Capítulo 18
—Gracias de nuevo por acompañarme —le dijo María a Serena en el coche, de regreso a Wilmington.
La lluvia formaba una fina cortina de agua en el parabrisas; el brillo de las luces de los faros de los vehículos que circulaban en dirección contraria la deslumbraban.
—Ha sido divertido —comentó Serena desde el asiento del conductor, con una botella de soda entre las piernas—. De hecho, ha sido una de las noches más interesantes desde hace mucho tiempo. Creo que conozco a uno de los luchadores.
—Por supuesto —contestó María—. Fuiste tú quien me lo presentó.
—No hablaba de Colin. Hablo de otro. Creo que lo he visto en el campus. Por supuesto, desde tan lejos no podía estar del todo segura. ¿Me puedes explicar otra vez por qué no querías que nos acercáramos?
—Porque no quería que Colin supiera que estaba allí.
—Y de nuevo… ¿por qué?
—Porque no hemos hablado desde el fin de semana pasado —explicó María—. Ya te lo he dicho.
—Lo sé. Le gritó a la camarera, la policía llegó y tú te asustaste, y blablablá.
—Me encanta que me entiendas.
—Te comprendo. Pero creo que cometes un error.
—El domingo pasado no opinabas lo mismo.
—Bueno, he tenido la oportunidad de darle vueltas. Y también de pensar en la nota; gracias por no haberme contado hasta el domingo lo del degenerado que te sigue.
Su voz rezumaba sarcasmo, pero María no la culpaba.
—Hasta ese momento no estaba segura de si se trataba de una única acción.
—Y, cuando lo descubriste, Colin estaba a tu lado, intentando obtener respuestas.
—Hizo algo más que eso.
—¿Acaso saldrías con un chico que no reaccionara en una situación similar? ¿Que se quedara sentado como un pasmarote? ¿No prefieres a alguien que se haga cargo de la situación? Si yo hubiera estado en la discoteca, probablemente también le habría pegado un berrido a esa camarera atontada. ¿Cómo es posible que no recuerde la cara de alguien que hace apenas unos minutos le ha pedido una bebida?
—Vi una faceta de Colin que no me gustó.
—¿Y qué? ¿Crees que mamá no ha visto una faceta de papá que no le guste? ¿O viceversa? Yo también he visto una faceta de ti que no me gusta, pero no por eso te he apartado de mi vida.
—¿Qué faceta?
—¿Acaso importa?
—Sí.
—De acuerdo. Siempre crees que tienes razón. Eso me saca de quicio.
—No es verdad.
—Me lo estás demostrando ahora mismo.
—Y tú estás empezando a irritarme.
—Alguien ha de cantarte las cuarenta y decirte cuándo te equivocas. En cuanto a la nota, creo que ahí también te equivocas con Colin. Deberías llamarle. Ese chico te conviene.
—No estoy tan segura.
—Entonces, ¿por qué has insistido en que vayamos a verlo luchar esta noche?
¿Por qué había querido ir a verlo luchar aquella noche? María había contestado a Serena que se lo había prometido a Colin, pero su hermana había enarcado una ceja.
—Admite que todavía te gusta —la pinchó.
El pasado fin de semana, María había sentido la necesidad de disponer de cierto espacio para pensar. Sus emociones enmarañadas —sobre el acosador, sobre Colin—, la habían puesto al límite, un sentimiento que solo se había acrecentado con el paso de los días durante la semana.
Incluso la atmósfera en el trabajo era asfixiante. Ken no había parado de entrar y salir del despacho de Barney durante prácticamente toda la semana, visiblemente preocupado, aunque apenas le dedicó ni una palabra a María. Barney estaba igual de tenso; tanto su jefe como Ken no fueron a la oficina el jueves, y cuando Lynn tampoco apareció ni el jueves ni el viernes, María pensó que a Barney le daría un ataque cuando regresara, ya que Lynn ni tan solo había llamado para avisar de que no iría. Sin embargo, Barney se había limitado a añadir las tareas de Lynn a la lista de María sin ofrecer ninguna explicación ni ningún comentario.
Qué raro.
