Capítulo 27
Después de colgar el teléfono, Colin recogió las bolsas de María del coche, se puso los auriculares y escuchó un poco de música mientras llevaba el ordenador de María a la mesa del comedor. Quería confirmar una cosa; aunque podría haberles mencionado la idea a María o a Margolis mientras estaban en la cafetería, al final optó por no hacerlo. Era una apuesta arriesgada, pero ahora que ya disponían de la orden de alejamiento, pensó que no perdía nada por confirmarlo. No importaba si Atkinson estaba o no implicado; de momento, la prioridad era encontrar a Lester.
Se le había ocurrido aquella mañana. Después de despedirse de María con un beso, de camino al coche, había intentado hallar la lógica a la información de que disponían: que la orden del juez no tendría valor a menos que pudieran encontrar a Lester; que el tiempo era oro; que Lester era peligroso; que había asaltado a María con una pistola y la había aterrorizado; y, por supuesto, que se había llevado su teléfono…
«Su teléfono…»
De repente, le vino a la mente un recuerdo, una imagen de la primera noche que había conocido a María, bajo la lluvia, cuando él se detuvo para ayudarla a cambiar la rueda. Ella se mostró esquiva a causa de su aspecto terrible después de la pelea, y le pidió si podía usar su teléfono porque no sabía dónde había dejado el suyo. Ella había farfullado cosas inconexas, pero también había dicho algo… ¿Qué había dicho, exactamente?
Colin se paró junto al coche, intentando recordar.
«No es que lo haya perdido… O me lo he dejado en el trabajo, o en casa de mis padres, pero no lo sabré hasta que tenga mi MacBook. Utilizo la opción “Buscar mi teléfono”. Me refiero a la aplicación. Puedo saber dónde está mi móvil porque lo tengo sincronizado con el ordenador.»
Eso significaba que él también podía intentar averiguar dónde estaba el teléfono de María.
Le sorprendía que a Margolis no se le hubiera ocurrido tal opción. O quizá sí que lo había pensado y ya había hecho la prueba, pero el resultado había sido infructuoso porque Lester se había desprendido del teléfono o lo había apagado, o se había acabado la batería. O quizás eso constituía la clase de información confidencial que Margolis no tenía permiso para compartir. De todos modos, habían pasado tantas cosas que cabía la posibilidad de que a Margolis se le hubiera escapado ese cabo suelto.
Colin no quería hacerse ilusiones —había pocas posibilidades de éxito, y lo sabía—, pero después de un par de clics en el cursor, su corazón empezó a latir de forma acelerada cuando comprendió lo que veía. El teléfono seguía encendido, y la batería tenía suficiente carga como para informar que estaba en una casa en Robins Lane, en Shallotte, un pueblo situado al sudeste de Wilmington, cerca de Holden Beach. Shallotte estaba a unos cuarenta y cinco minutos de allí. Colin fijó la vista en la ubicación para confirmar si el teléfono estaba todavía en movimiento.
No lo estaba. La información le permitía seguir los movimientos previos del teléfono; un par de clics después, supo que el teléfono había ido directamente desde la casa de los Sánchez hasta la casa en Robins Lane, sin detenerse en ningún otro lugar.
Curioso. Sí, muy curioso, aunque todavía no pudiera interpretarse como una prueba. Quizá Lester sabía que rastrearían el teléfono y lo había tirado dentro del vehículo de otra persona o en la banqueta trasera de una camioneta mientras huía. O quizá se había desprendido de él y alguien lo había encontrado.
O quizá Lester estaba en una fase de delirio tan aguda que ni siquiera había pensado en todas esas posibilidades.
No había forma de estar seguro, pero valía la pena intentarlo…
Se debatió entre llamar a Margolis o no, pero al final pensó que probablemente sería mejor asegurarse antes de hacerlo. Shallotte no estaba ni siquiera en el mismo condado, y no quería malgastar el tiempo de Margolis, si no era una buena pista…
Sintió unos golpecitos en el hombro y dio un respingo. Al darse la vuelta, vio a Evan, de pie, a su lado. Colin se quitó los auriculares.
—No estarás pensando hacer lo que creo que estás pensando, ¿verdad? —insinuó Evan.
—¿Qué haces aquí? No te he oído entrar.
—He llamado, pero no has contestado. He asomado la nariz, te he visto con el ordenador de María, me he preguntado si planeabas hacer alguna estupidez y he decidido preguntártelo directamente, por si las moscas.
