Capítulo 5

Colin

Colin ya había sido testigo de reacciones como la de María, y sabía que ella se debatía entre quedarse o marcharse. Por lo general, la gente reaccionaba de forma negativa al oírle hablar de su vida anterior. Aunque él ya no se flagelaba por los errores cometidos en el pasado, tampoco estaba orgulloso de ellos. Él era él, con sus aspectos buenos y malos, y lo aceptaba. Ahora le tocaba a ella tomar una decisión.

Sabía que Evan no habría aprobado la forma en que había contestado a las preguntas de María, pero, además, de su deseo de ser honesto, lo que Evan no comprendía era que intentar ocultar la verdad sobre su pasado no servía de nada, por más que le hubiera gustado que así fuera. La gente era curiosa y cauta a la vez, y sabía que una búsqueda rápida en Internet de su nombre conducía a un puñado de artículos de prensa sobre él, ninguno con noticias buenas. ¿Y si no lo hubiera dejado claro desde el principio? María o Serena podrían haberlo «googleado» de la misma forma que había hecho Victoria.

Había conocido a Victoria en el gimnasio, un par de años antes; después de charlar de vez en cuando durante unos meses, habían acabado por entrenar juntos algunos días. Él pensaba que a ella le caía bien y la consideraba una buena compañera de entreno, hasta que, de repente, empezó a evitarlo. Dejó de contestar a sus llamadas y mensajes, y empezó a ir al gimnasio por las mañanas en lugar de por las noches. Cuando consiguió hablar de nuevo con Victoria, ella le confesó que se había enterado de su pasado, e insistió en que no volviera a contactar con ella. No había intentado recurrir a excusas; Colin tampoco le ofreció ninguna, pero se preguntó por qué había hecho esa búsqueda por Internet. Ni que estuvieran saliendo juntos; ni siquiera estaba seguro de si habían llegado a la fase de amistad. Al cabo de un mes, ella dejó de ir al gimnasio, y ya no volvió a verla.

Victoria no había sido la única que lo había esquivado después de saber la verdad sobre su pasado. Aunque Evan bromeaba acerca de que Colin explicara voluntariamente toda su historia de forma inmediata a cualquiera que le preguntara, no era tan fácil. Normalmente, mantenía dicha información para sí, a menos que alguien formara parte (o pudiera hacerlo) de su vida de algún modo.

Aunque todavía era muy pronto para saber si María se incluía en tal categoría, Serena era compañera de clase; si se había atrevido a hablar con él una vez, era muy probable que volviera a hacerlo. Colin no negaba que había algo en María que le atraía. En parte era su aspecto físico, por supuesto (una versión madura, más interesante que Serena, con el mismo pelo y ojos oscuros), pero, en el bar, se había fijado en su falta de vanidad. Aunque había atraído las miradas de bastantes hombres en la terraza, ella ni se había fijado, algo que le parecía del todo inusual. Pero sus impresiones iniciales eran aún más profundas: a diferencia de Serena (tan parlanchina y avispada, lo que no era para nada su estilo), María era más comedida, más silenciosa y, obviamente, inteligente.

¿Y ahora? Colin observó a María mientras ella intentaba decidir si se quedaba o no, si continuaba la conversación o decía adiós. Él se quedó callado, concediéndole tiempo para que tomara una decisión. Entretanto, Colin se concentró en la sensación de la brisa y en el susurro de las olas. Con la vista fija en el embarcadero, se fijó en que ya se había ido la mayoría de la gente que antes estaba pescando; los que quedaban estaban recogiendo el material o limpiando la pesca obtenida.

María se apartó y se apoyó en la barandilla. El cielo oscuro sumía su cara en sombras y le otorgaba una apariencia misteriosa, ignota. La observó mientras ella soltaba un largo suspiro.

—¿Qué otras cosas? —preguntó ella al final.

Colin sonrió para sí.

—Por mucho que me guste entrenar, a veces no tengo ganas de hacerlo. Pero si tengo un combate a la vista, sé que he de entrenar para estar a la altura; eso me obliga a levantarme del sofá y a ir al gimnasio.

—¿Todos los días?

Él asintió.

—Normalmente, dos o tres sesiones diferentes. Requiere muchas horas de preparación.

—¿Qué haces?

—Casi de todo —dijo al tiempo que se encogía de hombros—. Una buena parte del entreno consiste en lucha y en defensa personal, pero, además, procuro mezclar tantas modalidades como puedo. Hago halterofilia, pero también clases de spinning, yoga, kayak, circuitos guiados, correr, trepar por una soga, subir y bajar escaleras, pliométrica, lo que sea. Mientras sude, estoy contento.

—¿Practicas yoga?

—No solo es bueno para la flexibilidad y el equilibrio, sino que es una gran ayuda mental. Es como meditar. —Asintió con la vista fija en el agua, que con los últimos rayos del sol había adquirido un tono bruñido rojo-dorado—. Es como estar aquí después del trabajo.

María lo miró con curiosidad.

—No pareces la clase de persona que practique yoga. Los chicos que hacen yoga son…

Él terminó la frase por ella.

—¿Delgados? ¿Barbudos? ¿Tipos a los que les gusta el incienso y los abalorios?

Ella se rio.

—Iba a decir que no suelen ser violentos.

—Ni yo tampoco. Ya no. Es cierto que cuando lucho puede pasar que tanto yo como el contrincante salgamos heridos, pero no es que necesariamente quiera herir a alguien. Solo quiero ganar.

—¿Las dos cosas no van juntas?

—A veces, pero no siempre. Si consigues someter al adversario inmovilizándolo, este saldrá del cuadrilátero tan fresco.

María se retorció la pulsera en la muñeca.

—¿Da miedo? ¿Meterte en esa jaula?

—Si tienes miedo, es mejor que no te subas al cuadrilátero. Para mí es más como un subidón de adrenalina. La clave está en mantener la adrenalina bajo control.

Él empezó a bobinar el carrete.

—Supongo que eres muy bueno.

—Soy bueno en la categoría amateur, pero lo pasaría mal con los profesionales. Algunos de esos tipos son boxeadores olímpicos, y no están en mi liga. Aunque lo que hago ya me está bien. Mi sueño no es llegar a combatir en la categoría de los profesionales; solo es algo que hago mientras termino los estudios. Cuando llegue el momento, no me importará dejarlo.

En lugar de volver a desviar la vista, engarzó el cabo y miró la caña con atención, luego tensó el sedal.