Sus padres también la preocupaban. Todavía seguían muy apenados por Copo. Su padre estaba tan deprimido que había dejado de ir al restaurante, y su madre estaba preocupada por él. María cenó con ellos el martes y el jueves, y Serena el lunes y el miércoles; de camino al combate, ambas habían decidido que tenían que hacer algo, aunque no estaban seguras del qué.
Se suponía que el combate tenía que ser una distracción, o como mínimo eso era lo que María se había dicho a sí misma, y también a Serena. Pero tan pronto como Colin subió al cuadrilátero, sintió un desapacible cosquilleo en el vientre unido a una intensa sensación de remordimiento.
Y eso… ¿qué significaba?
Con sus padres tan apenados, María descartaba la idea de excusarse para no ir a almorzar el domingo, aunque no se sentía en el estado mental adecuado para animar a nadie. Por eso, la visión de Serena en el porche, vibrando con una energía renovada, pilló a María desprevenida. Tan pronto como aparcó, Serena fue a recibirla.
—¿Qué pasa?
—¡Ya sé qué tenemos que hacer! —exclamó Serena—. No sé por qué he tardado tanto en darme cuenta, ¡qué tonta soy! Bueno, la parte positiva es que tanto tú como yo recuperaremos nuestras vidas, quiero decir, quiero a mamá y a papá, pero no puedo venir aquí día sí y día no para cenar con ellos, y encima venir también el domingo a comer. Ya he pasado mucho tiempo con ellos en el restaurante, y necesito un poco de espacio, ¿lo entiendes?
—¿En qué estás pensando?
—Se me ha ocurrido una idea para ayudar a mamá y a papá.
María se apeó del coche.
—¿Cómo están?
—No muy bien.
—Bueno, a ver, cuéntame el plan.
A pesar de las reservas iniciales, los padres de María no eran la clase de personas que supieran negarse a los deseos de sus hijas, sobre todo cuando ellas se mostraban tan testarudas.
Se subieron al monovolumen de su padre y condujeron hasta la protectora de animales. Al llegar al aparcamiento situado delante del edificio de una planta en el que no había ningún letrero identificativo, María se fijó con qué pocas ganas se bajaron sus padres del vehículo y caminaron hacia la puerta del local, arrastrando los pies.
—Es demasiado pronto —había protestado su madre cuando Serena le planteó la idea.
—Solo vamos a ver qué perros tienen —le aseguró Serena—. Sin ningún compromiso.
La pareja aminoró la marcha y acabó caminando detrás de sus hijas.
—No estoy segura de que sea una buena idea —susurró María, inclinándose hacia Serena—. ¿Y si no tienen un perro que le guste a papá?
—¿Recuerdas que te dije que Steve trabajaba aquí de voluntario? Después de explicarle lo de Copo, mencionó que hay un perrito que podría ser perfecto. —Serena bajó más la voz—: Hemos quedado en que nos atenderá él.
—¿Y si le compramos otro shih tzu? ¿En la misma tienda donde compraron a Copo?
—¿Acaso no es eso lo que estamos haciendo?
—No, si se trata de un perro de otra raza.
María no estaba tan segura de la lógica de Serena, pero no dijo nada más, pues ella sí que parecía del todo confiada. Steve, visiblemente nervioso, salió a recibirlos en cuanto atravesaron la puerta. Después de que Serena le diera un abrazo, presentó el joven a sus padres. Steve los llevó hasta la parte trasera, hasta las jaulas donde estaban los perros.
Todos los animales se pusieron a ladrar de inmediato; el sonido resonaba en las paredes. Pasaron despacio por delante de las primeras jaulas: había un perro que era mezcla de labrador, otro que era mezcla de pitbull y un perrito parecido a un terrier. María se fijó en la apatía de sus padres.
Unos pasos más adelante, Serena y Steve se detuvieron frente a las jaulas más pequeñas.
—¿Y este? —gritó Serena.
Félix y Carmen avanzaron hacia ella, con desgana, como si prefirieran estar en otro lugar. María los siguió de cerca.
—¿Qué os parece? —insistió Serena.
En la jaula, María vio un perrito negro y marrón con una cara que parecía un osito de peluche. Estaba sentado sobre las patas traseras y no ladraba. María tenía que admitir que era la cosa más bonita que había visto en su vida.
