Nuestra mente está tan bien equipada que nos proporciona las bases importantes para producir pensamientos sin que tengamos el más mínimo conocimiento de cómo es el trabajo de elaboración. Sólo somos conscientes de los resultados. Esa mente inconsciente es para nosotros como un ser desconocido que crea y produce para nosotros, arrojando luego los frutos maduros a nuestro regazo.
WILHELM WUNDT
FRANZ KAFKA FUE UN GRAN ESCRITOR abrumado siempre por el miedo, al que analizó con una agudeza trágica. En una carta a su novia escribe: «Sólo tengo dentro de mí todas las preocupaciones y temores, vivos como serpientes; sólo yo miro de continuo en su interior, sólo yo sé de ellos». Fue una personalidad vulnerable, sometida además a un perverso aprendizaje del miedo, que comenzó cuando era un niño:
«Nuestra cocinera, una mujer pequeña y reseca, de nariz aguda, mejillas hundidas y tez amarillenta, pero sólida, enérgica y reflexiva, me llevaba cada mañana a la escuela. Cada mañana repetía lo mismo, durante casi un año. Al salir a la calle, la cocinera decía que le iba a contar al profesor lo malo que yo había sido en casa. En realidad no había sido muy malo, pero sí testarudo, holgazán, refunfuñón, y con todo eso, sin duda, habría podido reunir un buen ramo para el profesor. Eso lo sabía yo muy bien y por eso no me parecía una broma la amenaza de la cocinera. Sin embargo, me esforzaba en creer, de momento, que el camino a la escuela era inmensamente largo y que, antes de llegar, podían pasar muchas cosas. Al llegar al pasadizo que lleva a la Fleischmarkgasse, el temor se sobreponía a la amenaza. Sin duda, la escuela era para mí un terror y he aquí que la cocinera quería hacerla aún más temible. Yo comenzaba a suplicar; ella se encogía de hombros; redoblaba yo mis súplicas; por momentos me parecía cada vez más valioso lo que pedía, y en la misma proporción veía aumentar el peligro. Me detenía, le pedía perdón; pero ella me arrastraba hacia delante. La amenazaba con un castigo de mis padres, se reía; aquí precisamente era todopoderosa. Yo me agarraba a las galerías de las tiendas, a las piedras de las esquinas; no quería seguir adelante hasta que ella me perdonara; tiraba hacia atrás cogido de su vestido, pero me arrastraba más lejos, afirmando que esto también se lo diría al profesor. Se hacía tarde. Daban las ocho en la iglesia de Santiago, sonaban las campanas de la escuela; otros niños empezaban a correr; el hecho de llegar tarde era lo que más me angustiaba.
Ahora teníamos que correr también nosotros y sin cesar me atormentaba la idea: «¿Lo dirá, no lo dirá?». Aquella vez no lo decía, No lo decía nunca, pero conservaba siempre la posibilidad, incluso una posibilidad creciente, y no la perdía nunca. Y muchas veces —figúrate, Milena— daba con el pie contra la puerta, de irritada que estaba conmigo. Por último, una pequeña vendedora de carbón se hallaba con frecuencia por allí, y miraba.
De esta historia me impresiona sobre todo lo que la originó. Kafka intentaba explicar a Milena, su novia, que todo podía ser una amenaza para él. «Todo me rompe.» «En materia de amenazas tengo ojos de microscopio.» La historia infantil termina con un comentario patético: «Milena, ¡qué estupidez todo esto! ¿Y cómo podré yo ser para ti, con estas cocineras y estas amenazas y toda esta enorme cantidad de polvo arremolinado por treinta y ocho años y metido en mis pulmones?». Los miedos fueron más fuertes que el amor y Kafka rompió con Milena, una criatura maravillosa.
También su padre había colaborado en la inoculación del miedo. Kafka comienza su Carta al padre con una afirmación terrible:
Hace poco me preguntaste por qué decía que te tenía miedo. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte, precisamente, por el miedo que me das, y en parte, porque son demasiados los detalles que fundamentan ese miedo, muchos más de los que podría coordinar a medias mientras hablo. Su magnitud excede en mucho tanto mi memoria como mi entendimiento. [Es, precisamente, la admiración que el pequeño Kafka sentía por su padre lo que confiere a este su poder destructor.] Yo estaba perpetuamente sumergido en la vergüenza, porque, o bien obedecía tus órdenes, y eso era vergonzoso, ya que eran arbitrarias, o bien te descalificaba, y también esto era vergonzoso, porque ¿qué derecho tenía yo a desafiarte? O bien me era imposible obedecer porque no tenía ni tu fuerza, ni tu apetito, ni tu habilidad, y esta era en realidad la peor de las vergüenzas. Así es como se movían no las reflexiones, sino los sentimientos de un niño. [...] La desconfianza que tratabas de inculcarme, tanto en el almacén como en casa (nómbrame una persona que haya tenido alguna importancia para mí, en mi infancia, y a la que no hayas criticado, al menos una vez, hasta reducirla a la nada), desconfianza que a mis ojos de niño no se veía nunca justificada, puesto que en todas partes veía seres perfectos e inaccesibles, se transformó en desconfianza de mí mismo y en perpetuo miedo a los demás.