—Además, dar clases y combatir en un cuadrilátero no son una buena combinación. Probablemente asustaría a los más pequeños como te asusté a ti.

—¿Niños pequeños?

—Quiero dar clase a niños de tercero de primaria. —Se inclinó hacia delante y cogió la caja de anzuelos—. Se está haciendo tarde —añadió—. ¿Estás lista para irnos, o quieres que nos quedemos más rato?

—Podemos irnos —dijo ella.

Mientras Colin encajaba la caña en el hombro, María se fijó en los restaurantes iluminados, con colas de personas en cada una de las puertas. Unas suaves notas de música llenaban el ambiente.

—Esto empieza a llenarse de gente —comentó María.

—Por eso pedí el turno de tarde. De noche, la terraza es un verdadero zoo.

—No está mal para las propinas, ¿no?

—No compensa por la cantidad de trabajo. Hay demasiados universitarios.

Ella se rio, con una carcajada cálida y melódica. Empezaron a desandar los pasos que habían dado antes. Ninguno sentía la necesidad de ir rápido. Bajo la tenue luz, María estaba guapísima. Al verla sonreír levemente, Colin se preguntó en qué estaría pensando.

—¿Siempre has vivido aquí? —se interesó él, rompiendo la relajante tregua.

—Crecí aquí, y regresé el pasado mes de diciembre —contestó—. Entre la universidad y mi trabajo en Charlotte, he estado unos diez años fuera. Tú no eres de aquí, ¿verdad?

—Soy de Raleigh —contestó Colin—. De pequeño pasaba los veranos aquí. También viví aquí algunos meses durante unos años, después del instituto; iba y venía. Ahora ya hace tres años que me he instalado aquí de forma permanente.

—Quizás hayamos sido vecinos y ni lo sabíamos. Yo fui a la Universidad de Carolina del Norte y a la de Duke.

—Vecinos o no, seguro que no nos movíamos en los mismos ambientes.

Ella sonrió.

—Así que… ¿has venido aquí para ir a la universidad?

—Al principio, no. La universidad llegó más tarde. Vine porque mis padres me echaron de casa y no sabía adónde ir. Mi amigo Evan vivía aquí, y me alquiló un apartamento.

—¿Tus padres te echaron de casa?

Él asintió.

—Necesitaba un toque de atención, y ellos me lo dieron.

—Ah. —María intentó mantener la voz neutra.

—No los culpo. Me lo merecía. Yo también me habría echado de casa.

—¿A causa de las peleas?

—Y por más motivos, pero las peleas solo suponían una parte del problema. Era un chico conflictivo. Y después, cuando acabé de estudiar en el instituto, fui un adulto conflictivo durante un tiempo. —La miró con curiosidad—. ¿Y tú? ¿Vives con tus padres?

María negó con la cabeza.

—Tengo un apartamento en Market Street. Aunque los quiero mucho, no podría vivir con mis padres.

—¿A qué se dedican?

—Regentan La Cocina de la Familia. Es un restaurante.

—He oído hablar de él, pero no he estado.

—Deberías ir. La comida es muy buena. Mi madre todavía cocina buena parte de lo que sirven, y el local siempre está a tope.

—Si menciono tu nombre, ¿me harán descuento?

—¿Necesitas un descuento?

—La verdad es que no. Solo me preguntaba hasta qué punto había progresado nuestra relación.

—Ya veré lo que puedo hacer. No creo que pueda conseguirte un trato de favor.

Ya habían llegado a la parte del embarcadero que quedaba sobre la arena; bajaron los peldaños. Él la siguió mientras ella descendía dando unos graciosos saltitos.

—¿Quieres que te acompañe hasta el coche? —ofreció él, mirándola a los ojos.

—No hace falta, no está muy lejos.

Colin se pasó la caña de un hombro al otro, sin ganas de que la noche tocara a su fin.

—Si Serena había planeado salir con sus amigos, ¿qué planes tenías tú para el resto de la noche?

—No tenía planes, ¿por qué?

—¿Quieres que vayamos a algún bar a escuchar música? Ya que estamos aquí y que todavía no es tarde…

Su propuesta pareció tomarla por sorpresa; por un momento, María pensó en decir que no. Se ajustó el bolso al hombro y jugueteó con la hebilla. Mientras Colin esperaba, volvió a pensar que era guapa, con aquellas largas pestañas negras envolviendo sus pensamientos.

—Pensaba que ya no ibas a bares.

—Y no lo hago. Pero podríamos caminar un rato por la playa y escuchar buena música desde donde estemos.

—¿Sabes si hay alguna banda buena?

—No tengo ni idea.

La cara de María reflejaba sus dudas hasta que, de repente, Colin vio que ella cedía.

—De acuerdo. Pero no quiero quedarme hasta muy tarde. Quizá solo un paseo por la playa, ¿vale? No quiero estar aquí cuando toda esa gente decida irse a casa.

Colin sonrió, sintiendo una especie de liberación. Alzó la caja de pesca y dijo:

—Solo déjame que pase un momento por el restaurante, para dejar esta caja, ¿vale? No quiero cargar con ella todo el rato.

Regresaron al restaurante; después de que él guardara sus trastos en la zona de los empleados, enfilaron de nuevo hacia la playa. Las estrellas estaban empezando a emerger, como brillantes puntitas de alfiler en el cielo aterciopelado. Las olas continuaban su rítmica danza; la brisa cálida era como una silenciosa bocanada. Mientras caminaban despacio, Colin era consciente de lo cerca que estaba de ella, tan cerca que podía tocarla, pero desechó el pensamiento.

—¿Qué tipo de derecho ejerces?

—Básicamente, defensa en materia de seguros. Investigación y depósitos, negociación, y, como último recurso, litigio.

—¿Y defiendes a compañías de seguros?

—Normalmente, sí. De vez en cuando, nos ponemos del lado de la parte demandante, pero no suele pasar.

—¿Te mantiene ocupada?

—Mucho —asintió ella—. Hay una estrategia para cada caso, y por más que las reglas intentan anticiparse a cualquier posibilidad, siempre existen áreas grises. Digamos que alguien resbala y cae en tu tienda y te denuncia, o que un empleado te denuncia después de que lo hayas despedido, o quizás estáis celebrando la fiesta de cumpleaños de tu hijo y uno de sus amigos sufre un accidente en tu piscina. La compañía de seguros es responsable de la indemnización, pero a veces decide responder a una demanda. Ahí es donde intervenimos nosotros. Porque la otra parte siempre tiene abogados.

