La salud es un estado muy precario que no presagia nada bueno.
JULES RENARD
La única vez que me he dejado dominar por el sexo, hubo una plaga de saltamontes en el sur y se hundió el Andrea Doria.
SEMPÉ
No pretendo que ustedes se conviertan en psicólogos, sino que sigan el tradicional consejo del Arte de la guerra: «Es preciso conocer al enemigo». Para comprender el miedo, debemos entender el papel que juegan las emociones en nuestras vidas. Son un sistema organizado para dirigir nuestro comportamiento, no para hacernos felices. El miedo, el dolor o la tristeza nos indican los comportamientos que debemos emprender para evadirnos de una situación. La alegría, la serenidad o la calma, los que conviene mantener. Las emociones son buenas o malas, convenientes o inconvenientes, según faciliten o dificulten un comportamiento adecuado. Su evaluación no depende de que nos hagan reír o llorar. El haber creído que la educación emocional es la técnica para tener sólo emociones agradables o positivas es un sentimentalismo chapucero que no entiende el papel de las emociones. No sentimos emociones para instalarnos en ellas, sino para actuar de una u otra manera. La acción es su objetivo y, a través de la acción, ayudan al sujeto a realizar las metas elegidas. Es de la realización de las metas de donde proceden las grandes emociones positivas. Aristóteles fue muy sabio al decir que la felicidad no es un estado, sino una actividad. El placer de jugar sólo se manifiesta mientras se juega. Y la emoción de ganar un partido sólo es útil si anima a seguir entrenando para seguir triunfando. Por eso, la educación de las emociones consiste en fomentar aquellas que nos advierten con mayor fidelidad de la situación, y nos animan a la acción más conveniente.
Es importante no olvidar esta doble función de las emociones y los sentimientos. En primer lugar, nos informan de nuestra situación, del estado de nuestro organismo, de cómo se están comportando nuestros deseos y expectativas en su choque con la realidad. La tristeza nos advierte de que hemos perdido algo valioso, y la desesperación, de que su pérdida es irreparable. La ira es la experiencia de un obstáculo que impide nuestros deseos. Las emociones, pues, expresan nuestros intereses y prioridades. Pero, en segundo lugar, nos incitan a actuar, de una manera u otra. Son grandes motivadores. La tristeza impulsa a la pasividad, al llanto, a la soledad. La desesperación puede llevar al suicidio. La ira al desahogo violento, a la agresión. Cada persona elabora un estilo de respuesta, que puede ser adecuado o inadecuado. Consideremos, por ejemplo, el duelo, el sentimiento de pérdida por la muerte de un ser querido. Cuando hablamos de la «buena elaboración del duelo», nos referimos al trabajo íntimo para conseguir una respuesta conveniente de aceptación y superación. Hay personas que se enclaustran en su tristeza y no quieren ser consoladas ni salir de ella, y en ese caso decimos que su situación puede ser comprensible pero destructiva.
En el caso del miedo, estas dos funciones de la emoción se manifiestan con nitidez. Su misión informativa es advertirnos de la existencia de un peligro. Nuestra integridad física, nuestro bienestar, el bienestar de los que queremos, nuestra autoestima o nuestras propiedades están amenazados. Su función motivadora es ponernos a salvo. El temor es tan desagradable que resulta difícil soportarlo. Activa nuestros recursos. Movida por el terror, la gente puede hacer cosas inconcebibles, incluso desde el punto de vista físico. Inevitablemente nos impulsa a hacer algo para amortiguar el malestar. Huir, agredir, hacerse el muerto, someterse, emborracharse, rezar, negar el peligro, asumir rituales protectores, provocar una neurosis, somatizarlo como una úlcera de estómago. En un conocido chiste, un individuo ve a su amigo que va por la calle dando palmadas. «¿Por qué haces eso?», le pregunta. «Para espantar a los elefantes.» «Pero si aquí no hay elefantes.» «¡Porque funciona!» No se rían, porque todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos hecho algo parecido. Hay muchos modos de enfrentarse al miedo, unos buenos y otros malos. El avestruz lo hace como puede. La persona que frente a un problema sólo se preocupa de eliminar su malestar, pero no de resolver el problema, posiblemente esté afrontándolo mal. Quien establece una relación de dependencia para no tener que enfrentarse, está en la misma situación. Hay, pues, modos inteligentes y no inteligentes de resolver el principal problema que plantea el miedo, que es librarse de él. Y esto puede hacerse intentando eliminar el peligro o intentando eliminar la emoción.