¡Pobre Frank!
CON FRECUENCIA, LOS LIBROS SOBRE «inteligencia emocional» se ocupan de la gestión de las emociones presentes. En el modelo educativo de la UP nos movemos en un nivel previo, preventivo podríamos decir. Sabemos que los niños van adquiriendo unos hábitos emocionales, unos mecanismos no conscientes de los que emergen sentimientos, preferencias, deseos. Y pensamos que la educación debe ocuparse de que esa maquinaria mental produzca emociones que cumplan bien su función orientadora de la conducta. Ya habrá tiempo, después, de enseñar a reeducar o a controlar las emociones que sean perturbadoras. La educación emocional tiene, pues, dos objetivos: queremos que el niño adquiera unos buenos hábitos emocionales y que sepa manejar sus emociones una vez que hayan aparecido. En el caso del miedo, deseamos que el niño no aprenda miedos poco adaptativos, que sus temores evolutivos sigan un proceso de extinción normal, que su trato con los miedos protectores sea el adecuado. El segundo objetivo es modificar los miedos enemigos o las respuestas ansiosas una vez que han aparecido.
Para cumplirlos, necesitamos en primer lugar conocer los mecanismos de aprendizaje de los miedos, y eso nos obliga a hablar del desarrollo infantil en general. La psicología tiende a trocear al sujeto. En la poderosa American Psychological Association hay cincuenta divisiones, muchas de las cuales no se hablan entre sí. Estamos haciendo una «psicología de hamburguesa». Primero picamos la carne y luego nos las ingeniamos para volverla a pegar. Desde el punto de vista terapéutico, es lógico tratar los miedos aisladamente, porque su característica principal es que se han convertido en un mecanismo autónomo, que funciona a su aire. Pero en términos educativos, conviene tener presente que estamos educando un sistema personal entero, donde todos los elementos interactúan. La experiencia influye en las creencias, las creencias en los sentimientos, los sentimientos en la acción, la acción en la experiencia, que a su vez influye en las creencias… y otra vez a empezar. Este cuadrilátero de influencias cruzadas nos va a servir cuando hablemos de las herramientas para educar los miedos,
Quien aprende es el sujeto, quien actúa es el sujeto entero, y el resultado determina al sujeto entero. El objetivo de la educación es ayudar a que el niño desarrolle su personalidad. Este es un concepto fundamental dentro del modelo educativo UP, un concepto integrador.
Llamamos «personalidad» al modo estable de responder y actuar de un individuo. En ella, conviene distinguir tres niveles. La personalidad recibida es la que hemos heredado, la que para simplificar llamaremos temperamento —en nuestro caso, la que determina la vulnerabilidad biológica de un niño—. A partir de él se construye el carácter, que es un conjunto de hábitos afectivos, cognitivos o ejecutivos aprendidos y estables. Es la personalidad aprendida. La educación del carácter intenta promover ciertas competencias que nos parecen deseables:
— Actividad frente a pasividad
— Seguridad frente a inseguridad
— Autonomía frente a dependencia
— Optimismo frente a pesimismo
— Sociabilidad frente a insociabilidad
— Valentía frente a cobardía
— Creatividad frente a rutina
— Responsabilidad frente a irresponsabilidad
— Resistencia frente a vulnerabilidad
— Tenacidad frente a inconstancia
Estas competencias están relacionadas, son hábitos, y se integran en el carácter de una persona. Constituyen sus recursos, su capital personal, a partir del cual puede elaborar su personalidad elegida, que es nuestro proyecto de vida propio, intransferible. La educación se detiene en la formación del carácter, que debe poner a cada persona en la situación óptima para crear libremente su personalidad. Ya les dije que en el modelo UP desarrollábamos una pedagogía de los recursos. Trabajamos para que el adolescente tenga un buen capital personal, pero no le decimos cómo debe invertirlo. Esa es su tarea.