—¿Siempre acabáis en los tribunales?

—Yo no. No es mi trabajo. Todavía estoy aprendiendo. El abogado para el que trabajo sí que va de vez en cuando a los tribunales, pero, por suerte, en la mayoría de nuestros casos llegamos a un acuerdo antes de ir a juicio. Al final es más barato, y supone menos molestias para todos los implicados.

—Supongo que sabrás un montón de chistes sobre abogados.

—No tantos. ¿Por qué? ¿Conoces tú alguno?

Colin avanzó un par de pasos. Adoptó un porte serio y dijo:

—El juez le pregunta al acusado: «¿Insiste usted en qué no quiere un abogado que le defienda?» «No señoría, estoy decidido a decir la verdad.»

—Ja, ja, ja.

—Solo estaba bromeando. Soy el primero en apreciar a un buen abogado. Yo he tenido algunos que han sido verdaderos profesionales.

—¿Porque los necesitabas?

—Sí —contestó. Colin sabía que eso suscitaría más preguntas, pero cambió de tema, con la vista fija en el océano—. Me encanta caminar de noche por la playa.

—¿Por qué?

—Es diferente al día, sobre todo cuando hay luna. Me gusta el misterio de pensar que allí dentro puede haber cualquier cosa, nadando justo por debajo de la superficie.

—Un pensamiento estremecedor.

—Por eso estamos aquí, y no en el agua.

Ella sonrió, sorprendida de con qué facilidad habían ido caminando hasta alcanzar la orilla. Ninguno de los dos sentía la necesidad de hablar. Colin se centró en la sensación de sus pies hundiéndose en la arena y la cálida brisa en la cara. Al ver el pelo de María ondulándose al aire, se dio cuenta de que estaba disfrutando de aquel paseo mucho más de lo que habría podido imaginar. Se recordó que eran un par de desconocidos, pero, por alguna razón, no tenía tal impresión.

—Tengo una pregunta, aunque no sé si es demasiado personal —se atrevió María a decir al final.

—Adelante —contestó él, si bien ya sabía qué le iba a preguntar.

—Has dicho que fuiste un adulto conflictivo y que te metiste en un montón de peleas. Y que contaste con el servicio de magníficos abogados.

—Sí.

—¿O sea que te arrestaron?

Colin se ajustó la gorra.

—Sí.

—¿En más de una ocasión?

—Bastantes veces —admitió—. Durante una época, me convertí en una pesadilla para bastantes polis en Raleigh y en Wilmington.

—¿Te condenaron?

—Varias veces.

—¿Fuiste a la cárcel?

—No. Probablemente pasé el equivalente a un año en un centro correccional. No un año seguido, sino un mes, luego dos meses… Nunca pisé la cárcel. Me iban a encerrar (la última pelea acabó muy mal), pero tuve mucha suerte, y aquí estoy.

María bajó la barbilla, sin duda cuestionándose su decisión de pasear con él.

—Cuando dices que tuviste mucha suerte…

Colin dio unos pasos antes de contestar.

—He pasado los últimos tres años en libertad condicional, y todavía me quedan dos años más. Forma parte del trato de favor que recibí. Básicamente, si no me meto en líos durante los próximos dos años, limpiarán mi historial delictivo. Lo que significa que podré dar clases de primaria, y eso es importante para mí. La gente no quiere a un delincuente como maestro de sus hijos. Por otro lado, si meto la pata, el trato quedará invalidado e iré derechito a la cárcel.

—¿Cómo es posible? Me refiero a que limpien por completo tu historial.

—Me diagnosticaron un trastorno violento y un trastorno por estrés postraumático, se consideran atenuantes. ¿Sabes a qué me refiero?

—Es otra forma de decir que no podías dominarte —contestó ella.

Colin se encogió de hombros.

—Eso es lo que dijo el psiquiatra, y, por suerte, yo disponía de mi historial médico para demostrarlo. Hacía años que iba a terapia; había estado tomando medicación de forma periódica, y, como parte del trato, tuve que pasar varios meses en un centro psiquiátrico en Arizona especializado en trastornos violentos.

—Y… cuando volviste a Raleigh, ¿tus padres te echaron de casa?

—Sí, pero todo eso junto (las peleas y la condena a la cárcel, el trato de favor, el tiempo que pasé en el centro psiquiátrico, y de repente verme forzado a apañarme por mí mismo) me llevó a una introspección seria, y me di cuenta de que estaba cansado de la vida que llevaba. Estaba cansado de ser quien era. No quería ser el chico con fama de dar una patada a alguien que estaba tendido en el suelo, quería que me conocieran como… un amigo, alguien en quien se puede confiar. O, por lo menos, un chico con un futuro por delante. Así que dejé de salir de juerga y centré toda mi energía en entrenar, ir a la universidad y trabajar.

—¿Así de sencillo?

—No es tan sencillo como suena, pero sí… ese era el plan.

—La gente no cambia de la noche a la mañana.

—No me quedaba otra alternativa.

—Sin embargo…

—No me malinterpretes. No intento excusarme por lo que hice. A pesar de lo que los médicos decían sobre si era posible o no que controlara mi conducta, sabía que no estaba bien de la cabeza, pero me importaba un bledo mi posible rehabilitación. En vez de eso, fumaba porros, bebía, destrozaba coches, entraba sin permiso en la casa de veraneo de mis padres y me arrestaban una y otra vez por pelearme en locales públicos. Durante mucho tiempo, lo único que me importó fue pasarlo bien a toda costa.

—¿Y ahora sí que te importa tu bienestar?

—Mucho. Y no tengo ninguna intención de volver a caer en viejos hábitos no saludables.

Colin sintió la mirada crítica de María; notó que intentaba entrelazar el pasado que le había descrito con el hombre que tenía delante.

—Puedo entender el trastorno violento, pero ¿un trastorno por estrés postraumático?

—Sí.

—¿Qué te pasó?