TODOS LOS LECTORES AFICIONADOS A LA psicología se habrán percatado de que muchos de sus conceptos están mal definidos y con frecuencia se superponen o solapan. Eso ocurre con el miedo. Hablamos de ansiedad, angustia, miedo, estrés, pánico, fobia, vergüenza, timidez, conductas de evitación. ¿Significan lo mismo? Christophe André, un especialista en miedo, escribe: «La ansiedad es la espera más o menos consciente de un peligro». Sin embargo, esa es la definición clásica de «miedo». Enrique Echeburúa y Paz del Corral, dos especialistas españoles, identifican ansiedad y miedo. ¿Son, entonces, sinónimos?
En Anatomía del miedo propuse una ordenación de todos estos conceptos para hacerlos más claros, aprovechando la precisión con que el lenguaje analiza nuestros estados de ánimo, a distintos niveles. El nivel más general podría ser el de alerta (arousal), desencadenada por la percepción de alguna novedad. Los mecanismos de análisis perceptivo se activan para determinar la acción a seguir, se alarman. El ciervo que estaba bebiendo, yergue la cabeza y dirige las orejas hacia el nuevo estímulo. La alerta provoca un sentimiento de inquietud o intranquilidad. La calma ha desaparecido. Cuando era niño, la llegada de un telegrama provocaba un momento de angustia en mi familia, porque era un procedimiento que sólo se utilizaba para cosas urgentes y graves. Hay personas que están en permanente estado de alerta, hipervigilantes, como si estuvieran siempre recibiendo telegramas, lo que resulta agotador. La intranquilidad puede ser agradable o desagradable. La noche de Reyes provoca una gran excitación en los niños, y lo mismo sucede a los adultos con el comienzo de un viaje o de una aventura. Llamaremos excitación a la inquietud agradable, y ansiedad a la inquietud desagradable. Esta proximidad entre la excitación y la ansiedad hace que algunas personas sufran con ambas emociones. Les desasosiega cualquier cambio, aunque sea agradable, como el comienzo de las vacaciones. Los niños pasan de la alegría al llanto bruscamente cuando la excitación los supera. Albert Ellis, un psicólogo muy influyente, en un libro que resume gran parte de su obra titulado ¿Cómo controlar la ansiedad antes de que le controle a usted?, cuenta los miedos sociales que sufrió durante su infancia y adolescencia. Era inteligente y aplicado, pero le superaba cualquier situación en que tuviera que hacer algo ante los demás. «Una vez —cuenta—, cuando tenía once años, gané una medalla en la catequesis dominical y tuve que salir a recibirla y dar las gracias al director del colegio por concedérmela. Subí, me dieron la medalla, di las gracias, y cuando volví a mi silla, un amigo me preguntó: “¿Por qué lloras?”. Estaba tan tenso que mis ojos se habían humedecido hasta tal punto que parecía que estaba llorando.»
La ansiedad es un sentimiento muy amplio. Por eso, en los libros de psiquiatría se habla de un «trastorno de ansiedad generalizada». Pero nos interesa precisar un poco más. Podemos conocer o no la causa de esa ansiedad. Cuando la conocemos, hablaremos de miedo. Cuando desconocemos la causa, hablamos de angustia. Así pues, este es el mapa de la inquietud:
Ya estamos en condiciones de dar dos definiciones importantes para nuestro proyecto:
Miedo: Es la ansiedad ante una amenaza concreta. Un sujeto experimenta miedo cuando la presencia de un peligro le provoca un sentimiento desagradable, aversivo, inquieto, estresante, con activación del sistema nervioso autónomo, sensibilidad molesta en el sistema digestivo, respiratorio o cardiovascular, sentimiento de falta de control y puesta en práctica de alguno de los programas de afrontamiento: huida, lucha, inmovilidad, sumisión. La gacela huye, el toro embiste, el escarabajo se hace el muerto y los lobos realizan gestos de sumisión ante el macho dominante. Los humanos mezclamos hábil o torpemente estas respuestas.