—Es un shorkie tzu —explicó Steve—. Es una mezcla de shih tzu y un yorkshire terrier. Es muy dulce, y tiene entre dos y tres años.
Steve abrió la jaula. Metió la mano, cogió al perro y se lo ofreció a Félix.
—¿Le importa sacarlo a pasear fuera del edificio? Seguro que le vendrá bien un poco de aire fresco.
Con aparente reticencia, Félix acarició al perro. Carmen se inclinó con curiosidad para verlo mejor. María observó cómo el perrito lamía los dedos de su padre antes de emitir una especie de gemido al tiempo que bostezaba.
En cuestión de minutos, Félix estaba enamorado del perro, igual que Carmen. Serena los contemplaba, cogida de la mano de Steve, con cara de satisfacción.
María no podía negar que, una vez más, su hermana había acertado.
No le extrañaba que hubiera quedado finalista para la beca. A veces, Serena era increíblemente brillante.
Cuando María regresó al trabajo el lunes, el nerviosismo en la oficina era palpable. Todo el mundo estaba tenso. Las asistentes legales cuchicheaban sin parar por encima de las particiones de sus cubículos, y se quedaban calladas cuando alguno de los abogados se acercaba; mientras tanto, María se enteró de que los jefes llevaban desde primera hora de la mañana encerrados en la sala de conferencias, lo cual solo podía significar que se trataba de algo importante.
Lynn seguía ausente por tercer día consecutivo; sin saber qué se suponía que tenía que hacer (Barney se había olvidado de dejarle instrucciones), María asomó la nariz por el despacho de Jill.
Antes de que tuviera tiempo de decir nada, Jill empezó a sacudir la cabeza y a hablar tan alto que se la podía oír desde el pasillo.
—¡Por supuesto que sigue en pie lo de quedar para almorzar! —anunció Jill—. ¡Me muero de ganas de que me cuentes qué tal el fin de semana! ¡Por lo que parece, lo has pasado genial!
Los jefes seguían reunidos a puerta cerrada cuando María se sentó delante de Jill en la mesa de un restaurante cercano.
—¿Se puede saber qué diantre pasa hoy? ¡Es como si hubiera un consejo de guerra en la oficina! ¿Por qué llevan tanto rato reunidos? Nadie parece saber lo que pasa.
Jill resopló.
—De momento no nos han comunicado nada, pero estoy segura de que te habrás dado cuenta de la ausencia de tu asistente legal, ¿no?
—¿Tiene eso algo que ver con lo que pasa?
—Diría que sí —murmuró Jill.
Al ver que la camarera se acercaba a la mesa para tomar nota, Jill se calló. Esperó hasta que la camarera se hubo alejado antes de continuar hablando.
—Lo averiguaremos —dijo—, y te contestaré cuando pueda. Sin embargo, quería comer contigo por otra cosa.
—Sí, claro, dime…
—¿Te gusta trabajar en esta empresa?
—No me quejo. ¿Por qué?
—Porque me preguntaba si estarías dispuesta a dejar tu puesto para ir a trabajar conmigo, en mi propio bufete.
María se quedó tan sorprendida que ni siquiera pudo contestar.
Jill asintió.
—Sé que es una decisión importante, y no tienes que darme una respuesta justo ahora. Pero me gustaría que consideraras la propuesta. Especialmente teniendo en cuenta todo lo que está pasando.
—Pero si aún no sé qué pasa. Y…, un momento, ¿te vas de la empresa?
—Llevamos planeándolo desde que empezaste a trabajar aquí.
—¿Has dicho «llevamos»?
—Sí, Leslie Shaw y yo. Es abogada en el bufete Scanton, Dilly y Marsden. Fuimos juntas a la Facultad de Derecho. Es un lince; no se le escapa una, y nadie la gana en materia de derecho laboral. Me gustaría que la conocieras, si te interesa la idea de trabajar con nosotras, por supuesto. Seguro que te caerá bien. Pero, si no quieres marcharte de la empresa, entonces espero que olvides lo que te he dicho y que no se lo cuentes a nadie. De momento estamos intentando mantener el tema tan en secreto como podemos.
—No diré nada —prometió María, todavía sorprendida por la noticia—. Y claro que quiero conocerla, pero… ¿por qué quieres marcharte?