—No es una estupidez. Estaba rastreando el móvil de María —explicó.
—Lo sé —respondió Evan, al tiempo que señalaba hacia el ordenador—. Puedo ver la pantalla. ¿Cuándo se te ha ocurrido hacerlo?
—Esta mañana, cuando me he marchado de la casa de sus padres.
—Muy perspicaz. ¿Has llamado a Margolis?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque has entrado tú. No he tenido tiempo de hacerlo.
—Bueno, pues llámale ahora —sugirió Evan.
Colin no hizo ningún gesto para coger el teléfono y Evan resopló.
—A eso me refería cuando he dicho que esperaba que no estuvieras planeando alguna estupidez. Porque no pensabas llamarle, ¿verdad? Ibas a confirmarlo tú mismo, antes de llamarle.
—Quizá no sea Lester.
—¿Y? Deja que Margolis lo confirme. Por lo menos, el teléfono de María está allí, y podrá recuperarlo. ¿Y acaso necesito recordarte que se trata de un asunto que está en manos de la policía? Tienes que dejar que Margolis haga su trabajo. Has de llamarle.
—Lo haré. Cuando esté seguro de que es una buena pista.
—¿Sabes qué pienso? Que mientes.
—No miento.
—Quizás a mí no. Pero, de momento, creo que te mientes a ti mismo. Esto no tiene nada que ver con malgastar el tiempo de Margolis. La verdad es que creo que buscas tener el papel protagonista en esta historia. Creo que quieres ver a Lester para ponerle cara a un nombre. Creo que estás cabreado y que te has habituado a solucionar las cosas a tu manera. Y creo que quieres ser un héroe, como con la idea de sacar fotos desde una azotea, o anoche, cuando derribaste la puerta de la casa de los padres de María de una patada, a pesar de que la policía ya estaba allí.
Colin tenía que admitir que Evan podía tener razón.
—¿Y?
—Que cometes un error.
—Si descubro que es Lester, llamaré a Margolis.
—¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Piensas llamar a la puerta y preguntar si Lester está en casa? ¿Acercarte con sigilo e intentar echar un vistazo a través de las ventanas? ¿Esperar a que él salga a lavar su coche? ¿Pasarle una nota por debajo de la puerta?
—Ya pensaré en algo cuando esté allí.
—¡Oh, un plan fantástico! —espetó Evan—. Porque cuando ideas un plan, siempre sale bien, ¿verdad? ¿Has olvidado que Lester va armado? ¿Y que podrías verte metido en una situación peligrosa que quizá podrías evitar? ¿O que puedes empeorar más las cosas? ¿Y si Lester te ve? Podría salir corriendo, y entonces aún sería más difícil dar con él en el futuro.
—O quizá ya esté planeando huir, y yo pueda seguirlo.
Evan apoyó ambas manos en el respaldo de la silla de Colin.
—No te convenceré, ¿verdad?
—No.
—Entonces espera a que lleve a Lily de vuelta a casa e iré contigo.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no hay motivos para que vayas conmigo.
Evan soltó la silla e irguió la espalda.
—No lo hagas —dijo al final—. Por tu propio bien, llama a Margolis.
Sin duda, para enfatizar su petición, Evan agarró el ordenador de María y lo guardó en una de las bolsas que había cerca de la puerta. Tomó el resto de las pertenencias de María y abandonó el apartamento de Colin dando un portazo.
Colin lo vio marchar sin decir ni una palabra.
Quince minutos más tarde, en el coche, de camino a Shallotte, Colin pensó en todas las cosas que le había dicho Evan.
¿Por qué iba solo? ¿Por qué no había avisado a Margolis? ¿Qué esperaba conseguir?
Porque, tal como Evan había sugerido, la situación se había convertido en un tema personal. Quería tener la oportunidad de poner cara a un nombre, quería ver con sus propios ojos qué aspecto tenía ese tipo. Quería ser testigo de cómo Margolis le entregaba la orden de alejamiento, y luego hallar el modo de no perderlo de vista, aunque tampoco pensaba comentarle sus planes a Margolis. Pensaba que había llegado el momento de que Lester empezara a mirar hacia atrás, por si alguien lo seguía, en vez de que fuera María la que siempre mirara hacia atrás con miedo. Si era Lester, claro…
Con todo, Evan le había recordado el riesgo que corría si algo salía mal. Valoraba a Evan por esos detalles; sabía que tenía que ir con cuidado. El mínimo error y acabaría dando con los huesos en la cárcel. Se prometió a sí mismo que lo único que haría sería vigilarlo. Aunque Lester se marchara en coche, no pensaba ponerle la mano encima. Con todo, Colin empezó a notar un subidón de adrenalina.