Angustia es una ansiedad sin desencadenante claro, acompañada de preocupaciones recurrentes (worries), con una anticipación vaga de amenazas globales, y con gran dificultad para poner en práctica programas de evitación. «Angustia» viene de «angosto», de estrechez, de ausencia de salida. Mientras que, en el miedo, el peligro desencadena la emoción, en el caso de la angustia parece que es la emoción la que descubre constantemente peligros. Ya tendremos ocasión de comprobar su capacidad imaginativa. Hace poco, una lectora a la que no conozco me escribía: «No pretendo ser dramática, pero la verdad es que me encuentro desesperada. Mi vida está dominada por el miedo, un miedo difuso que no sé cómo tratar. Domina mi trabajo, mis relaciones sociales, mi vida personal. He tratado de solucionar este problema con tratamientos psicológicos (terapias conductistas), hace dos semanas fui a un psiquiatra. Mostró muy poco interés en mí, diciéndome que me veía equilibrada, con un buen razonamiento, etc. No sé dónde encontrar solución a este MIEDO que maneja, conduce y determina mi vida». A este tipo de miedo, lo denominaremos angustia.
Hay una angustia absolutamente endógena. La que se da por ejemplo en algunos casos de epilepsia. Marks cuenta el caso de una paciente suya: «Una mujer había sufrido ataques de pánico breves durante dieciséis años, sin causa aparente. De repente se sentía “terriblemente asustada” y lo encontraba “todo horrible”. Este miedo era intenso y no natural y con él siempre tenía el pensamiento “Ahora sabré qué es lo que me asusta”, pero nunca sucedía». Estos pacientes dicen con frecuencia: «Me encuentro asustado como si algo malo fuera a ocurrir». Es un sentimiento que tienen muchas personas sanas. Los neurólogos han hecho un descubrimiento que me parece interesantísimo. Davidson, un investigador de nuestra Factoría, piensa que las personas proclives a la angustia tienen dificultad para discriminar el desencadenante de los miedos. No se fijan en el objeto aislado, sino que responden al contexto entero, y nada impide que ese contexto sea la realidad entera. Imaginemos que una persona tiene miedo a las ratas, pero responde no a la presencia del animal sino al contexto. Puede haber ratas en el campo, en la ciudad, en las casas. Están ocultas, aparecen de repente. Habitan en la oscuridad. El mundo entero se ha vuelto amenazador. Algo así ocurre en la angustia. Por eso es la conciencia de la posibilidad de un peligro, más que la constatación de un peligro real. Lean el siguiente texto del gran poeta Rainer Maria Rilke:
Todos los miedos perdidos están otra vez aquí. El miedo de que un hilito de lana que sale del borde de la colcha sea duro, duro y agudo como una aguja de acero; el miedo de que ese botoncito de mi camisa de noche sea mayor que mi cabeza, grande y pesado; el miedo de que esta miguita de pan que ahora se cae de mi cama, sea de cristal y se rompa abajo, y el miedo opresor de que con eso se rompa todo, todo para siempre; el miedo de que la tira del borde de una carta desgarrada sea algo prohibido que nadie debería ver; algo indescriptiblemente precioso, para lo cual no hay lugar bastante seguro en el cuarto; el miedo de que si me duermo me trague el trozo de carbón que hay delante de la estufa; el miedo de que empiece a crecer cierto número en mi cabeza hasta que no tenga sitio en mí; el miedo de que me pueda traicionar y decir todo aquello de que tengo miedo, y el miedo de que no pueda decir nada, porque todo es inestable, y los otros miedos... Los miedos.