—Porque la empresa tiene problemas, enormes problemas de dimensiones como los del Titanic a punto de chocar contra el iceberg, para que te hagas una idea; los próximos meses no serán fáciles.
—¿Qué quieres decir?
—Lynn piensa denunciar a Ken por acoso sexual. Y supongo que hay otras dos, quizá tres, asistentes legales más que también le denunciarán. Por eso los asociados de la empresa llevan toda la mañana reunidos, porque la noticia aparecerá en la prensa, lo que supondrá un revés para la compañía. Por lo que he oído, la mediación de conflictos privada no acabó bien, la semana pasada.
—¿Qué mediación?
—El jueves pasado.
—Eso explica por qué Lynn, Barney y Ken no estaban en la oficina. ¿Cómo es posible que no me haya enterado de nada?
—Porque Lynn todavía no se ha reunido con la EEOC, la Comisión para la Igualdad de Oportunidades en el Empleo.
—Entonces, ¿por qué hubo una mediación de conflictos?
—Porque a Ken lo avisaron hace un par de semanas y ha intentado resolver el tema por todos los medios. ¿No te habías fijado en que lleva unas semanas muy raro? Está muerto de miedo. Estoy segura de que espera que la empresa negocie un acuerdo, y creo que los otros asociados discrepan. Quieren que Ken corra con los gastos del proceso, pero él no puede hacerse cargo.
—¿Cómo es posible que no pueda hacerse cargo de los gastos?
—¿Con dos exmujeres? Además, no es la primera vez que pasa. Ken ya había resarcido los daños en otras ocasiones. Por eso te preguntaba tanto sobre él. Porque eres joven y atractiva, y trabajas en la empresa, o sea, que tienes todos los ingredientes para ser una de las víctimas de Ken. Ese tipo solo piensa con lo que tiene por debajo de la cintura. Además, supongo que Lynn alegará que los otros asociados están confabulados con él, ya que saben exactamente qué clase de hombre es y nunca han hecho nada al respecto. La empresa podría enfrentarse a una indemnización multimillonaria…, y digamos que muchos clientes no querrán que se los asocie con una firma que está en el ojo del huracán por escándalos por acoso sexual. Lo que me lleva de nuevo a formularte la pregunta: ¿te interesaría trabajar con Leslie y conmigo en un nuevo bufete?
María se sentía abrumada.
—No tengo experiencia en derecho laboral…
—Lo entiendo, pero no me preocupa. Eres inteligente y decidida, y aprenderás más rápido de lo que imaginas. El único inconveniente es que, de momento, probablemente no podamos pagarte el mismo salario que ganas ahora, pero tendrás más flexibilidad de horario. Además, dado que estrenarás la empresa con nosotras, tendrás muchas posibilidades de convertirte en asociada.
—¿Cuándo piensas marcharte?
—Dentro de cuatro semanas, a partir del viernes —contestó—. Ya hemos pagado la fianza del alquiler y hemos amueblado la oficina, que está a pocas manzanas de aquí. También hemos completado todos los trámites.
—Estoy segura de que encontrarías a abogados con mucha más experiencia que yo. ¿Por qué has pensado en mí?
—¿Y por qué no? —Jill sonrió—. Somos amigas, y en esta profesión he aprendido que el trabajo es mucho más ameno cuando te gusta la gente con la que has de pasar el día. Estoy harta de Ken y de Barney; no quiero trabajar con gente así nunca más, gracias.
—Me siento… adulada.
—¿Así que lo pensarás? ¿Suponiendo que Leslie y tú os caigáis bien?
—No veo por qué no habríamos de caernos bien. ¿Cómo es Leslie?
Los asociados salieron de la sala de conferencias hacia las tres de la tarde, todos con caras largas. Barney se encerró inmediatamente en su despacho; era evidente que no estaba de humor para hablar. Los otros asociados hicieron lo mismo. Uno a uno, se encerraron en sus respectivos despachos y cerraron la puerta. Como la mayoría de los empleados, María decidió marcharse unos minutos antes; de camino a la salida, se fijó en que el resto del personal parecía nervioso y asustado.