Se obligó a respirar hondo y despacio.
Atravesó Wilmington respetando los semáforos en rojo, hasta que llegó a la autopista 17. Había grabado la dirección de Robins Lane en su móvil; en la pantalla vio las indicaciones para llegar a su destino. Siguió las instrucciones verbales. Un poco después de las dos de la tarde tomaba las últimas curvas antes de entrar en una zona residencial que, de entrada, le recordó al barrio donde vivían los padres de María. Pero solo a primera vista. Allí las casas eran más pequeñas y no estaban tan bien conservadas; en muchas de ellas, la hierba estaba demasiado crecida, y había bastantes carteles de EN VENTA, lo que le daba a la zona una sensación transitoria. La clase de vecindario donde nadie conocía a los vecinos y donde nadie se quedaba mucho tiempo.
¿Ideal para alguien que tuviera la intención de esconderse?
Quizá.
Aparcó detrás de una vieja furgoneta destartalada frente a un pequeño bungaló en alquiler, situado a escasos metros de la dirección que aparecía en la pantalla de su móvil. Se trataba de otro bungaló, con un pequeño porche en la fachada principal. Desde su posición, Colin podía ver la puerta y una de las paredes laterales de la vivienda, donde una ventana con las cortinas cerradas daba directamente a la casa vecina. Se acercó con sigilo, asomó la cabeza y vio que por el otro lado del bungaló sobresalía el morro de un coche azul, aunque no distinguía el modelo.
¿Había alguien en casa? Tenía que haber alguien. El coche de Atkinson seguía aparcado en el parque. O, por lo menos, según Margolis, unas horas antes estaba allí.
Deseó haber llevado consigo el ordenador de María. Le habría sido de gran ayuda para asegurarse de que el teléfono seguía allí. Se preguntó si debía llamar a Evan para preguntárselo, pero su amigo usaría la oportunidad para aleccionarlo otra vez, y no estaba de humor para sermones. Además, lo más probable era que Evan y Lily ya se hubieran ido al apartamento de esta con las cosas de María. Lo que significaba que lo único que podía hacer era observar, con la esperanza de que Lester se aventurara a salir tarde o temprano.
Aunque, tal como Evan le había recordado, todavía no sabía qué aspecto tenía Lester.
Echó un vistazo a su teléfono y vio que eran casi las tres. Se había pasado una hora vigilando. Aún no había ninguna señal de movimiento detrás de las cortinas del bungaló; nadie había salido. El coche azul seguía aparcado en el mismo sitio.
Además, ningún vecino parecía haberse fijado en él. Un par de personas pasaron caminando cerca de su coche; unos chiquillos habían pasado también corriendo, chutando un balón de fútbol. Vio a un cartero por la calle y se le ocurrió que quizá podría averiguar el nombre del inquilino si miraba el buzón, pero sus esperanzas se desvanecieron rápidamente, ya que el cartero pasó de largo sin acercarse a la casa.
Qué extraño. Se había detenido en todas las viviendas de aquella manzana, excepto en el bungaló. Quizá no significaba nada.
O quizá significaba que quienquiera que vivía allí no recibía cartas, porque las cartas se las enviaban a otra dirección.
Se quedó pensativo unos momentos.
Los minutos seguían pasando. Ya eran las cuatro. Colin empezaba a impacientarse. Necesitaba hacer… algo. Se preguntó de nuevo si debía llamar a Margolis. También se preguntó si debía arriesgarse a llamar a la puerta. Confiaba en no perder el mundo de vista y reaccionar de forma violenta. O, por lo menos, eso era lo que esperaba.
Volvió al coche, respiró hondo y despacio, y dio un respingo cuando sonó su teléfono. Un mensaje de Evan.
«¿Qué haces?»
Colin le contestó: «Nada».
Pasó otra hora. Las cinco de la tarde. El sol empezaba su lento descenso, todavía brillante pero iniciando el ocaso gradual del atardecer. Colin se preguntó si encenderían las luces en el interior del bungaló. Todavía no estaba seguro de si había alguien ahí dentro.
Su teléfono volvió a sonar. Otra vez Evan.
