Al ir a abrir la puerta una mano se apoyó en su hombro, pero fue incapaz de gritar.

—Olvidaste esto.

Cloe no se atrevió a girarse. Sin duda era su voz, la misma que resonaba en su cabeza desde que días atrás la escuchó en la biblioteca. Cogió aire para que sus nervios no fueran demasiado evidentes y, lentamente, dio media vuelta intentando alargar el momento para que ella no viera que de nuevo sus mejillas acumulaban una gran cantidad de sangre.

La chica tenía su brazo extendido y le ofrecía un ejemplar del Código Penal que sin duda era suyo, porque tenía su nombre escrito en la cubierta.

—Te he estado observando. Me llamo Ana —le dijo descarada y en un tono desafiante.

—Yo... yo soy Cloe —respondió con torpeza.

—Lo sé, lo pone aquí —añadió señalando el libro—. Te pega estudiar Derecho, tienes pinta de niña buena y de ser muy aplicada, por lo menos estudias mucho... —ironizó.

—Bueno... es que se acercan los exámenes y yo... —in-tentó justificarse Cloe.

—¿Es por eso por lo que vas tan a menudo a la biblioteca? Pensé que era por otro motivo... —preguntó Ana, que parecía disfrutar con la incomodidad de su interlocutora.

—Sí, bueno, no... —Y, sin que pudiera terminar de responder, Ana la empujó contra la puerta del coche y la besó apasionadamente.

A Cloe le temblaron las piernas al sentir el aliento de Ana y su lengua recorriendo sus labios, su boca. Cerró los ojos y se dejó llevar por ese instante perfecto; cuando por fin los abrió, Ana se había ido y su libro reposaba sobre el capó del coche. Tenía el pulso tan acelerado que le costó incluso abrir la puerta, pero consiguió llegar a casa sin saber ni cómo.

Al día siguiente, y tras pasar la noche en vela pensando en Ana y en el beso que le había robado, se sintió enferma. El estómago le ardía hasta el punto de causarle náuseas. No podía comprender lo que había sentido la noche antes y mucho menos enfrentarse a ello. Nunca nadie le había hecho perder la cabeza de ese modo y menos una mujer. Eso no entraba en sus planes, y era consciente de que para su familia sería un auténtico escándalo. Tampoco tenía ninguna amiga íntima con la que compartir lo que estaba experimentando, alguien a quien confesarle sus secretos más íntimos. Sus amigas de toda la vida eran las hijas de los amigos de sus padres, y sabía por experiencia que eran incapaces de mantener la boca cerrada, porque para ellas la privacidad ajena era una moneda de cambio con la que reclamar la atención de las demás en cualquier encuentro.

Cuando su madre entró en su habitación preguntando por qué no iba a clase, Cloe mintió y le dijo que les habían dado el día libre para preparar los inminentes exámenes. Se encerró en el dormitorio y salió únicamente para comer y cenar, y por la noche apenas pudo dormir. De haber sido por ella, se hubiera quedado en la cama intentando aclararse y comprender qué le estaba pasando, pero una vez más debía hacer lo que se esperaba de ella y a primera hora de la mañana no tuvo más remedio que ir a la facultad.

Cuando le entregaron el primer examen, las preguntas le parecieron confusas y, por más que lo intentó, no logró recordar nada de lo que había aprendido en los últimos meses. La única palabra que le venía a la cabeza era su nombre, Ana. Tras entregar una prueba que estaba segura de que no iba a superar, decidió ir a pasear por el campus buscando un poco de calma.

El sol del mediodía consiguió relajarla, y Cloe se sentó en el césped, cerró los ojos y empezó a respirar despacio, como hacía cuando se sentía nerviosa. Unos instantes después, había recuperado la tan ansiada paz y decidió presentarse a la siguiente prueba esperando que esta vez su mente encontrara el camino correcto. Al ir a incorporarse, una silueta cubrió la luz que tanto había necesitado minutos antes. Enseguida supo que era ella.

—Pareces asustada, ¿todo bien? —le preguntó Ana mirándola desde arriba.

Al ver que alargaba su mano, Cloe la cogió y se levantó con su ayuda, pero la fragilidad que sentía en ese momento hizo que se balanceara hacia delante. Ana la agarró por la cintura y le susurró al oído:

—Te tengo.

De nuevo Cloe supo que estaba perdida.

Se quedaron mirando unos instantes en silencio, descubriéndose por primera vez a la luz del día. Los penetrantes ojos de Ana parecían comprender los miedos de Cloe, que era incapaz de articular palabra.

—Tranquila, no voy a hacerte nada —le dijo con una dulzura que no había mostrado hasta entonces—. Nada que tú no quieras, por supuesto...

Al verla así, tan cerca, tan deseable, Cloe no pudo enfrentarse a ella y, recogiendo sus cosas a toda prisa, se marchó murmurando un suave «Lo siento».

El resto del día se le hizo eterno. Nunca había valorado tanto ser una alumna ejemplar, pues eso le permitió enfrentarse a los siguientes exámenes sabiendo que con la concentración justa por lo menos podría aprobarlos.

Al finalizar la semana abandonó el campus libre de ataduras por un tiempo. Empezaban las vacaciones navideñas y por fin podría caminar sin miedo a cruzarse con ella, con Ana; incluso su nombre le provocaba un escalofrío. Se sintió aliviada al descargar su pesado bolso en el asiento del copiloto de su coche y, cuando metió la llave en el contacto, vio un trozo de papel bajo el parabrisas. Lo cogió pensando que era publicidad, pero al leerlo sintió una mezcla de pánico y alivio. Era una nota de Ana, que simplemente había escrito su nombre y un número que enseguida comprendió que era su teléfono. Cloe lo guardó en su bolso incómoda, mirando a ambos lados por si alguien la había visto, y arrancó para alejarse cuanto antes sin mirar atrás.

Entró en casa sin hacer ruido para no tener que hablar con nadie y se fue directa a su habitación deseando meterse en la cama. Estaba demasiado agotada para responder a las preguntas de su padre, que como siempre querría saber el contenido de los exámenes y sus respuestas y, por supuesto, analizaría en profundidad cada uno de los temas. Ni siquiera se molestó en bajar a cenar y, aunque Ana seguía resonando en su cabeza, no tardó en dormirse hasta el día siguiente.