Jill la llamó otra vez después de hablar con Leslie y confirmó los planes para almorzar las tres juntas el miércoles. El entusiasmo de Jill era contagioso, pero la idea también le suscitaba a María cierto temor. Cambiar de bufete, cambiar su área de especialización (otra vez) para ir a trabajar en una empresa emergente le parecía arriesgado, aunque, de repente, quedarse en la empresa donde estaba se le antojaba aún más arriesgado.
María se dio cuenta de que lo que realmente quería era hablar con alguien que no fuera Serena ni sus padres. Se subió al coche y condujo hacia la playa de Wrightsville. Al pasar por delante de la casa de Evan y del gimnasio, buscó el coche de Colin.
El bar en la terraza de Crabby Pete’s estaba prácticamente vacío. María se estaba sentando en un taburete cuando Colin la vio, y se fijó en cómo su sorpresa inicial dio paso a un gesto más reservado.
—Hola, Colin. Me alegro de verte.
—Qué sorpresa verte por aquí.
Al verlo de pie detrás de la barra, se dijo que era uno de los hombres más guapos que había conocido, y sintió la misma sensación de remordimiento que el sábado anterior.
El bar era un buen lugar para hablar; la barrera física entre ellos y el hecho de que Colin estuviera trabajando permitía que la conversación fluyera despacio, sin adoptar un tono excesivamente serio. Colin le resumió el combate con Reese y la insistencia de Evan de que estaba amañado. María le habló del perro que habían adoptado en la perrera, junto con la crisis en la empresa y su nueva oportunidad laboral con Jill.
Como de costumbre, él la escuchó sin interrupciones; como siempre, ella tuvo que sonsacarle explicaciones y pensamientos; pero cuando María le dijo que tenía que marcharse, Colin le pidió a un camarero que lo reemplazara unos minutos para poder acompañarla hasta el coche.
No intentó besarla; cuando ella se dio cuenta de que él no iba a hacerlo, se inclinó y le dio un beso. Mientras saboreaba la familiar calidez de la boca de Colin, se preguntó por qué había considerado necesario apartarse unos días de él.
En casa, el cansancio del día le pasó factura y no tardó en quedarse dormida. Se despertó al oír el sonido del móvil: era Colin, que le enviaba un mensaje para darle las gracias por haber pasado a verlo y le decía que la echaba de menos.
El martes, los ánimos en la oficina estaban peor que el lunes. Mientras que los asociados parecían decididos a actuar como si no pasara nada, al personal se le empezaba a agotar la paciencia por el hecho de no disponer de ningún tipo de información. Todos habían empezado a imaginar lo peor, y los rumores comenzaron a correr como la pólvora. María oía susurros sobre despidos; la mayoría de los empleados tenían familia e hipotecas, lo que significaba que se les complicaría la vida de forma considerable.
María intentó mantener la cabeza gacha y concentrarse en el trabajo. Barney estaba callado y alicaído. La necesidad de centrarse hizo que las horas pasaran rápido; cuando salió de la oficina, se dio cuenta de que no había pensado en el acosador ni un solo segundo.
Se preguntó si eso era bueno o malo.
El miércoles, el almuerzo con Leslie y Jill salió incluso mejor de lo que había esperado. Leslie era en muchos aspectos el complemento perfecto para su mejor amiga en la oficina, igual de jovial e irreverente, pero también muy cultivada y solícita. La idea de trabajar con ellas empezó a parecerle demasiado buena para ser verdad. Después del almuerzo, cuando Jill pasó por su despacho para decirle que Leslie había quedado también encantada con la reunión, María sintió un gran alivio. Jill le comentó las condiciones básicas de la oferta, incluido su salario, que era un poco más bajo, pero a esas alturas a María no le importaba. Ajustaría su nivel de vida a la nueva situación.
—Estoy entusiasmada —le dijo a Jill.
Se preguntó qué (si es que había algo) debería revelarle sobre el acosador, o acerca del hecho de que había posibilidades de que ella y Colin volvieran a salir juntos, pero entonces cayó en la cuenta de que ni siquiera le había mencionado que habían roto.
Demasiadas cosas a la vez.
Entre tanto, en Martenson, Hertzberg y Holdman, el nubarrón negro que se cernía sobre la oficina se volvió más denso; mientras ella y Jill caminaban hacia el despacho de Jill, su amiga se inclinó y le dijo al oído:
—No me extrañaría que mañana nos diesen la noticia.