—¿De verdad quieres que te lo cuente? Es una larga historia. —Cuando ella asintió, él continuó—: Tal como he dicho, fui un niño conflictivo: a los once años era incontrolable. Al final, mis padres me enviaron a una academia militar, un sitio de pesadilla. Entre los alumnos de los últimos cursos circulaba esa horrenda mentalidad de El señor de las moscas, sobre todo con los recién llegados. Al principio se trató de pequeñas novatadas: quitarme la leche o el postre en la cafetería, u obligarme a lustrarles los zapatos o a hacerles la cama mientras otro chico ponía mi habitación patas arriba; pero algunos de esos tipos eran diferentes…, verdaderos sádicos. Me azotaban con toallas mojadas después de la ducha, o se acercaban a mí con sigilo por la espalda, mientras estaba estudiando, y me cubrían con una manta, para acto seguido molerme a palos. Al cabo de unos meses, empezaron a atacarme por la noche, mientras dormía. En aquella época, era bajito y cometía el error de llorar mucho, lo que los incitaba a ser más crueles. Se podría decir que me convertí en su blanco preferido. Venían a verme dos o tres noches por semana, siempre con una manta, siempre con puñetazos; me daban unas palizas tremendas, mientras me decían que estaría muerto antes de que acabara el año. Yo estaba al borde de un ataque de nervios todo el tiempo. Intentaba mantenerme despierto, y daba un respingo ante el mínimo ruido, pero no podía evitar quedarme dormido. Ellos se tomaban su tiempo y esperaban hasta que caía rendido. Esa clase de salvajadas duraron meses. Todavía tengo pesadillas al respecto.

—¿Se lo contaste a alguien?

—Por supuesto que lo hice. Se lo conté a todo el mundo: al comandante, a mis profesores, al terapeuta, incluso a mis padres. Nadie me creía. Me decían que dejase de mentir y de gimotear, y que me curtiera.

—Es terrible…

—Sin duda. Solo era un chiquillo. Un día decidí que tenía que salir de allí antes de que esos desalmados se pasaran de la raya y no pudiera contarlo, así que actué en rebeldía. Robé un bote de aerosol, me fui al pueblo y pinté el edificio de la Administración. Terminaron por echarme, que era precisamente lo que yo quería. —Aspiró hondo—. De todos modos, al cabo de dos años cerraron la academia, después de que la prensa local aireara las malas prácticas en aquella institución. Un chico murió. Un chico joven, de mi edad. Yo no era uno de los estudiantes mencionados en el artículo, pero salió en las noticias nacionales durante unos días. Penas criminales y civiles. Algunos terminaron en prisión. Y mis padres se sintieron fatal cuando se enteraron, porque no me habían creído. Tal vez por eso aguantaron todas mis locuras durante tanto tiempo después de que me graduara. Porque todavía se sentían culpables.

—Así que después de que te echaran…

—Fui a otra academia militar; me juré a mí mismo que no permitiría que nadie me golpeara de nuevo. En el futuro, sería yo quien propinaría el primer puñetazo. Así que aprendí a luchar de forma profesional. Estudiaba, practicaba; si alguien me agarraba, perdía el mundo de vista. Era como si fuera un niño pequeño otra vez. Me expulsaron de varias academias, a duras penas conseguía sacar adelante los estudios, y cuando por fin me gradué, la bola se hizo más grande. Ya te he dicho que no estaba muy bien de la cabeza. —Dio unos pasos en silencio—. Resumiendo, todo eso salió a la luz durante el juicio.

—¿Qué tal es tu relación con tus padres, ahora?

—Al igual que con mis hermanas, es un proceso lento. De momento tienen una orden de alejamiento contra mí.

María se quedó boquiabierta. Colin continuó:

—Estaba discutiendo con mis padres la noche antes de ir al centro psiquiátrico en Arizona, y acabé por estampar a mi padre contra la pared. No pensaba hacerle daño, y se lo dije repetidas veces, solo quería que me escuchara, pero los dos se asustaron mucho. No presentaron cargos (si no, no estaría aquí), pero consiguieron una orden de alejamiento que me prohíbe estar en su casa. Ahora se han relajado, pero la orden sigue vigente, probablemente para que no se me ocurra pensar en volver a instalarme en su casa.

Ella lo estudió.

—Aún no comprendo cómo has podido… simplemente cambiar. Quiero decir, ¿y si vuelves a ponerte violento?

—Todavía me enfado. Todo el mundo se enfada. Pero he aprendido a controlar mis impulsos de forma diferente. Como, por ejemplo, no ir a bares ni tomar drogas, y nunca bebo más de un par de cervezas cuando salgo con amigos. Además, el hecho de estar en buena forma física, de entrenar duro, de ponerme a prueba en el gimnasio, me ayuda a controlarme. También aprendí un montón de técnicas útiles en el centro psiquiátrico, diferentes formas de abordar los problemas. Al final, fue una de las mejores experiencias de mi vida.

—¿Qué aprendiste, en ese centro?

—A respirar hondo, a apartarme de los conflictos, a dejar que los pensamientos se diluyan o a intentar identificar una emoción cuando aparece con la esperanza de reducir su poder… No es fácil, pero después de cierto tiempo se convierte en un hábito. Requiere mucho esfuerzo y mucho pensamiento consciente, pero, de no recurrir a todas esas prácticas, probablemente tendría que volver a medicarme con litio, y detesto esa droga. A mucha gente le funciona, pero yo no me sentía bien cuando la tomaba. Era como si una parte de mí no estuviera viva. Y siempre tenía hambre, por más que comiera. Al final engordé bastante. Prefiero entrenar varias horas al día, hacer yoga, meditar y evitar lugares donde podría meterme en líos.

—¿Funciona?

—De momento, sí —contestó él—. Gano la batalla día a día.

Mientras seguían caminando por la playa, la música se iba gradualmente amortiguando con el sonido de las olas que rompían en la orilla. Más allá de las dunas, los locales cedían protagonismo a las casas, con las luces encendidas. La luna se había elevado en el cielo, bañando el mundo con un brillo etéreo. Cangrejos fantasma correteaban de un agujero al siguiente, esquivando a la pareja que se acercaba con paso lento.

—No tienes reparos en hablar de tu pasado —observó María.

—Me limito a contestar tus preguntas.

—¿No te preocupa lo que pienso?

—La verdad es que no.

—¿No te importa lo que los demás piensen de ti?

—Hasta cierto punto. Todo el mundo lo hace. Pero si vas a juzgarme, necesitas saber quién soy en realidad, no solo la parte que decida contarte. Prefiero ser honesto y dejar que tú decidas si quieres seguir hablándome o no.

—¿Siempre has sido así? —Lo observó con genuina curiosidad.

—¿A qué te refieres?

—¿Honesto respecto… a todo?