SENTIMOS MIEDO ANTE UNA AMENAZA. Así pues, hay una clara relación de causa y efecto. El peligro produce el miedo. En la realidad, las cosas son un poco más complicadas. Ustedes y yo experimentamos temor ante ciertas situaciones, pero probablemente no ante las mismas. Cada uno de nosotros interpreta de diferente manera la realidad. Por ejemplo, hablar en público es una de las experiencias que provoca miedo a más gente. En el colegio donde yo estudié, nos acostumbraban a hablar en público desde que éramos preadolescentes, y ya nunca sentí ese miedo. Pero, por supuesto, temo otras cosas que tal vez a ustedes les resulten indiferentes. Virginia, veintiséis años, secretaria, nos dice: «No soy tímida, o al menos, no creo serlo. Pero a veces me siento desagradablemente cohibida. Cada vez que tengo que hablar de dinero, por ejemplo, me encuentro lenta y a disgusto. Pienso en ello desde tres días antes y, cuando llega el momento, tengo una bola en la garganta y un nerviosismo interior; es una situación que puede conmigo. Entonces, la mayor parte de las veces prefiero dejar las cosas como están: reclamar el dinero que me deben o exigir un aumento de sueldo son cosas de las que me siento incapaz. Al principio, esto me molestaba, pensaba que era un defecto de mi carácter, pero ya me he acostumbrado. No me siento orgullosa, pero las cosas son como son. Tengo la convicción de que nunca llegaré a cambiar». ¿Por qué Virginia siente este miedo? No lo sabe. Jean Paul Sartre, un hombre enérgico y comprometido que rechazó el Premio Nobel de Literatura porque iba en contra de sus convicciones, escribió a una novia cuando era muy joven: «Tengo un carácter de señorita. Y eso me obligará a estar fingiendo toda mi vida. [...] La mirada del otro anula mi libertad, porque estoy a merced de ella. Tengo vergüenza de mí, tal como aparezco a otro. Reconozco que soy como el otro me ve». Cuando ya era muy viejo, todavía recordaba una anécdota triste de su adolescencia. Una chica que le gustaba le gritó delante de todos sus compañeros: «Feo, ceporro, con gafas y con gorro». Sartre reconocía su fealdad, e intentó sobreponerse a ella con tesón. «A los cuarenta años, quien es feo es porque quiere», decía llevado por el incansable optimismo que, según él mismo reconocía, le impulsó toda su vida. Pero necesitaba que la gente —el camarero, el vendedor, los desconocidos que se acercaban a pedirle cosas— lo «mirara bien». Por eso acabó pensando que la mirada ajena era el infierno. Nos esclaviza.
Frecuentemente, no sabemos de dónde proceden nuestros miedos, aunque inventamos con tanta facilidad razones para explicarlos que tendemos a olvidar ese hecho. Los miedos son la experiencia consciente producida por una elaboración no consciente. Como este es un punto extremadamente importante para todo el modelo educativo desarrollado en la UP que estamos exponiendo en esta colección, les recordaré algunas cosas que pueden saltarse porque es una «lección de repaso». Ya saben que los docentes y los entrenadores somos muy pesados.
Inteligencia generadora e inteligencia ejecutiva. Nuestro cerebro trabaja sin parar y sin que sepamos lo que hace. Es lo que se llama «inconsciente cognitivo, afectivo y operativo». Una parte del resultado de esa actividad incesante pasa a estado consciente. Entonces experimentamos ideas, sentimientos, deseos. A partir de esta franja consciente, la inteligencia ejecutiva evalúa esas ocurrencias, acepta, rechaza o intenta reconducirlas, hace proyectos, y dirige hacia ellos a la inteligencia generadora. Un claro producto de la inteligencia generadora son las preocupaciones recurrentes, las rumiaciones, las worries, que para muchos autores forman parte esencial de la ansiedad. Quien las padece no quiere tenerlas, parecen fuera de control. Por eso, uno de los objetivos terapéuticos es controlar esos pensamientos, es decir, someterlos a la inteligencia ejecutiva.
La educación del inconsciente. La educación tiene, por lo tanto, dos objetivos: formar una inteligencia ejecutiva lo más eficiente posible, y formar una inteligencia generadora lo más eficiente posible también. Y como esta inteligencia no es consciente, podemos hablar de la educación del inconsciente, por muy extravagante que les parezca esta expresión. LeDoux y Damasio se han esforzado en probar que el sistema inconsciente causa los sentimientos (como el miedo) antes de que sepamos que estamos en peligro. Jacoby había proporcionado pruebas de que los procesos conscientes e inconscientes son independientes. El sistema del miedo, por ejemplo, puede acceder a la conciencia, pero opera independientemente de ella, haciendo del miedo un prototipo del sistema emocional inconsciente (Jacoby, L. I., Yonellinas, A. P., y Jennings, J. M. «The Relation between Consciousness und Unconscious (Automatic) Influences: A declaration of Independence», en Cohen, J. D. y Schooner, J. W. (eds.), Scientific Approaches to Consciousness, Erlbaum, Hillsdale, 1997, pp. 13-48).