Efectivamente, el jueves por la mañana corrió la noticia de que Lynn se había reunido con la EEOC. A Ken no se le veía por ninguna parte. Aunque se suponía que el informe era confidencial, en una oficina de abogados de alto nivel a los que mucha gente les debía favores, el informe confidencial pronto estuvo en el ordenador de cada empleado. María se unió a sus compañeros y leyó la denuncia de la EEOC, en la que se detallaban toda clase de actuaciones indecorosas. El informe relataba sin ambages y con una gran precisión los frecuentes abusos por parte de Ken, así como su constante lenguaje sexual, incluidas las promesas de escalar puestos en la empresa y de obtener un aumento de sueldo a cambio de determinados favores sexuales. Al ver confirmados sus peores temores, los empleados se movían por la oficina en un estado de tribulación.
María y Jill salieron de la oficina a la hora normal del almuerzo y hablaron sobre cuándo pensaban anunciar que abandonaban la empresa. María se inclinaba por informar a Barney lo antes posible para que no se le complicaran aún más las cosas, quizá dentro de unos días.
—Es exigente, pero también ha sido justo y he aprendido mucho con él —alegó María—. No deseo complicarle aún más la existencia.
—Tienes razón; además, es una persona sensata. Pero podría ser contraproducente. Me pregunto si deberíamos dejar que el ambiente se calme un poco.
—¿Por qué?
—Porque cuando tú y yo anunciemos que nos vamos, quizás otros abogados también decidan abandonar la empresa, lo que provocaría una caída en picado. Nosotras lo anunciamos, los otros también, los clientes se van; entonces, de repente, incluso el personal que deseaba permanecer en la empresa puede quedarse sin trabajo.
—Estoy segura de que un montón de gente ya está considerando sus opciones.
—Yo lo haría. Pero no es lo mismo que dimitir.
Al final, acordaron que esperarían dos semanas a partir del viernes, para darle a Barney la oportunidad de encontrar a alguien que las reemplazara. A continuación, la conversación versó sobre la clase de empresa que deseaban crear, qué clase de casos aceptarían, cómo establecerían e incrementarían la clientela, qué probabilidades había de que sus clientes actuales decidieran cambiar de bufete, así como cuánto personal de apoyo iban a necesitar de entrada.
El viernes estalló otra bomba en la oficina cuando se supo que Heather, la asistente legal de Ken, y Gwen, la recepcionista, también habían presentado una denuncia a través de la EEOC. De nuevo, los asociados se parapetaron detrás de puertas cerradas, sin duda enviando miradas asesinas hacia el despacho de Ken.
Uno a uno, los asociados y el personal empezaron a abandonar la oficina, algunos a las tres, otros a las cuatro. Exhausta por la semana, también María decidió marcharse. Después de todo, había quedado con Colin más tarde, y primero necesitaba un poco de aire fresco para desconectar.
—Supongo que debe haber sido una semana surrealista —señaló Colin.
—Ha sido… horroroso. Muchos están enfadados y asustados. Y prácticamente todos se sienten perdidos. No se lo esperaban.
Estaban en Pilot House de nuevo; aunque habían hablado por teléfono un par de veces (los dos intentando recuperar poco a poco la normalidad) era la primera vez que María veía a Colin desde que había pasado por Crabby Pete’s. Con pantalones vaqueros y camisa blanca con las mangas enrolladas hasta los codos, Colin estaba aún más guapo, si cabía, que el lunes. María se sorprendió del efecto que podía tener estar un tiempo separados.
—¿Y Jill?
—Mi tabla de salvación. Sin su oferta, no sé qué habría hecho. No es que los bufetes contraten a mucha gente, estos días, y probablemente me habría quedado fuera de combate. Y Jill tiene razón. Ya son tres las empleadas que han presentado una denuncia, así que es muy probable que, aunque la empresa encuentre la forma de sobrevivir, todos los asociados estén con el agua al cuello y que durante los próximos años arrastren graves problemas económicos.
—Lo que significa que probablemente estarán angustiados.
—Furiosos, diría yo. Estoy segura de que todos quieren estrangular a Ken.