—No —dijo—. Eso fue después de salir del centro psiquiátrico. Junto con todos los otros cambios que decidí aplicar a mi vida.

—¿Cómo reacciona la gente?

—La mayoría no sabe qué pensar. Sobre todo al principio. Evan todavía no lo sabe. Y creo que tú tampoco. Pero para mí es importante ser sincero. Sobre todo con los amigos, o con alguien que creo que puedo volver a ver.

—¿Por eso me lo has contado? ¿Porque crees que nos volveremos a ver?

—Sí —contestó él.

Durante unos segundos, María no supo qué pensar.

—Eres un tipo interesante —concluyó.

—Ha sido una vida interesante —admitió él—. Pero tú también eres interesante.

—Te aseguro que, comparada contigo, me definiría como la persona menos interesante que hay sobre la faz de la Tierra.

—Quizá, o quizá no. Pero todavía no has salido corriendo.

—Aún puedo hacerlo. En cierto modo, intimidas.

—No es verdad.

—¿Para una chica como yo? Créeme, intimidas. Probablemente es la primera vez que paso una noche con un chico que habla de pisotear la cabeza de otros en peleas o de estampar a su padre contra la pared.

—O al que han arrestado. O que ha estado internado en un centro psiquiátrico…

—Eso también.

—¿Y?

María se apartó unos mechones que la brisa le pegaba a la cara.

—Todavía estoy decidiendo. De momento, no tengo ni idea de qué pensar sobre todo lo que me has contado. Pero, si salgo corriendo de repente, no intentes seguirme, ¿de acuerdo?

—Trato hecho.

—¿Le has contado algo de esto a Serena?

—No —dijo Colin—. A diferencia de ti, ella no preguntó.

—Pero ¿lo habrías hecho?

—Probablemente sí.

—Claro que sí.

—¿Y si hablamos un rato de ti, para cambiar de tema? ¿Te sentirías mejor si lo hiciéramos?

María esbozó una sonrisa mordaz.

—No hay mucho que contar. Ya te he hablado un poco de mi familia; ya sabes que crecí en esta ciudad y que fui a la Universidad de Carolina del Norte y a la de Duke, y que trabajo de abogada. Mi pasado no es tan… colorido como el tuyo.

—Eso es bueno —admitió él.

Ambos dieron media vuelta a la vez e iniciaron el camino de regreso.

De repente, María se detuvo un momento, con una mueca de dolor. Se agarró al brazo de Colin para mantener el equilibrio y levantó un pie de la arena.

—Espera un momento. Estas sandalias me están matando.

Él observó cómo se quitaba las sandalias. Cuando, finalmente, María se soltó de su brazo, siguió notando el contacto de su piel.

—Mejor, gracias —dijo ella.

Reanudaron la marcha, esta vez más despacio. En la terraza de Crabby Pete’s, el grupo de gente era más numeroso. Colin pensó que el resto de los bares estarían igual de llenos. Sobre sus cabezas, la mayoría de las estrellas habían desaparecido bajo el resplandor de la luna. En el cómodo silencio, se encontró admirando los rasgos de María: los pómulos y los labios carnosos, la curva de las pestañas sobre su piel perfecta.

—Estás muy callada —comentó.

—Estoy intentando asimilar todo lo que me has contado. Es mucha información.

—Lo entiendo.

—Diría que eres diferente.

—¿En qué sentido?

—Antes de aceptar el puesto de trabajo en Wilmington, era la ayudante del fiscal del distrito en Charlotte.

—¿En serio?

—Durante un poco más de tres años. Fue mi primer trabajo después de licenciarme.

—¿Así que estás más acostumbrada a lidiar con tipos como yo que a salir con ellos?

María asintió con la cabeza y continuó:

—Más que eso. La mayoría de la gente elige la forma como quiere contar sus historias. Siempre hay una parte positiva en el relato, y de ese modo enmarca las historias, pero tú…, tú eres tan objetivo… Es casi como si estuvieras describiendo a otra persona.

—Algunas veces incluso yo tengo esa impresión.

—No sé si yo sería capaz de hacerlo. —Frunció el ceño y continuó—: La verdad es que no sé si querría hacerlo, por lo menos, hasta el punto en que lo haces tú.

—Hablas como Evan. —Colin sonrió—. ¿Te gustó trabajar en la oficina del fiscal del distrito?

—Al principio estaba bien. Y he de admitir que fue una gran experiencia. Pero, después de un tiempo, me di cuenta de que no era lo que pensaba.

—¿Como pasear conmigo?

—Más o menos —contestó ella—. En la Facultad de Derecho pensaba que estar en una sala de audiencia sería más o menos como lo que uno ve en la tele. Quiero decir, sabía que sería diferente, pero no estaba preparada para algo tan distinto. Tenía la impresión de estar siempre juzgando a la misma persona, con el mismo historial, una y otra vez. El fiscal del distrito se quedaba con los casos más gordos, pero los sospechosos con los que yo trataba eran como clichés; normalmente, era gente pobre y desempleada con pocos estudios, y solía haber drogas y alcohol de por medio. Y así todos los días. Siempre había casos, muchos casos. Detestaba ir a la oficina los lunes por la mañana porque sabía lo que me aguardaba sobre la mesa. La gran cantidad de carpetas me obligaba a posicionarme, a tener que dar prioridad a unos casos y a estar continuamente negociando acuerdos judiciales. Todos sabemos que los asesinatos y los intentos de asesinato o crímenes con armas son un tema serio, pero ¿cómo das prioridad al resto de los casos? ¿Es un chico que roba un coche peor que un chico que entra sigilosamente en casa de alguien y roba algunas joyas? ¿Y cómo compararías uno de esos casos en que una secretaria malversa fondos de la empresa donde trabaja? Pero hay tanto margen en el expediente judicial… Incluso cuando el caso más extraño va a juicio, no es lo que sabes que había sucedido, sino lo que puedes probar más allá de una duda razonable, y ahí es donde se complica el asunto.

»La gente cree que tenemos recursos ilimitados para procesar, con capacidad forense y testigos expertos a mano, pero no es así. El cotejo de datos de ADN puede llevar meses, a menos que sea un caso flagrante. Los testigos son increíblemente inconsistentes. Las pruebas son ambiguas. E insisto: hay tantos casos…, aunque realmente quisiera ahondar en un delito en particular, tendría que olvidarme del resto de las carpetas que había sobre mi mesa. Así que lo más normal, lo más pragmático era llegar a un trato con el abogado de la parte contraria, para que el sujeto declarase un delito menos grave.