Antes, cuando definí el miedo, puse en cursiva la palabra estrés, como uno de los efectos causados por el miedo. Esta palabra es un ejemplo de lo que pasa en psicología cuando un concepto tiene éxito. Acaba convirtiéndose en un comodín, imprescindible porque sirve para todo. Dos conocidos investigadores en el campo de la motivación —Cofer y Appley— dijeron hace ya cuarenta años que el concepto de estrés «se había apropiado de un campo previamente compartido por varios conceptos, como ansiedad, conflictos, frustración, trastornos emocionales, etc.». Y añadían con cierta guasa: «Es como si cuando la palabra estrés se puso en boga, cada investigador que estaba trabajando en uno de esos temas cercanos, se apropiara del término estrés... y continuara con lo que estaba investigando». Sólo cambiaron el nombre.
En estricto sentido, estrés es la respuesta fisiológica ante una situación que desborda los recursos de un individuo. Me gustaría que retuvieran esa palabra, porque el modelo UP se basa en una pedagogía de los recursos. La educación debe aumentar los recursos cognitivos, emocionales y ejecutivos del niño. El estrés es la experiencia de una sobrecarga mental. La capacidad de actuar de quien lo sufre se bloquea o desorganiza. Se han demostrado los demoledores efectos que el estrés continuado causa en el organismo. A veces, más que la gravedad de los estímulos estresantes puede influir la cantidad. Una madre me contaba la razón de su estrés, de su sobrecarga: «Me levanto a las siete, preparo los desayunos de mis hijos, los llevo al colegio, pero como no puedo esperar a que abran si quiero llegar a mi trabajo, los dejo en la puerta, con lo que ya me voy preocupada. Aprovecho los semáforos para arreglarme un poco la cara. En el descanso del mediodía, salgo corriendo para hacer la compra. Tengo que asegurarme de que alguien —mi madre, una vecina, la madre de alguno de los compañeros de mis hijos— va a recoger a los niños para llevarlos a casa. Cuando vuelvo del trabajo, el pequeño me dice que ha perdido un zapato. Me descompongo ante una cosa tan tonta. Voy corriendo al colegio para ver si alguien lo ha encontrando. Está cerrado. Me paso por una zapatería. Cuando regreso, mi hija quiere leerme una redacción que ha hecho. Tengo la cena sin preparar. Le digo que me la lea mientras cocino. Se echa a llorar porque no le hago caso. Le mando bañar a su hermano pequeño. Al cabo de unos minutos oigo gritos, llantos, chapoteos, y voy corriendo al cuarto de baño. El espectáculo es horrible, pero se me queman las patatas y tengo que volver. Llaman al teléfono y mi madre me dice que mañana no podrá recoger a los niños porque tiene que ir con mi padre al médico. Empiezo la ronda de peticiones a mis amigas». Ninguno de esos acontecimientos es terrible, ni siquiera desagradable. Lo malo es su acumulación. Esa madre está estresada y, sin duda, su organismo lo está acusando. Como el peligro y el miedo son estresores frecuentísimos, muchos autores consideran el estrés como la respuesta ante el miedo. Y una parte importante de los métodos contra el estrés sirven contra el miedo.
LOS MIEDOS PUEDEN SER NORMALES, exagerados y patológicos. Depende del papel que jueguen en la vida de una persona. Los antiguos griegos distinguían entre deos, el miedo bien calibrado, y phobos, el terror irracional e incontrolable. Podemos considerar miedos normales los que son adecuados a la gravedad del estímulo y no anulan la capacidad de control y respuesta. Son los que denomino «miedos amigos». A nadie le gusta atravesar una calle oscura donde haya gente de aspecto patibulario. Miedos exagerados serían los que no alteran el control, como sucede en los patológicos, pero producen un malestar importante. La preocupación excesiva por no defraudar a los demás, por ejemplo, puede hacer la vida desdichada. Es difícil encontrar criterios fiables para distinguir entre emociones normales y patológicas. ¿Cómo consideraríamos el miedo a volar? En cierto sentido es normal, porque no estamos preparados para surcar los aires, pero en otro sentido no lo es, porque estadísticamente sólo resulta insoportable para un pequeño número de personas.