—¿La empresa no cuenta con un seguro para estas situaciones?
—No están convencidos de que cubra el caso. Ken estaba infringiendo la ley de forma flagrante; según las denuncias, hay grabaciones, mensajes de correo electrónico, notas, incluso una de las asistentes legales tiene un vídeo.
—No pinta bien.
—No —convino María—. Hay mucha gente inocente que sufrirá las consecuencias. No sabes lo afortunada que soy.
—Vale.
—No empieces con el «vale».
Colin sonrió.
—Vale.
Pasaron la noche redescubriéndose el uno al otro. Se quedaron dormidos con los brazos y las piernas entrelazados. Por la mañana, María no sintió ningún remordimiento; se sorprendió al pensar en una posible relación floreciente con Colin. El pensamiento le provocó una extraña y reconfortante sensación. Después de pasar el sábado juntos haciendo volar cometas en la playa, el sentimiento no hizo más que acrecentarse.
El sábado por la noche, María cenó con Jill y Leslie mientras Colin trabajaba. Habían quedado en verse luego en el apartamento de Colin, cuando él acabara su turno. Evan y Lily estaban allí; los cuatro charlaron animadamente hasta pasadas las tres de la madrugada. Sin poder permanecer un minuto más despiertos, Colin y María no hicieron el amor hasta la mañana siguiente.
Aunque ella le invitó a almorzar a casa de sus padres, Colin se disculpó alegando que tenía un montón de exámenes a la vista y que tenía que estudiar antes de trabajar aquella tarde. Cuando llegó a casa de sus padres, María se alegró al ver que Smoky —así habían llamado sus padres al nuevo perro— ya tenía su propio collar en forma de estrella, su camita y varios juguetes esparcidos por el suelo del comedor, aunque él parecía más satisfecho cuando podía acurrucarse junto al padre de María. En la cocina, Carmen tarareaba una canción. Por su parte, Serena habló más de Steve que en todos los meses anteriores juntos.
—De acuerdo, quizá lo nuestro va adquiriendo un cariz más serio —admitió, cediendo al final al interrogatorio de su madre.
Ya en la mesa, fue Félix quien preguntó por Steve. María no pudo más que sonreír. Entre su nuevo proyecto laboral, su familia y ahora Colin, no podía pedir más. Mientras despejaban la mesa, María volvió a darse cuenta de que ya no estaba obsesionada por el tipo con la gorra de béisbol, en parte porque el resto de su vida iba viento en popa, pero también porque ese individuo no había dado más señales de vida.
Quería pensar que él había decidido dejarla en paz, que finalmente había desistido de su intento. Pero por más que estaba disfrutando de aquella tregua, no estaba aún lista para creer que la pesadilla se hubiera acabado por completo.
Después de todo, siempre hay lluvia antes de que salga el arcoíris.
Había refrescado demasiado para practicar surf de remo. Como Colin estaba ocupado, María pasó el resto de la tarde y de la noche intentando ponerse al día con los casos pendientes. Sin la ayuda de Lynn y con Barney trabajando a medio gas, el hecho de que pensara marcharse de la empresa dentro de tres semanas le provocaba un sentimiento de culpa, un sentimiento que, aunque no fuera tan fuerte como para hacerla cambiar de opinión, bastaba para ponerse a trabajar con el MacBook. Estuvo redactando documentos hasta que empezó a ver las letras borrosas.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, se preguntó qué pasaría aquella semana, si los ánimos del personal seguirían por los suelos y si alguien más había tomado la decisión de marcharse. La mayoría de los asociados estaban tan alicaídos como Barney y Ken, lo que significaba que el trabajo se acumulaba en cada departamento; contratar a nuevos empleados no iba a resultar fácil, sobre todo cuando corriera la voz de que la empresa tenía problemas serios. Sin duda ya había empezado a circular la noticia.
De momento, María decidió que intentaría que su marcha de la empresa afectara a Barney lo menos posible. Se colgó el bolso al hombro, agarró la cartera y se dirigió hacia la puerta. Al abrirla, clavó la vista en el felpudo.
Necesitó un momento para procesar lo que veía antes de quedarse helada.
Una rosa marchita, con los pétalos ennegrecidos, junto con una nota.