«Estaré contigo en menos de un minuto. Ya casi estoy junto a tu coche», rezaba el texto.
Colin frunció el ceño. Miró por encima del hombro y vio que Evan se acercaba por detrás. De un salto, su amigo se metió dentro del vehículo y cerró la puerta, luego subió la ventanilla. Colin hizo lo mismo.
—Sabía que estabas aquí. Sabía cuáles eran tus intenciones. ¿Y te atreves a mentir en el texto que me has enviado, con eso de que no estás haciendo nada?
—No te he mentido. No estoy haciendo nada.
—Has venido aquí. Estás vigilando la casa, esperando que salga Lester. Eso es algo.
—Todavía no le he visto.
—Bueno, ¿cuál es el plan?
—Todavía no lo sé —contestó Colin—. ¿Cómo está María?
—La hemos encontrado dormida en el sofá, pero, tan pronto como se ha despertado, Lily se ha puesto a hablarle de nuestros planes de boda. He pensado que sería mejor que yo confirmara qué hacías, ya que Lily puede pasarse horas hablando de ese tema…
En ese momento, Colin vio un leve movimiento en la parte frontal del bungaló. La puerta se abrió. Un hombre apareció en el porche, con una lata en la mano.
—¡Agáchate! —susurró Colin al tiempo que él también se agachaba—. ¡No te muevas!
Evan obedeció.
—¿Por qué?
Colin asomó un poco la cabeza por encima del tablero sin contestar. Necesitaba verlo más de cerca. El hombre se había colocado en medio del porche, con la puerta abierta a su espalda. Colin lo estudió con interés mientras intentaba visualizar la imagen de Atkinson. No era él, seguro. Acto seguido, intentó recordar la descripción de María sobre cómo iba vestido Lester la noche anterior.
«Una camisa roja descolorida y pantalones vaqueros rotos.»
«Sí», pensó Colin, la misma indumentaria.
«¿Lester?»
Tenía que serlo. Colin sintió otro subidón de adrenalina. Lester estaba en el bungaló. No se había cambiado de ropa…
Al cabo de unos segundos, Lester dio media vuelta y volvió a entrar, luego cerró la puerta tras él.
—¿Es él? —susurró Evan.
—Sí —afirmó Colin—, es él.
—Y ahora llamarás a Margolis, ¿de acuerdo? ¿Tal como dijiste que harías?
—Vale —cedió Colin.
Por teléfono, después de maldecir a Colin por ocultarle información, Margolis espetó que se ponía en camino y que llegaría lo antes posible. Le pidió que no siguiera a Lester ni a ningún otro sospechoso que saliera de la casa, y le exigió que dejara que él se encargara del asunto. Le juró que si se atrevía a salir del coche, encontraría la forma de arrestarlo, porque empezaba a hartarse de que actuara como si supiera lo que hacía. Le dedicó unas cuantas imprecaciones; cuando Colin dio por terminada la llamada, Evan lo miró con inquietud.
—Ya te dije que no le haría la menor gracia —comentó Evan.
—Vale.
—¿Y no te importa?
—¿Por qué habría de importarme?
—Porque ese hombre puede arruinarte la vida.
—Solo si cometo alguna tontería y me meto en un lío.
—¿Cómo, por ejemplo, interferir en los asuntos de la policía?
—Estoy sentado en mi coche. Le he llamado con la información necesaria. No estoy interfiriendo. Soy un testigo potencial. Me dijo lo que había que hacer, y lo he hecho.
Evan cambió de posición, incómodo.
—¿Puedo volverme a sentar? Tengo calambres en la pierna.
—No sé por qué sigues agachado.
Al cabo de cuarenta minutos, Margolis detuvo su sedán junto al coche de Colin y bajó la ventana del pasajero.
—Te dije que te largaras de aquí —lo conminó Margolis.
—No, no lo ha hecho —puntualizó Colin—. Me ha dicho que no salga del coche y que no siga a Lester ni a ningún sospechoso.
—Te crees muy listo, ¿eh?
—No.
—Pues es lo que parece. Anoche evité que te arrestaran, ¿y tú vas y te olvidas de mencionar esta idea genial que se te ha ocurrido esta mañana? ¿Qué quieres, volver a desempeñar el papel del justiciero de la ley?
—María le contó que Lester se había llevado su iPhone. Es muy fácil rastrear un iPhone. Pensaba que a usted ya se le habría ocurrido.