Un miedo patológico se corresponde con una alarma desmesurada, tanto en su activación como en su regulación. Se dispara con demasiada frecuencia y con umbrales de peligrosidad muy bajos o nulos. Las personas que tienen fobia a las palomas, no pueden soportarlas aunque estén en una jaula. Además, la aparición del miedo es demasiado fuerte, sin flexibilidad, de todo o nada. No está modulado y se convierte con facilidad en pánico. La emoción se hace con el control de la conducta. No es el único caso en que un sistema defensivo del organismo se convierte en tóxico. Christophe André pone como ejemplo el reflejo de la tos. Nos protege, porque impide la entrada de cuerpos extraños en los alvéolos pulmonares, pero una crisis de asma desencadenada por unos miligramos de polen representa una reacción de alarma inútil y nociva: «No hay peligro en ese polen. El problema no viene del entorno sino de un sistema de defensa desarreglado. Y la dificultad de respirar, la tos seca agotadora del asmático en crisis, son más tóxicas que útiles». Lo mismo sucede con el miedo. Con frecuencia, ese sistema de protección se descompone y nos perjudica. Los temores amigos nos traicionan y se convierten en enemigos.
Suele llamarse «miedos» a los casos que se consideran normales, y «fobias» cuando se convierten en patológicos. Que un niño sienta miedo a los extraños a los dos años es normal. Que lo sienta intensamente a los treinta puede considerarse una fobia social. Los miedos patológicos deben ser tratados por especialistas en psiquiatría o en psicología clínica, por eso no voy a tratar apenas de ellos. Pero la patología mental me ha interesado siempre porque nos permite observar con un aumento desmesurado muchas conductas normales, y por ello nos permite comprenderlas mejor. Hay que advertir que una persona que sufre un miedo patológico no es un demente, ni un loco, ni un deficiente mental. Ese miedo es un «nódulo» patológico en un organismo mental sano. Lo importante es que no desarrolle metástasis y acabe apoderándose del sujeto entero. La psiquiatría suele estudiar seis tipos de miedo:
— Trastornos de pánico.
— Fobias específicas (animales, sangre, agorafobia, etc.).
— Fobias sociales (miedo a relacionarse, a ser evaluado, a hablar en público, etc.).
— Estrés postraumático (después de un asalto, una violación, etc.).
— Trastornos obsesivos compulsivos (rituales de limpieza, de comprobación, etc.).
— Angustia (trastorno de ansiedad generalizada).
Muchos de estos miedos los sentimos todos. Lo que los convierte en patológicos es su intensidad. ¿Sufren los niños miedos patológicos? Por desgracia, sí. En la actualidad, hay una gran preocupación porque los datos dicen que el número de patologías mentales de niños y adolescentes va en aumento. La Organización Mundial de la Salud señala que puede haber entre un 10 y un 20 por ciento de niños y adolescentes con problemas que necesitan atención psiquiátrica, y que frecuentemente no son diagnosticados y no reciben el cuidado necesario. Todos los niños y adolescentes —como todos los adultos— sienten miedo. Se ha calculado que más del 40 por ciento siente miedos intensos (Echeburúa, Sandin). Según los estudios más fiables, puede haber entre un 10 y un 12 por ciento de niños y adolescentes con problemas de miedos patológicos. Los estudios epidemiológicos dicen que los trastornos de ansiedad se encuentran entre los más diagnosticados a los escolares. Provocan conductas de evitación o huida, y esta reacción, al hacer disminuir el miedo, acaba consolidándose como respuesta habitual. Es el mismo mecanismo que mantiene los comportamientos supersticiosos. Si colgarse del cuello una pata de conejo tranquiliza a una persona, perder la pata de conejo le producirá un patatús. Canon, un gran fisiólogo, estudió el cadáver de un africano que había muerto repentinamente al saber que muchos años antes había infringido un tabú. Murió, literalmente, de miedo por una violenta contracción arterial. La huida es un tipo de calmante que también produce adicción. La patología aparece cuando las reacciones son irracionales y destructivas. Alvin House, un especialista en trastornos infantiles, cuenta: «Al principio de mi carrera evalué a un adolescente que padecía fobia a las serpientes y que, cuando su compañero de habitación le lanzó una serpiente de goma, respondió tirándose por la ventana de su habitación, que estaba en un segundo piso. Corrió el riesgo de sufrir lesiones físicas graves debido a un temor que sabía que no era razonable». Si la ansiedad es duradera, provoca gran malestar y altera de manera importante el comportamiento, es hora de consultar a un especialista.