«Sabrás qué se siente.»
Casi como si estuviera soñando, sus pies permanecieron anclados al umbral, porque sabía que habría más. En la barandilla cerca de la escalera encontró otra rosa marchita que colgaba bajo el peso de otra tarjeta. Se obligó a mover los pies. Sorteó la rosa sobre el felpudo y se acercó a la barandilla para leer: «¿Por qué la odiabas tanto?».
En la calle no había nadie; el aparcamiento justo enfrente de su puerta estaba vacío. Ningún movimiento sospechoso. María sentía la boca reseca cuando cerró la puerta a su espalda y cogió la rosa del felpudo. Luego desenganchó la rosa que colgaba de la barandilla y se obligó a bajar los peldaños, con la vista fija en su coche.
Tal como temía, las ruedas estaban reventadas. En el cristal delantero había un sobre doblado debajo del limpiaparabrisas.
Más tarde se sorprendería de con qué calma había ido asimilando los descubrimientos y de su lucidez. Cuando cogió el sobre, pensó en las huellas dactilares y en la mejor forma de leer la carta sin borrar pruebas, por lo que agarró el sobre por los pliegues. Sin saber por qué, se dijo que ya sabía que eso iba a suceder.
La carta, escrita en ordenador, era una sola hoja de papel blanco, la clase de papel que se podía adquirir en cualquier tienda de artículos de oficina. La última frase, sin embargo, estaba escrita a mano, con una caligrafía casi infantil.
¿Crees que no sé lo que hiciste? ¿Crees que NO SÉ QUIÉN ESTABA DETRÁS DE TODO ESTO? ¿Crees que no sé lo que piensas, que sabes lo que HICISTE? Has hecho correr LA SANGRE DE UNA INOCENTE. ¡Tu CORAZÓN ESTÁ ENVENENADO y eres un ser DESTRUCTOR! TÚ Y TU VENENO NO OS LIBRARÉIS DEL CASTIGO. Sabrás qué se siente, porque AHORA YO CONTROLO LA SITUACIÓN.
Soy un INOCENTE SUPERVIVIENTE.
Soy TAL COMO SOY. Somos TAL COMO SOMOS.
Cuando terminó de leer la carta, María lo hizo por segunda vez, con el corazón en un puño. La rosa marchita todavía estaba enganchada en el limpiaparabrisas cuando la cogió y la agrupó con las otras rosas hasta formar un ramo macabro.
Dio la espalda al coche y regresó a su casa. Le temblaban las piernas del miedo. Se dio cuenta de que las señales habían sido obvias; simplemente, no les había prestado la debida atención. De repente, los recuerdos se materializaron ante ella como una visión cegadora: el interrogatorio de Gerald Laws por parte de la policía, peinado con la raya perfecta en el medio y sus dientes blancos; Cassie Manning, su joven cara distorsionada por el miedo; Avery, el padre de Cassie, alarmantemente seguro de las intenciones de Laws y poseído por un ímpetu febril; Eleanor, la madre de Cassie, siempre como un ratoncito silencioso y, por encima de todo, asustada. Y, por último, Lester, el hermano nervioso de Cassie, que se mordía las uñas y que le había enviado unas notas terribles después de la muerte de Cassie.
Aquellas horrorosas notas, que reflejaban su rabia ascendente. «Como las cartas de Laws a Cassie mientras cumplía prisión.»
El primer paso en una «pauta»…
Mientras subía las escaleras hacia la puerta, María oyó la melodía de su móvil: Serena. No respondió. Quería llamar a Colin. Necesitaba hablar con él para sentirse segura; en esos momentos, se sentía muy vulnerable. Con manos temblorosas, marcó el número, preguntándose cuánto rato tardaría él en llegar a su casa.
Una «pauta…».
Margolis le había dicho que si decidía declarar sobre lo sucedido, que fuera a verlo, pero ella también quería que Colin estuviera presente. Tenía que contarle a Margolis lo de Gerald Laws y Cassie Manning, la mujer a la que Laws había asesinado. Quería hablarle de los Manning y de todo lo que le había pasado en las últimas semanas. Pero, sobre todo, quería decirle que sabía exactamente quién la estaba acosando, qué sabía qué quería ese desequilibrado.