Retomamos el argumento. Sentimos miedo porque nuestro cerebro interpreta la situación como un peligro. Napoleón tenía miedo de los gatos. Todos tememos el dolor, pero los masoquistas disfrutan con él, cosa que nos parece muy extraña al resto de los mortales. Sin duda, a muchos de ustedes les habrán dicho en cursos de management que lo importante es ver las dificultades como un reto y no como un obstáculo, pero sin darles la varita mágica para conseguirlo. El cerebro es un órgano de interpretación que reconoce patrones continuamente. Por eso, entre un suceso y nuestra respuesta emocional, conductual o intelectual intervienen unos sistemas de interpretación que dan significado a lo que hemos vivido y proponen guiones para actuar. Ese sistema de interpretación se llama «esquema». Siento tener que hacerles aprender una palabra nueva. Así pues, interpretamos todo lo que nos pasa según esquemas intelectuales, afectivos, volitivos, que hemos ido formando durante nuestra vida. Cuando decimos «eso me rompe los esquemas», nos estamos refiriendo a estos sistemas o hábitos de interpretación. Nuestro proceso mental es, por lo tanto, así:
Llamaremos a esta secuencia MODELO SER (Suceso, Esquema, Respuesta). Los esquemas —su formación, su composición, su cambio— son la clave de los miedos y de su educación.
EN LAS PÁGINAS ANTERIORES YA HE EXPLICADO alguno de los componentes. El primero es el temperamento, que de por sí es un sistema de interpretación. Es la predisposición a responder afectivamente a un suceso según una pauta estable. Hay niños que nacen con tono hedónico positivo y otros que nacen más vulnerables, unos con orientación activa y otros reactiva, más o menos sociables, más perseverantes o más inquietos. Esos esquemas básicos determinan la experiencia y son a la vez determinados por ella. Un niño temperamentalmente inhibido y tímido puede ver favorecida esa timidez —o al contrario, verla reducida— de acuerdo con las experiencias que el niño va teniendo. Ya sabemos que el cerebro se va esculpiendo a sí mismo mediante las actividades mentales y físicas, y mediante el juego de los premios y castigos, de las satisfacciones y las frustraciones. También influyen las creencias que va adquiriendo, que producen una tendencia a interpretar como peligrosas cosas que no lo son (exageración de la amenaza) y una tendencia a sentirse incompetente (indefensión aprendida).
Ayudar a formar unos «esquemas del miedo» adecuados es el eje central de la educación del miedo.
¿CÓMO PODEMOS AYUDAR AL NIÑO para que no desarrolle miedos excesivos, a que atraviese resueltamente su infancia? El niño nace a un mundo desconocido que tiene que aprender a conocer. A partir de su temperamento y de las experiencias va elaborando un modelo del mundo. Claxton, en su libro Vivir y aprender, dice: «Lo que hacemos en el mundo depende de lo que creemos que es el mundo». Todos formamos nuestro mapa personal de la realidad, a partir del cual vamos a interpretar, comprender, asimilar, sentir. Este es un asunto que tenemos que comprender para nuestra convivencia diaria. Ustedes y sus hijos y sus parejas y sus compañeros de trabajo viven en la misma realidad, pero al mismo tiempo cada uno vive en un mundo personal, que es su modo peculiar de ver las cosas. El mundo de un niño no es el mismo que el mundo de un adulto, el mundo de un depresivo no es igual al mundo de un entusiasta. El mundo de un cobarde no es como el mundo de un valiente. El carácter —como estilo de interpretación de la experiencia— y el modo en que está construido el propio mundo se interrelacionan. La psicología conductista decía: si cambio el mundo, cambio el carácter. La psicología cognitiva dice: si cambio el carácter, cambio el mundo. Ambas tienen su parte de verdad.
Lo que resulta indudable es que el niño aprende a ver el mundo como previsible o imprevisible. Como controlable o incontrolable. Como seguro o inseguro. Y estas tres creencias básicas, certezas vividas más que formuladas, las aprende en la primera infancia, en el trato con sus primeros cuidadores, y van a favorecer u obstaculizar el poder del miedo. Un mundo imprevisible, incontrolable e inseguro resulta aterrador. Al mismo tiempo, el niño está adquiriendo unas creencias sobre sí mismo, sobre su capacidad de enfrentarse a las cosas. Está haciendo una crónica de sus derrotas y de sus victorias. Un niño inhibido, vulnerable o medroso puede adquirir hábitos de seguridad. Rilke lo contó conmovedoramente en su «Tercera Elegía». Habla a una madre para recordarle cómo «inclinaste sobre los ojos nuevos el mundo amigo, apartando el extraño», y, de paso, siente nostalgia de aquellos instantes seguros y tranquilizadores, aquella figura que parecía conocer «el secreto de todos los ruidos». «¿Dónde, ay, quedaron los años cuando tú, sencilla, con tu figura esbelta atajabas el caos bullente?» Ese «caos bullente» que es, para el niño, el mundo de la experiencia va haciéndose familiar o no, va aplacándose o no, a través de las interacciones con los padres. «¡Oh, madre; tú, la única que ha atajado todo ese silencio, antaño en la niñez! Que lo tomas en ti y dices: no te asustes, soy yo. Enciendes una luz, y ya eres tú el ruido. Y la pones ante ti y dices: soy yo, no te asustes. Y la pones despacio, y no hay duda: eres tú, tú eres la luz en torno de las acostumbradas cosas cordiales, que están ahí sin segundas intenciones, buenas, sencillas, sin doblez.»