María propinó un puntapié a la arena y luego arrastró los pies.

—Me veía constantemente atrapada en situaciones en las que la gente esperaba resultados que yo no podía ofrecer, y acababa por ser la mala de la película. Según su punto de vista, los sospechosos habían cometido un delito y debían pagar por ello, lo que para las víctimas casi siempre quería decir un tiempo en prisión o una indemnización, lo cual no era posible. Por consiguiente, los oficiales encargados de la detención no quedaban satisfechos, las víctimas tampoco, y yo me sentía como si fallara a todos por igual. Y, en cierto modo, lo hacía. Al final caí en la cuenta de que yo no era más que una tuerca en la rueda del engranaje de aquella averiada máquina gigantesca.

María ralentizó sus pasos y se arrebujó en el jersey para protegerse del viento.

—En este mundo no hay más que… maldad. No te creerías los casos que llegaban a mi despacho. Una madre que prostituía a su hija de seis años para comprar drogas, o un hombre que había violado a una mujer de noventa años. Es suficiente como para perder la fe en la humanidad. Y dado que existe esa enorme carga de que has de perseguir a los sospechosos más terribles, eso significa que otros delincuentes se salvan del castigo que merecen y acaban de nuevo en la calle. Y a veces…

Sacudió la cabeza.

—Bueno, la cuestión es que en los últimos meses que estuve allí, apenas dormía y empecé a sufrir extraños ataques de pánico cuando estaba en el trabajo. Una mañana, entré en la oficina y supe que no lo soportaba más, así que fui al despacho de mi jefe y presenté la dimisión. Ni siquiera había tenido tiempo de encontrar otro trabajo.

—Suena como la clase de empleo que te chupa la sangre.

—Así es. —Sonrió con tristeza; su cara mostraba un cúmulo de emociones enfrentadas.

—¿Y?

—¿Y qué?

—¿Quieres hablar de ello?

—¿Hablar de qué?

—¿De la verdadera razón por la que dimitiste? ¿Lo que originó los ataques de pánico?

Sorprendida, María se volvió hacia él.

—¿Cómo puedes saber una cosa así?

—No lo sé. Pero si llevabas varios años en el puesto, es posible que pasara algo específico. Algo malo. Y supongo que se trataba de algún caso, ¿no?

María se detuvo y desvió la vista hacia el agua. La sombra de la luz de la luna acentuaba su expresión, una mezcla de tristeza y de sentimiento de culpa que derivó en una pena fugaz que a Colin le sorprendió.

—Eres muy intuitivo. —María entornó los ojos y los mantuvo cerrados durante un momento—. No puedo creer que esté a punto de contarte esto.

Colin no dijo nada. En ese momento, habían casi llegado al punto por donde habían entrado en la playa, donde una cacofonía de música era ahora audible por encima del sonido de las olas. Ella señaló hacia la duna.

—¿Te importa si nos sentamos?

—En absoluto.

María se desprendió del bolso y de las sandalias y se sentó. Colin se acomodó a su lado.

—Cassie Manning —pronunció María—. Ese era su nombre… Casi nunca hablo de ella. Es una historia que no me gusta revivir. —Su voz era tensa y controlada—. Recibí el caso unos tres o cuatro meses después de empezar a trabajar en la oficina del fiscal del distrito. Al leerlo me pareció otro caso más. Cassie salía con un chico, un día discutieron, la discusión subió de tono y el chico se puso violento. Cassie acabó en el hospital con un ojo morado, el labio partido, un corte y magulladuras en el pómulo. En otras palabras, no se trataba de un puñetazo, sino de una paliza. El tipo se llamaba Gerald Laws.

—¿Laws? ¿Como «leyes» en inglés?

—He intentado encontrar la ironía, aunque no la veo por ninguna parte. El caso no terminó de la forma típica, ni por asomo. Por lo visto, llevaban seis meses saliendo, y al principio de la relación, Cassie pensó que Laws era increíblemente encantador. La escuchaba, le abría la puerta, todo un caballero, pero, al cabo de unos meses, empezó a fijarse en ciertos aspectos de su personalidad que no le gustaron. Él empezó a ponerse celoso y a mostrarse posesivo. Cassie me dijo que él se enfadaba si ella no contestaba inmediatamente cuando la llamaba; empezó a presentarse en la consulta cuando ella salía del trabajo (era enfermera en una consulta pediátrica), y una vez, mientras Cassie estaba almorzando con su hermano, vio a Laws en la otra punta del bar, solo, sin apartar la vista de ella. Sabía que él la había seguido hasta allí y eso la asustó.

»Cuando él volvió a llamarla, Cassie le dijo que quería interrumpir la relación. Él accedió, pero no tardó en darse cuenta de que él la seguía. Lo veía en la oficina de correos, o cuando salía de la consulta del pediatra, o cuando salía a correr. Además, empezó a recibir llamadas en las que nadie hablaba al otro extremo de la línea. Entonces, una noche, Laws se personó en su casa y le dijo que quería disculparse, y contra su buen criterio, lo dejó pasar. Una vez dentro, él intentó convencerla para que volvieran a salir juntos. Cuando ella dijo que no, él la agarró del brazo y ella opuso resistencia. Cassie terminó por atizarle con un jarrón. Acto seguido, él la tiró al suelo y… se ensañó con ella. Por suerte, había un policía en la zona; después de recibir una llamada del 911 (los vecinos habían oído gritos), se presentó en la casa al cabo de unos minutos. Laws la tenía inmovilizada en el suelo y la estaba moliendo a puñetazos. Había sangre por doquier. Más tarde se supo que la sangre provenía de un corte en la oreja de Laws, que Cassie le había causado cuando le había golpeado con el jarrón. El policía tuvo que usar una pistola paralizante para reducirlo. Cuando inspeccionaron su coche, encontraron cinta adhesiva, una cuerda, un par de cuchillos y material para filmar. Todo muy aterrador. Cuando hablé con Cassie, me dijo que ese tipo estaba loco y que ella temía por su vida. Su familia también. Su madre, su padre y su hermano pequeño pedían que encerraran a Laws en prisión tanto tiempo como fuera posible.

María hundió los pies en la arena.