Muchas de las fobias tienden a aparecer en la infancia y la adolescencia y hay una aceptación creciente de que los trastornos obsesivos compulsivos son más habituales en los niños y adolescentes de lo que se creía. Los más comunes tienen que ver con el miedo a contaminarse, y la conducta compulsiva es el lavado repetitivo. Un lector me comunicó la angustia que le produjeron en su adolescencia las poluciones nocturnas. Pasó una temporada de escrúpulos morales que le condujeron a extraños rituales de purificación que acabaron interfiriendo en sus relaciones sexuales.
El trastorno de ansiedad por separación es una de las manifestaciones clínicas de ansiedad más frecuentes en los niños. Es el único trastorno mental centrado en la ansiedad que sigue incluyéndose en el capítulo «Trastornos de inicio en la infancia, la niñez y la adolescencia» del DMS-IV, la biblia de los psiquiatras de todo el mundo. La mayor parte de los expertos incluye aquí la fobia escolar. En el capítulo dedicado a la adolescencia hablaré de dos miedos que en ese momento pueden dispararse: la anorexia y la fobia social.
Terminaré el mapa de los miedos en el próximo capítulo.
THE COURAGE FACTORY
Uno de los primeros expertos que he contratado para poner en marcha mi Factoría ha sido el francés Christophe André, que dirige una unidad especializada en ansiedades y fobias en el Hospital Sainte-Anne, en París. Me gustaría nombrarle adjunto a la dirección, porque él me sugirió la idea de la Factoría.
JAM. ¿Cómo podemos educar el miedo?
CA. El cerebro emocional sólo cambia mediante la acción. Reflexionar sobre el miedo, intentar dominarlo por introspección, no sirve. Si alguien quiere buscar motivos para sus conflictos psicológicos, los va a encontrar a montones. Lo que no quiere decir que sean verdaderos. Los miedos hay que domesticarlos, como a un animal. Con suavidad y tenacidad.
JAM. No parece partidario del psicoanálisis.
CA. No como tratamiento de las fobias. Uno de los grandes psicoanalistas infantiles, Sergio Lebovici, recordaba el caso de una fobia escolar que se mantenía después de quince años a pesar de un largo tratamiento hecho en buenas condiciones. Los resultados no parecen interesarles mucho. En una obra destinada al gran público sobre la visión psicoanalítica de las fobias, sólo tres páginas de 128 están dedicadas al tratamiento.
JAM. Recuerdo el libro de Pierre Rey, Une saison chez Lacan, en el que cuenta sus diez años de tratamiento. «Nunca se hablaba de curación», comenta con extrañeza. Como me encantan los chistes de psiquiatras, le contaré uno de Woody Allen, que en Annie Hall dice: «Yo también me estoy psicoanalizando, naturalmente, pero sólo llevo quince años. Voy a darle un año más a mi psicoanalista y, si no funciona, me voy a Lourdes». Pasemos a otro tema. ¿De dónde vienen los miedos?
CA. Tienen un origen epigenético. Una propensión es activada por la experiencia. Ocurre algo parecido en la diabetes. Una persona con la misma vulnerabilidad genética puede no desarrollarla si vive con los esquimales —haciendo vida activa, alimentándose de pescado— y desarrollarla si vive en Estados Unidos, con seis horas de televisión, dulces y comida basura hipercalórica. Un niño vulnerable al miedo puede también tener trayectorias biográficas diferentes.