Descendamos de la poesía a la ciencia. El niño puede aprender la seguridad, pero también el miedo o, para ser más exactos, su peculiar manera de sentir el miedo. Nos movemos en una permanente pugna entre fortalezas y debilidades. Si aumentamos unas, disminuimos las otras, y viceversa. Un niño que se siente competente para afrontar una situación hace que el poder de la situación disminuya. Un niño que perciba la situación como incontrolable disminuirá su sentimiento de competencia. Si lo vemos con ojos pesimistas, parece que no tiene solución. En cambio, si lo vemos con ojos optimistas, comprobaremos que no importa dónde actuemos (aumentando las fortalezas o disminuyendo las debilidades) porque acertaremos siempre. Disminuir el miedo o aumentar la fortaleza son acciones recíprocas. Ambas colaboran a la valentía del niño.
La teoría más completa para explicar el aprendizaje de los miedos es la de Rachman. Los miedos se aprenden por tres vías:
1. Condicionamiento. Una experiencia se vuelve amedrentadora o traumática por el dolor que produce o porque enlaza con uno de los desencadenantes primarios del miedo. En el caso de Kafka y la cocinera, el miedo a ser mal visto o castigado por el profesor. Ese contagio puede ampliar indefinidamente las manifestaciones del peligro. Jeffrey A. Gray, uno de los expertos en miedo más famosos, ha contado la historia de una de sus pacientes que temía los vidrios rotos. El miedo era tan fuerte que costó trabajo conseguir que la paciente tolerase tocar la mano del terapeuta cuando este había tocado el cristal intacto de una ventana con su otra mano. Esta incansable invención de miedos descubre una peculiaridad de nuestra inteligencia. Somos formidables inventores de relaciones. Ampliamos el campo de la percepción con el campo del simbolismo. Los animales pueden ampliar el radio de referencia de un sentimiento mediante estímulos condicionados. Nosotros podemos hacerlo con mayor soltura mediante procesos simbólicos, metafóricos, expansivos, en los que literalmente podemos coger el rábano por las hojas. Los estímulos naturales, primarios, dejan de tener su estatus privilegiado y acaban por difuminarse dentro de una proliferante red de estímulos derivados, de segunda, tercera o enésima generación, inventados por la inteligencia humana. Podemos temer cualquier cosa. En los hoteles no hay planta 13 para evitar sobresaltos.
El condicionamiento no sólo se adquiere por contigüidad —recuerden, el perro de Pavlov aprendió a relacionar la comida con el sonido de una campana—, sino también por enlaces muchas veces abstractos. Seligman estudió la «indefensión aprendida»: cuando la acción no es capaz de resolver un problema o produce efectos contrarios a los pretendidos, el sujeto tiende a la pasividad, o al desistimiento de la acción. Se produce así una actitud de retirada, que en muchos casos conduce a la depresión. El niño puede aprender la seguridad básica, o la impotencia, básica también.
2. Aprendizaje observacional. Se llama también «aprendizaje vicario». Observar conductas de miedo puede provocar el miedo. Si los niños ven a otros niños o a sus padres asustarse ante algo, se asustarán también. El miedo es contagioso. El aprendizaje vicario fue estudiado por Albert Bandura. Si un niño presencia el miedo a una tormenta expresado por los padres, hermanos o amigos, puede imitar (modelar) estas reacciones cuando tenga que afrontar esa misma situación. «Pueden aprender a afrontar el problema mediante estrategias de evitación observando que el miedo de los padres se reduce al evitar el objeto fóbico, es decir, al observar que las respuestas de evitación de los padres son reforzadas mediante la reducción del miedo.» Existen evidencias de que los padres ansiosos suelen animar a sus hijos a utilizar estrategias de afrontamiento de evitación. Los familiares podrían fomentar estas estrategias.
3. Transmisión de informaciones sobre la relación entre el estímulo y la respuesta. Continuamente damos información a nuestros niños sobre las cosas a las que tienen que tener miedo y en ocasiones, pretendiendo protegerles les hacemos vulnerables.