La expresión de la cara de Margolis revelaba que se le había pasado por alto aquella obviedad.
Rápidamente, recuperó la compostura y espetó:
—Lo creas o no, mi mundo no gira en torno a ti y a tu novia. Tengo otros casos. Casos importantes. Iba a hacer el rastreo cuando encontrara el momento oportuno.
«Ya, seguro», pensó Colin.
—¿Piensa recuperar el teléfono de María?
—Si Lester lo tiene, sí. No tengo ninguna prueba de que lo tenga, salvo tu palabra.
—Hace un par de horas, el teléfono estaba ahí dentro —intervino Evan—. Me he asegurado antes de venir hacia aquí.
Margolis miró a Evan sin parpadear, con evidente exasperación, antes de sacudir la cabeza.
—Recuperaré el teléfono —refunfuñó Margolis—. Y ahora largaos. Los dos. No os quiero aquí, ni al uno ni al otro. Ya me encargo yo.
Subió la ventana, soltó el freno y dejó que el vehículo se deslizara antes de detenerlo justo delante del bungaló. Colin observó cómo Margolis salía del coche, se tomaba un momento para examinar el espacio antes de rodear el coche en dirección al porche.
Mientras subía los peldaños, se volvió hacia Colin e hizo un gesto con el pulgar, indicándole que se marchara.
«De acuerdo», se dijo Colin. Hizo girar la llave de arranque, pero ni un rugido, solo silencio. El motor estaba completamente muerto. Colin volvió a intentarlo con el mismo resultado. Silencio absoluto.
—A ver si lo averiguo —dijo Evan—. Tu coche se acaba de morir.
—Es lo que parece.
—A Margolis no le hará ninguna gracia.
—No puedo hacer nada.
Estaba hablando con Evan mientras mantenía la vista fija en Margolis, quien todavía no había llamado a la puerta. En vez de eso, el inspector se alejó hasta la otra punta del porche para echar un vistazo al coche aparcado al otro lado. Cuando se dio la vuelta, a Colin le pareció ver una mueca de confusión en la cara de Margolis mientras este enfilaba por fin hacia la puerta. Vaciló antes de llamar. Tras una larga pausa, Margolis asió el pomo y lo hizo girar. Abrió la puerta levemente.
«Alguien debe haberle dicho que pase, que la puerta estaba abierta», pensó Colin.
Margolis habló a través de la puerta entreabierta, luego sacó la placa mientras atravesaba el umbral, y desapareció de la vista…
—Vayamos a mi coche —sugirió Evan—. Será mejor que no estemos aquí cuando salga Margolis. Sé que te odia, pero no quiero darle motivos para que te odie todavía más. Ni tampoco para que me odie a mí. Tiene pinta de ser un tipo con muy mala leche.
Colin no dijo nada. Pensaba en la expresión que había visto en la cara de Margolis justo antes de que llamara a la puerta. Margolis había visto algo, algo que… ¿le había parecido raro? ¿Quizás algo que no esperaba?
¿Y por qué Lester lo habría invitado a pasar, si tenía esa paranoia con la policía?
—Algo va mal —murmuró Colin, articulando sus pensamientos de forma automática, incluso antes de darse cuenta de que los había expresado en voz alta.
Evan lo miró perplejo.
—¿De qué estás hablando? —preguntó.
En ese instante, Colin oyó el estruendo de un arma de fuego, un disparo, y luego otro, en rápida sucesión, fuertes y explosivos.
Colin iba a abrir la puerta cuando Margolis apareció en el umbral, con la chaqueta y la camisa manchadas de sangre y con la mano en el cuello. Se tambaleó en el porche y cayó de espaldas por los peldaños.
Lester salió al porche, gritando de forma incoherente, con el arma en la mano. Con la cara teñida de miedo y de rabia, alzó la pistola y apuntó a Margolis con mano temblorosa. Volvió a gritar y bajó el arma antes de volverla a levantar…
Colin corrió hacia el bungaló, acortando el camino por el jardín de la casa vecina, escondiéndose detrás de un pequeño seto, hasta llegar al porche. Casi estaba encima de Lester. Su objetivo. Solo a escasos pasos.
Lester seguía apuntando a Margolis con el arma sin apretar el gatillo. Tenía la cara roja, los ojos inyectados en sangre. Fuera de control. Gritaba a Margolis: «¡No ha sido culpa mía! ¡Yo no he hecho nada! ¡No pienso volver a la cárcel! ¡Sé lo que está haciendo María!».