—Yo también esperaba que lo encerraran. No me cabía la menor duda de que ese tipo tenía que estar apartado de la sociedad. Pero, según la ley en Carolina del Norte, Laws podía ser acusado, bien de delito menor clase C, lo que significa que había intención de homicidio, o bien de delito menor clase E, o sea, que no había intención de homicidio. La familia, el padre en particular, quería que lo acusaran de un delito menor clase C, para que pasara entre tres y siete años en la cárcel. El policía que se había encargado de la detención también creía que Laws era peligroso. Pero, por desgracia, el fiscal no pensaba que pudiéramos aportar pruebas de intento de homicidio, ya que era refutable que los objetos encontrados en el coche estuvieran relacionados con Cassie. Ni tampoco sus heridas eran una muestra de amenaza para su vida. Cassie también tenía un pequeño problema de credibilidad… Aunque prácticamente todo lo que había contado sobre el comportamiento de Laws en el pasado era cierto, también lo acusó de cosas que, en realidad, no había hecho. En cuanto a Laws, tenía aspecto de hombre pacífico. Trabajaba en un banco, en la sección de créditos, y carecía de historial delictivo. Para el fiscal habría sido una pesadilla en el estrado. Así que tras la negociación de los cargos y las penas, acabamos por admitir que Laws se declarara culpable de un asalto, considerado delito menor, por el que fue condenado a un año de prisión, y allí fue donde me equivoqué. Porque Laws era muy peligroso.

María hizo una pausa para recomponer los pensamientos y seguir narrando la historia.

—Laws estuvo nueve meses en prisión, ya que había cumplido tres meses mientras estaba pendiente de juicio. Le escribía cartas a Cassie día sí y día no, pidiéndole perdón por lo que había hecho y suplicándole que le diera otra oportunidad. Ella nunca contestó; al cabo de un tiempo, ya ni siquiera las abría, pero las guardó porque todavía tenía miedo de él. Más tarde, cuando examinamos las cartas con detenimiento, detectamos un cambio en el tono a medida que transcurrían los meses. Laws se estaba enojando más y más porque ella no contestaba. Si Cassie las hubiera leído y las hubiera llevado al Departamento del Fiscal del Distrito…

Clavó la vista en la arena.

—Tan pronto como salió de prisión, Laws se presentó en su casa. Ella le cerró la puerta en las narices y llamó a la policía. Tenía una orden de alejamiento contra él; cuando la policía habló con Laws, prometió que no se acercaría a Cassie. Lo único que sacó de aquel intento fallido fue que tenía que actuar con más cautela. Empezó a enviarle flores de forma anónima; envenenó a su gato. Ella encontró ramos de rosas muertas en la puerta de su casa; incluso le reventó las ruedas del coche.

María tragó saliva, visiblemente afectada. Cuando continuó, su voz era más ronca:

—Y entonces, una noche, mientras Cassie se dirigía a casa de su novio (por entonces, salía con otro chico), Laws la estaba esperando. Su novio vio cómo Laws la agarraba en medio de la acera y la obligaba a entrar en su coche, y no pudo hacer nada por detenerlo. Al cabo de dos días, la policía encontró el cuerpo de Cassie en una vieja cabaña junto al lago. Laws la había atado y la había golpeado sin piedad, luego incendió la cabaña, y después se suicidó de un tiro, pero no se sabe si ella todavía estaba viva cuando la cabaña ardió… —María cerró los ojos—. Tuvieron que identificar los cuerpos a través de las dentaduras.

Colin permaneció en silencio, consciente de que ella estaba reviviendo el pasado e intentando superarlo.

—Fui a su funeral —consiguió continuar María—. Sé que probablemente no debería haberlo hecho, pero sentía que tenía que ir. Llegué tarde y me senté en la última fila. La iglesia estaba llena, pero, con todo, podía ver a la familia. La madre no paraba de llorar. Estaba casi histérica, y el padre y el hermano estaban… pálidos. Yo estaba a punto de vomitar; solo esperaba que la familia pudiera cerrar aquel trágico capítulo. Pero no fue así.

María se volvió hacia Colin.

—La tragedia… destrozó a la familia. Quiero decir, todos ellos eran un poco peculiares, pero aquello se convirtió en una catástrofe. Al cabo de unos meses del asesinato, la madre de Cassie se suicidó, y a su padre le retiraron el seguro médico. Siempre pensé que su hermano era bastante raro… Bueno, de todos modos, fue entonces cuando empecé a recibir aquellas notas terribles.

Las recibía en casa y en el despacho, en sobres distintos, normalmente con solo una o dos frases. Eran horribles…, me insultaban, exigían saber por qué odiaba a Cassie o por qué quería herir a su familia. La policía habló con el hermano y las notas cesaron. Al menos, durante un tiempo. Pero cuando empecé a recibirlas de nuevo, eran… distintas. Más amenazadoras. Aterradoras. Así que la policía volvió a hablar con él. Negó que fuera responsable e insistió en que yo tenía una manía persecutoria contra su familia, y que la policía estaba compinchada conmigo. Terminó internado en un centro psiquiátrico. Entre tanto, el padre amenazó con denunciarme. La policía teorizó que quizás el novio de Cassie fuera responsable de las notas. Por supuesto, cuando la policía habló con él, también lo negó. Entonces empezaron los ataques de pánico. Tenía la impresión de que, fuera quien fuese el autor de dichas notas, nunca me dejaría en paz, y por eso decidí que tenía que volver a casa.

Colin no dijo nada. Sabía que no había nada que pudiera decir para que ella interpretara lo sucedido bajo un prisma diferente.

—Debería haber escuchado a la familia. Y al policía.

Colin clavó la vista en las olas, en su ritmo incesante y sosegado. Ante su silencio, ella se volvió para mirarle.

—¿No te parece?

Él eligió las palabras con cuidado.

—Cuesta mucho contestar esa pregunta.

—¿Por qué?

—Por tu forma de formularla, es evidente que opinas que sí, pero si te doy la razón, probablemente te sentirás peor. Si digo que no, desestimarás mi respuesta porque ya has decidido que la respuesta debería ser que sí.

María abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla.

—No estoy segura de cómo encajar tu comentario.

—No digas nada.

Ella suspiró y apoyó la barbilla en las rodillas.

—Debería haber presionado al fiscal del distrito e insistir para que acusáramos a Laws de felonía.

—Quizá. Pero aunque lo hubieras hecho (y aunque Laws hubiera pasado más tiempo en prisión) es probable que el resultado hubiera sido el mismo. Estaba obsesionado con ella. Y, por si te interesa, de haber estado en tu lugar, probablemente yo habría hecho lo mismo.