Por lo tanto, si usted quiere tener un niño miedoso: provóquele situaciones traumáticas, anímele a que imagine cada vez más peligros potenciales, debilite su capacidad de control, dele ejemplos de cobardía, háblele de lo aterrador que es el mundo, protéjale para que no se sienta nunca mal, anticipe sus necesidades, resuélvale sus problemas, enséñele a evitar enfrentarse, premie sus huidas, tema a sus miedos más que él. Si quiere que el niño sea valiente, haga lo contrario. Familias y escuela pueden favorecer el aprendizaje del miedo y, afortunadamente, también el de la valentía. La transmisión familiar tiene un papel importante, ya que tanto los miedos como las fobias tienden a darse más en unas familias que en otras. Esto no supone sólo una influencia genética, sino también ambiental. Davidson nos ha contado que las crías de ratas miedosas dejan de serlo si las crían ratas valientes. En los humanos sucede algo parecido.
Miller ha escrito: «Los padres y otras personas significativas enseñan a los niños a sentir miedo, a prestar atención y reforzar sus conductas de miedo y evitación. Así, se enseña a los niños a tener miedo a la oscuridad, a los perros, a la separación y al colegio, y esto porque tanto los padres como los compañeros responden con afecto, ira o calma a las reacciones de miedo, aproximación cautelosa y evitación de esas situaciones. A su vez, el niño aprende que los padres son sensibles a tales conductas y responden con mucha atención y preocupación, de tal modo que un poco de miedo en el niño es suficiente para evocar en aquellos respuestas intensas y frecuentes».
Para explicar todo esto con más claridad, pondré un ejemplo que me proporciona Alain Braconnier, un colega francés:
Silvia, una mujer de treinta años, me habla de su marido. Sin dudarlo, expresa su diagnóstico: «Sufre una ansiedad permanente. Está siempre en estado de alarma. Me pregunta si no estarán cociéndose demasiado los tomates con la misma ansiedad con que me anunciaría que se está quemando la casa. Cualquier incidente toma las proporciones de una alerta roja, contra la que deben movilizarse no sólo sus pensamientos, sino también los míos».
El modelo SER nos permite comprender lo que pasa:
SUCESO: los tomates están en el fuego.
RESPUESTA: ansiedad.
La relación entre el suceso y la respuesta nos resulta incomprensible si no sabemos que entre ellos interviene un ESQUEMA de interpretación. Braconnier da una explicación sobre el esquema de esa persona:
La historia de este personaje no es excepcional. Sus padres se separaron cuando tenía cinco años, pero de este hecho no le queda ningún recuerdo, excepto un miedo constante, incluso en este momento, a los treinta y cinco años, hacia cualquier situación conflictiva. En su cabeza resuenan todavía las disputas de sus padres por cuestiones de dinero. Se acuerda también de una escena que le había impresionado mucho cuando tenía siete años. En la puerta de un almacén del que salía con su madre, había visto un bebé que parecía abandonado en un cochecito. «No podemos ocuparnos de él. Serían demasiadas preocupaciones. ¡No tenemos medios!» Esta frase de su madre había significado para él, durante todos estos años, que si no hubieran tenido los medios suficientes también él habría sido abandonado.
Esto, sin duda, no es bastante, porque en la formación de ese esquema generador de ansiedad intervienen otros factores —el temperamento del niño, el sistema de apego establecido con sus padres, por ejemplo—, pero nos sirven para indicar que las experiencias pueden configurar un «esquema de ansiedad» que se dispara ante cualquier suceso. La solución está en cambiar el contenido de ese esquema.
MARTIN SELIGMAN SALTÓ A LA FAMA por haber descubierto un extraño mecanismo de reacción al miedo en animales y hombres. En el laboratorio de Richard Solomon donde trabajaba se estaba estudiando la respuesta al miedo. Habían sometido a una serie de perros a un condicionamiento (una señal unida a una descarga eléctrica) y luego los habían puesto en una jaula en la que podían librarse de la descarga saltando hacia el otro lado. Sorprendentemente, los perros no escapaban de la descarga. ¿Por qué esta pasividad? «Allí encontré —escribe Seligman— la esencia de la reacción humana a tantos acontecimientos incontrolables que nos suceden: rendirse sin intentar siquiera luchar.» Encontraron que no era la descarga, sino el no poder hacer nada por evitarla lo que causaba los síntomas en los perros: «Descubrimos que podíamos curar su incapacidad enseñando a los animales que sus acciones tenían efectos y que podían prevenirla si les proporcionábamos una primera experiencia de control». Llamó al fenómeno «impotencia aprendida». Los manipuladores del miedo conocen muy bien este mecanismo. Saben que si convencen a alguien de que todo está fuera de su control, está en sus manos. En el capítulo 6 continuaremos hablando de esto.