Lester se acercó a los peldaños, acortando la distancia entre él y Margolis mientras seguía empuñando el arma con mano temblorosa. De repente, Lester detectó cierto movimiento por el rabillo del ojo. Se dio la vuelta bruscamente y apuntó hacia la dirección de Colin…
Demasiado tarde.
Colin saltó por encima de la barandilla del porche y se abalanzó sobre él con los brazos extendidos. La pistola salió volando y aterrizó en el porche.
Colin superaba a Lester en unos veinte kilos; notó cómo a este se le rompían las costillas al impactar contra el suelo bajo el peso de Colin. Lester aulló en un grito agónico.
Colin no perdió ni un segundo. Con Lester inmovilizado bajo su cuerpo, pasó inmediatamente el brazo alrededor de su garganta, y luego hizo una llave con la otra mano. Lester empezó a retorcerse, con el cuello apresado entre los bíceps y el antebrazo de Colin. Este aplicó una fuerte presión sobre la arteria carótida mientras Lester intentaba zafarse frenéticamente de su agresor.
Al cabo de unos segundos, Lester quedó con los ojos en blanco; de repente, dejó de moverse.
Colin siguió aplicando presión, la suficiente como para dejar inconsciente a Lester un buen rato. A continuación, corrió al lado de Margolis.
El inspector todavía respiraba, pero no se movía. Estaba más blanco que el papel. Colin intentó entender qué era lo que tenía ante los ojos. Le habían disparado dos veces, en el estómago y en el cuello, y estaba perdiendo mucha sangre.
Colin se quitó la camisa y la rasgó por la mitad mientras Evan se le acercaba corriendo, con el semblante desencajado.
—¡Santo Cielo! ¿Qué hacemos?
—¡Llama al 911! —gritó Colin, intentando controlar su propio estado de pánico, consciente de que más que nunca necesitaba pensar con claridad—. ¡Rápido! ¡Que envíen una ambulancia!
Colin no sabía nada sobre heridas de bala, pero, si Margolis seguía desangrándose, no sobreviviría. Dado que la herida del cuello tenía peor aspecto, Colin empezó a aplicar presión en su cuello. La sangre empapó inmediatamente la tela de la camisa. Colin hizo lo mismo con la herida del estómago, donde la sangre había formado un charco debajo del cuerpo del inspector.
La cara de Margolis empezó a adoptar un tono cetrino.
Colin podía oír a Evan, que gritaba a través del teléfono que habían disparado a un poli, que necesitaban una ambulancia urgentemente.
—¡Date prisa, Evan! —gritó Colin—. ¡Necesito tu ayuda!
Evan colgó y miró a Margolis como si pensara que se iba a morir. Por el rabillo del ojo, Colin vio que Lester ladeaba la cabeza. Se estaba despertando.
—¡Coge las esposas! —ordenó a Evan—. ¡Asegúrate de que Lester no escape!
Evan, que todavía mantenía la vista clavada en Margolis, parecía paralizado. Colin podía notar la sangre que seguía empapando los restos de su camisa. Podía notar el calor en la mano; sus dedos estaban rojos y pegajosos.
—¡Evan! —gritó Colin—. ¡Coge las esposas del cinturón de Margolis! ¡Date prisa!
Evan sacudió la cabeza y empezó a retirar las esposas con manos temblorosas.
—¡Y luego vuelve aquí tan rápido como puedas! —gritó Colin—. ¡Necesito tu ayuda!
Evan corrió hacia Lester, cerró una de las esposas alrededor de la muñeca de Lester y luego arrastró el cuerpo hasta la barandilla, donde cerró la otra esposa alrededor de uno de los barrotes. Lester gimió, empezando a recuperar la conciencia mientras Evan se alejaba de él. Evan cayó de rodillas cerca de Margolis, con los ojos abiertos como platos.
—¿Qué hago?
—Encárgate de la herida del estómago…, donde está mi mano. ¡Aprieta fuerte!
Aunque Margolis ya no perdía tanta sangre, su respiración era más superficial…
Evan hizo lo que Colin le ordenaba. Colin puso las dos manos en la herida del cuello. Al cabo de unos segundos, Colin oyó las primeras sirenas; después, un estruendo; mientras rezaba para que llegaran lo antes posible, no paraba de repetir: «No te mueras, no te mueras. Por favor, no te mueras…».