—Lo sé, pero…

—¿Has hablado con alguien sobre este caso?

—¿Te refieres a un terapeuta? No.

Él asintió.

—Vale.

—¿No vas a decirme que debería hacerlo?

—Yo no doy consejos —dijo él.

—¿Nunca?

Colin sacudió la cabeza.

—De todos modos, no necesitas mi consejo. Si consideras que unas sesiones de terapia pueden ayudarte, inténtalo. Si no lo crees, no lo hagas. Solo puedo decir que, en mi experiencia, ha sido beneficioso.

María no se movió. Colin no sabía si le había gustado su respuesta.

—Gracias —dijo al final.

—¿Por qué?

—Por escucharme… y por no intentar darme consejos.

Colin asintió, estudiando el horizonte. En esos momentos se podían ver más estrellas. Venus resplandecía en la zona más meridional del cielo, brillante y constante. Un grupo de gente se había acercado a la playa; sus risas inundaban el aire de la noche. Sentado al lado de María, Colin tenía la impresión de conocerla desde hacía mucho más que apenas una hora. Sintió una punzada de tristeza al pensar que la noche tocaba a su fin.

Pero no le quedaba ninguna duda, a juzgar por la postura rígida que María había adoptado de golpe. La observó mientras ella resoplaba despacio antes de que desviara la vista hacia el paseo marítimo.

—Será mejor que me vaya —dijo María.

—Yo también —convino él, intentando ocultar su reticencia—. Todavía he de ir al gimnasio esta noche.

Se levantaron del suelo y él la observó mientras María se sacudía la arena antes de ponerse las sandalias. Iniciaron el camino de vuelta hacia las dunas que flanqueaban el paseo marítimo; la música subía de volumen con cada nuevo paso. Cuando abandonaron la playa y pisaron terreno sólido, el paseo marítimo estaba a rebosar; un hervidero de gente ya disfrutaba de la noche del sábado.

Él permaneció pegado a su lado, abriéndose paso entre los transeúntes hasta que llegaron a la calle, donde el ambiente era más tranquilo. Para sorpresa de él, María no se separó; sus hombros se rozaban de vez en cuando. Colin aún podía notar la sensación de su mano en el brazo, cuando ella se había apoyado para quitarse las sandalias.

—¿Tienes planes para mañana? —preguntó él al final.

—Los domingos siempre almuerzo con mis padres; después, probablemente salga a practicar surf de remo.

—¿Ah, sí?

—Es divertido. ¿Lo has probado alguna vez?

—No. Tengo ganas de probarlo, pero aún no he tenido la ocasión.

—¿Demasiado ocupado con los entrenos serios?

—Demasiado vago —admitió él.

María sonrió.

—¿Y tú? ¿Tienes planes?

—No. Saldré a correr, cortaré el césped, cambiaré el alternador en mi coche. Todavía no arranca bien.

—Quizá sea la batería.

—¿No crees que ya he revisado eso primero?

—No lo sé. ¿Lo has hecho?

Colin detectó cierto retintín en su tono.

—Y además del arduo trabajo en el jardín y con el coche, ¿qué otras actividades tienes programadas?

—Ir al gimnasio. Los domingos por la mañana hay una sesión especial. Probablemente también haga un poco de lucha y abdominales, y practique con el saco de boxeo, ejercicios por el estilo. Todd Daly, el dueño del gimnasio, suele darnos caña. Es un luchador retirado de la UFC, la Ultimate Fighting Championship, una organización de combates de artes marciales mixtas, de las más importantes del mundo. Nos entrena como si fuera un sargento sin piedad.

—Pero, si quisieras, probablemente lo tumbarías, ¿no?

—¿A Daly? ¡Imposible!

A María le gustó que él lo hubiera admitido.

—¿Y después del gimnasio?

—Nada. Probablemente, estudiaré un rato.

En ese momento, llegaron a otra calle cercana al Crabby Pete’s. Colin reconoció el coche de María de la noche en que le había cambiado la rueda. Cuando llegaron al vehículo, ninguno de los dos parecía saber qué decir. Colin notó la mirada intensa de María, casi como si lo viera por primera vez.

—Gracias por acompañarme hasta el coche.

—Gracias por el paseo por la playa.

Ella alzó la barbilla levemente.

—Una pregunta más.

—Dime.

—¿Hablabas en serio cuando decías que te gustaría probar el surf de remo?

—Sí.

María le regaló una mirada tímida.

—¿Te gustaría ir conmigo, mañana?

—Sí —contestó él, sintiendo un placer inesperado—. Me encantaría. ¿A qué hora?

—¿A eso de las dos? Podemos ir a Masonboro Island. Cuesta un poco llegar hasta allí, pero vale la pena.

—Me parece genial. ¿Dónde quieres que nos encontremos?

—El aparcamiento no es una buena idea. La única forma de llegar allí es conducir a lo largo de la playa de Wrightsville, hasta el final de la isla. Será mejor que aparques en la calle. No olvides llevar algunas monedas para el parquímetro. Nos encontraremos allí.

—¿Hay algún lugar donde alquilen tablas?

—No te preocupes. Tengo dos. Puedes usar la mía de principiante.

—Fantástico.

—Te advierto de que es de color fucsia. Con adhesivos de conejitos y flores.

—¿Lo dices en serio?

Ella rio como una niña traviesa.

—Era broma. ¿Sabes? Lo he pasado muy bien esta noche, y eso que no me lo esperaba.

—Yo también. Y me apetece mucho el plan de mañana.

María accionó el seguro del coche, él le abrió la puerta y la observó mientras ella se metía dentro. Al cabo de un momento, el vehículo daba marcha atrás y salía del aparcamiento mientras Colin se quedaba de pie. La noche podría haber terminado allí, pero ella frenó de repente, bajó la ventana y asomó la cabeza.

—¡Colin! —gritó.

—¿Sí?

—Cuando entrenes mañana por la mañana en el gimnasio, procura que no te golpeen en la cara, ¿de acuerdo?

Él sonrió, mirando cómo el coche ascendía por la avenida, preguntándose en qué embrollo se estaba metiendo. Le había sorprendido su propuesta; mientras enfilaba hacia el Camaro, revivió la noche, intentando averiguar el porqué de aquella invitación. Fueran cuales fuesen los motivos de María, no podía negar que se había alegrado.

Quería volver a verla.

No le quedaba ninguna duda al respecto.