JAM. El origen de The Courage Factory está en una afirmación tuya: «Sería conveniente organizar una escuela de fobias. ¿A qué te referías?
CA. He trabajado muchas veces con especialistas en hipertensión, diabetes o asma. Todos intentan educar a sus pacientes para convivir con su enfermedad. Con los neumólogos descubrí que había «escuelas del asma», donde se enseñaba a los pacientes y a sus familiares los mecanismos del asma. Sus resultados son espectaculares. Los pacientes gestionan mejor su enfermedad. Pensé que una «escuela del miedo» proporcionaría a mis pacientes los mismos servicios que las escuelas de asma o de diabetes: desdramatizar, desestigmatizar, informar. En mi consulta dedico mucho tiempo a explicar a mis pacientes los mecanismos de sus miedos excesivos. Les permito salir del círculo vicioso de la culpabilidad y de las preguntas inútiles (¿soy responsable de lo que me sucede?) para conducirlos hacia la acción (¿qué puedo hacer para resolver el problema?). Le contaré el caso de un paciente, Bernabé, un empresario víctima de ereutofobia, del miedo a ruborizarse, una manifestación de fobia social. Se había sometido durante diez años a un tratamiento psicoanalítico que no le sirvió de nada, había tenido un par de desplomes depresivos y se estaba dando a la bebida. Se había perdido en un laberinto de culpabilidades y de referencias a su infancia. Le invité a una de las sesiones de grupo, donde otras dos personas sufrían los mismos problemas. Como suele hacerse, les pedí que se presentaran y contaran en público sus problemas. Dejé a Bernabé el último. Le observaba mientras los demás contaban su historia. Estaba pálido. Al llegar su turno, dijo con voz emocionada: «Hasta este momento, yo pensaba que esto sólo me pasaba a mí, creí que era por mis antecedentes familiares, pero ahora comprendo que ese no era el camino». Ver su propio caso encarnado en otros cambió su perspectiva. Lo importante es actuar, no analizar. En los miedos no es de gran utilidad intentar llegar al fondo, a sus causas, porque con frecuencia uno puede quedarse sepultado en esas profundidades.
JAM. En tu libro sobre la «autoestima» también dices que el mero análisis no sirve, sino que sólo la acción nos cambia. Supongo que por «acción» entiendes cualquier actividad mental o física realizada por un sujeto. Una de ellas sería, por ejemplo, y cito palabras tuyas, «convencer a nuestro cerebro emocional» de que no hay razón para temer. Me parece interesante que consideres que no es una persona la que siente miedo, sino su cerebro.
CA. En efecto, los miedos se desencadenan automáticamente. Ya sabes que la amígdala es la sede neuronal de los mecanismos del miedo. Mediante resonancia magnética funcional descubrimos cosas muy interesantes. En una situación que preocupa a todo el mundo —hablar en público— hemos comprobado que, cuando los sujetos tienen un miedo normal, su amígdala recibe más sangre, es decir, consume más oxígeno, está más activa, pero también recibe más sangre la corteza cerebral, encargada del pensamiento y el lenguaje. En las personas con un miedo excesivo, la amígdala recibe mayor irrigación, pero no así la corteza cerebral.
JAM. Es como si la amígdala secuestrase a la corteza cerebral.
CA. En efecto, por eso las víctimas dicen: «Me quedé en blanco», «Era incapaz de pensar en nada». No es una metáfora. Es literalmente verdad.
JAM. ¿Podemos cambiar el cerebro?
CA. Ahora sabemos que sí. Por ejemplo, las psicoterapias bien llevadas lo hacen.
JAM. ¿Debemos preocuparnos por los miedos infantiles?
CA. La mayor parte de los miedos infantiles van a desaparecer. Algunos permanecerán como miedos excesivos, y otros evolucionarán como trastornos fóbicos. Pero alrededor de un 23 por ciento de los miedos infantiles pueden enmascarar algún problema de ansiedad que conviene tratar cuanto antes.