ESTE ES UN TEMA DELICADO. No queremos que el niño sienta miedo, pero como hemos visto, el miedo tiene una función positiva, que debemos saber utilizar para dirigir inteligentemente la conducta. Un «metólogo» —especialista en miedos— tan conspicuo como Marks dice muy en serio: «Parece que se requiere una cantidad óptima de miedo para la conducta adecuada. Si tenemos poco, podemos actuar descuidadamente; si tenemos demasiado, podemos reaccionar de manera muy torpe». Continuamente advertimos a niños y adultos acerca de las consecuencias de sus actos, y amenazamos con castigos, lo que, con mayor o menor intensidad, supone apelar al miedo. Norbert Elias, al estudiar el proceso de la civilización, dice algo muy parecido: «Ninguna sociedad puede subsistir sin canalizar los impulsos y las emociones individuales, sin una regulación muy concreta del comportamiento individual. Ninguna de estas regulaciones es posible sin que los seres humanos ejerzan coacciones recíprocas y cada una de estas coacciones se transforma en miedo de uno u otro tipo en el espíritu del hombre coaccionado. No hay por qué hacerse ilusiones: la producción y reproducción continua de los miedos humanos por medio de los hombres es algo inevitable e inexcusable siempre que estos traten de convivir de una u otra forma, siempre que sus anhelos y sus acciones se interrelacionen, ya sea en el trabajo, en la convivencia o en el amor».
Como reacción a una larga tradición educativa de «la letra con sangre entra» y de la obediencia a través del miedo, se impuso una educación que intentaba ante todo salvaguardar el bienestar del niño, librarle de toda coacción. Françoise Dolto, una psiquiatra infantil que ejerció una inmensa influencia en la escuela francesa, sostenía que toda intervención educativa es castradora: «La educación debe fracasar, de lo contrario la autonomía del niño queda anulada». Los padres se convierten en el enemigo potencial del niño, y lo mismo ocurrirá con todo educador. El niño debe decidir cuándo irse a dormir: «El padre simplemente debe marcar las reglas: a partir de tal hora no hay que hacer ruido». Debe comer cuando quiera y lo que quiera. Lo importante es tener una buena relación con el niño, y no inculcarle hábitos. Las madres deben saber, dice Dolto, «que lavar a su hijo puede reducirle al estado de cosa. A los dieciséis meses no hay que lavarle. Él se lavará solo, en su momento». La educación permisiva, sin embargo, no aumentó la libertad de los niños, porque les hizo más vulnerables al no formarles para ser capaces de tolerar la frustración o de aplazar la recompensa.
Estas posturas contradictorias —autoritarismo y permisividad— nos permiten situar la buena solución. El objetivo educativo es conseguir que el niño adquiera los mecanismos óptimos de autocontrol, de regulación de las emociones, de capacidad de enfrentarse a los problemas, en una palabra, una autonomía valiente. Ya hemos visto que nuestro cerebro guía nuestra acción mediante un mecanismo muy elemental de premios y castigos, de esperanzas y miedos. La inteligencia debe aprender a utilizar ambas cosas para dirigir bien el comportamiento.
Me gustaría contratar para nuestra «factoría» a Baruch Spinoza. Ya sé que murió hace más de tres siglos, pero el carácter virtual de nuestro Centro nos permite jugar con el tiempo. Spinoza fue un filósofo, pero Antonio Damasio, un neurólogo ya en plantilla, le ha dedicado un libro entero titulado muy adecuadamente: En busca de Spinoza. Para Spinoza, lo importante de la educación no era «dominar a los hombres ni obligarlos mediante el temor», sino al contrario, «liberar a cada uno del temor, a fin de que pueda vivir, en lo posible, en seguridad, es decir, a fin de que pueda gozar del mejor modo posible de su propio natural derecho de vivir y actuar sin perjuicio para sí ni para los demás». El verdadero fin de la educación —como también del Estado— es, pues, la libertad. No niega que el miedo sea eficaz, pero considera que se trata de una eficacia engañosa. Reprime el mal, pero perpetuando el mal. Para Spinoza, el miedo es malo porque anula el poder creador del hombre, que es un poder que lleva al bien. Pero, por desgracia, la convicción o la apelación a los sentimientos o la gestión de las motivaciones no producen siempre el efecto deseado. Entonces, quedan tan sólo el premio y el castigo. El premio es preferible porque incita a repetir las acciones premiadas, es decir, anima a la acción querida. En cambio, el castigo sólo inhibe una conducta, pero sin fomentar con claridad otra conveniente, y puede producir serios daños. Al niño que desea meter los deditos en un enchufe eléctrico, es difícil impedírselo mediante un premio cada vez que no lo haga o intentando razonar con él. Un cachete en la mano y un ¡no! estentóreo serán más eficaces.