En el porche, Lester gimió de nuevo, parpadeó y abrió unos ojos desenfocados.
Un ayudante del sheriff fue el primero en llegar, seguido rápidamente por un agente del Departamento de la Policía de Shallotte. Ambos frenaron en seco en mitad de la calle, saltaron de sus respectivos coches y corrieron hacia ellos, con las armas desenfundadas, sin saber qué hacer.
—¡Han disparado al inspector Margolis! —gritó Colin mientras se acercaban—. ¡El tipo con las esposas es quien le ha disparado!
Tanto el agente como el ayudante del sheriff miraron hacia el porche. Colin procuró mantener un tono sereno.
—La pistola está en el porche. No podemos dejar que el inspector pierda más sangre. ¡Por favor, llamen a una ambulancia! ¡Rápido! ¡No sé cuánto tiempo aguantará!
El agente se acercó al porche mientras el ayudante del sheriff corría hacia su coche y gritaba por la radio que había un policía herido y que enviaran una ambulancia urgentemente. Tanto Colin como Evan seguían aplicando presión en las heridas; Evan empezaba a recuperar el color en las mejillas.
Al cabo de unos minutos, llegó la ambulancia. Dos enfermeros saltaron y cogieron la camilla con rapidez. Colocaron a Margolis en ella y lo subieron a la parte trasera del vehículo. Uno de los enfermeros saltó al volante mientras el otro se quedaba al lado del inspector. El vehículo se puso en marcha, escoltado por el coche de policía y el del sheriff. Las sirenas aullaban. Solo entonces Colin empezó a recuperar el mundo que había perdido de vista.
Podía notar el temblor en las extremidades; los nervios empezaban a destensarse. Las manos y las muñecas estaban adormecidas con la extraña sensación de que la sangre no las irrigaba. La camisa de Evan parecía que la hubieran metido en un barreño para teñirla de color rojo. Evan se alejó, se inclinó y vomitó.
Uno de los policías que se había quedado con ellos fue hasta su coche y regresó con un par de camisetas blancas. Le pasó una a Colin y la otra a Evan. Antes de prestar declaración, Colin cogió el teléfono para llamar a María y contarle lo que había sucedido.
Mientras hablaba, no podía quitarse a Margolis de la cabeza.
Durante la siguiente hora, en que el cielo se oscureció hasta quedar completamente negro, fueron llegando más coches de policía. Varios agentes habían entrado en el bungaló, igual que un inspector de Wilmington y el sheriff del condado.
Lester deliraba. Gritaba cosas sin sentido y se resistió al arresto hasta que por fin consiguieron meterlo a la fuerza en la parte trasera de uno de los coches patrulla para llevarlo a la cárcel.
Colin declaró ante el sheriff, un oficial de la policía de Shallotte y el inspector Wright de Wilmington. Los tres le hicieron un sinfín de preguntas. Luego le tocó el turno a Evan. Ambos admitieron que no tenían ni idea de lo que había pasado cuando Margolis había entrado en la vivienda, solo que no había transcurrido mucho rato antes de que oyeran los disparos. Colin también les dijo que Lester podría haber rematado a Margolis, pero que no lo hizo.
Más tarde, después de que a él y a Evan les dieran permiso para marcharse, Colin llamó a María para decirle que iba a casa a cambiarse, pero que quería que Lily la llevara en coche al hospital para que pudieran verse allí. Mientras hablaba con ella, oyó que un agente le comentaba al inspector Wright y al sheriff que la casa estaba vacía, y que parecía como si Lester hubiera estado viviendo allí solo.
Después de hablar con María, Colin enfiló hacia el bungaló, preguntándose por el paradero de Atkinson. Y por qué, de nuevo, si Lester estaba tan paranoico, había dejado entrar a Margolis.
—¿Estás listo para que nos vayamos? —preguntó Evan, interrumpiendo sus pensamientos—. Necesito largarme de aquí, ducharme y cambiarme.
—Sí —dijo Colin—. Vamos.
—¿Qué quieres hacer con tu coche?
Colin desvió la vista hacia el Camaro.
—Ya me encargaré de eso más tarde. De momento, no tengo energía para pensar en mi coche.
Evan debió haber visto algo extraño en su expresión.
—¿Estás seguro de que es una buena idea que vayamos al hospital?
Para Colin, no era tanto una elección como una obligación.
—Quiero saber si Margolis sobrevivirá.