Los educadores debemos tener presente que los niños miedosos son más obedientes, aprenden con mayor rapidez las normas sociales y las prohibiciones, y las respetan más. La religión judeocristiana ha elogiado durante siglos el «temor de Dios» como fuente del buen comportamiento. Debemos tener mucho cuidado, no sea que al elogiar la obediencia estemos consolidando el miedo.
EMPEZAMOS A VISLUMBRAR CÓMO PODRÍA ser una pedagogía de la valentía. Consistiría en disminuir las debilidades y aumentar las fortalezas. Algunos autores hablan de aumentar los factores de protección y disminuir los factores de riesgo. También podríamos decir: conseguir que la inteligencia generadora construya unos esquemas del miedo adecuados, y que la inteligencia ejecutiva haga eficaces sus sistemas de control.
Para explicar todo esto con más claridad, pondré un ejemplo que me proporciona Aaron Beck:
Jane vino a la consulta con un problema de conducta de huida generalizada. La había criado una madre alcohólica que la maltrataba verbal y físicamente. De niña, Jane justificaba el trato abusivo de su madre con la creencia de que ella (Jane) debía de ser una persona intrínsecamente indigna. Ni siquiera podía recurrir como explicación a su mala conducta, pues en realidad se comportaba bien y trataba desesperadamente de agradar a su madre. Por lo tanto, llegó a la conclusión de que en el fondo de su corazón era mala. Nunca había pensado que el maltrato podía deberse a problemas interiores de la propia madre. Como adulta de treinta años, Jane todavía preveía el rechazo cuando se descubriera que era intrínsecamente indigna y mala. Trabajaba a un nivel profesional que estaba por debajo de sus capacidades. No obstante, evitaba los pasos que podían llevarla a una posición mejor: hablar con el jefe de un ascenso, explorar otras oportunidades de empleo, hacer circular su currículo. Se aferraba a la esperanza de que sucedería algo que la sacaría de esa situación. También a la terapia llevaba una actitud de ese tipo. Confiaba en que el terapeuta iba a «curarla» sin necesidad de que ella hiciera ningún esfuerzo; creía que la «cura» tenía que llegar de fuera, puesto que ella era completamente ineficaz para realizar cambios por sí misma.
En este caso vemos cómo se construye un «esquema del miedo», que incluye unas creencias explicativas de la experiencia y que va a dirigir la interpretación de todo cuanto le sucede a Jane, de su actitud ante la vida. Su única salida era cambiar sus esquemas. Freud pensó que los esquemas cambian si sabemos qué experiencias infantiles los produjeron. No se dio cuenta de que esa incursión en la memoria es siempre engañosa porque una parte del esquema es innato y, además, el hecho de conocer su causa, aunque fuera verdadera, no cambia las cosas. En los casos de estrés postraumático, que una persona sufre, por ejemplo, después de una violación, la víctima conoce la causa —la violación— y eso no le ayuda a superar el trauma. Freud se acercó a la solución, pero no la encontró. Lo que, en todo caso, necesitaríamos conocer son esos esquemas que se han ido formando a lo largo de nuestra infancia. ¿Por qué un niño tiene muchos miedos y otro no, por qué unos tienen miedo a unas cosas y otros a otras? Los animales nacen con patrones innatos de reconocimiento del peligro. Un conejo huye si ve una forma triangular volando en el cielo. No puede aprender por experiencia que esa es la sombra de un halcón, porque habría muerto al primer encuentro. Sin embargo, también elaboran otros esquemas por aprendizaje.
Lo importante es que el niño adquiera su seguridad básica, le ayudemos a que gane sus propias batallas, le consolemos sin sobreprotegerle, no permitamos que sus miedos decidan nuestra acción, cortemos el carácter expansivo de los condicionamientos, y facilitemos que tenga las experiencias que le permitan ir construyendo un modelo de mundo seguro y rico en posibilidades, y una imagen competente de él mismo. De todo esto hablaremos largo y tendido.
THE COURAGE FACTORY
En el segundo piso de la Factoría están los despachos de los investigadores sobre los «esquemas del miedo». Me parece un Departamento esencial y por eso he contratado a cuatro investigadores. Los dos primeros son Albert Ellis y Aaron Beck. Martin Seligman ha escrito que «cuando se escriba la historia de la psicoterapia moderna, sus nombres aparecerán en una corta lista, con Freud y Jung». Seligman nos cuenta divertido: «Ellis era un personaje revolucionario. Comenzó ocupándose de la terapia sexual y familiar, con una feroz crítica a la represión. En los sesenta, cuando yo era estudiante en Princeton, organicé un programa sobre sexualidad para los estudiantes y le invité. Ellis me propuso como título de su conferencia: “La masturbación en la actualidad”. El presidente de la Universidad, normalmente muy ecuánime, anuló la invitación».
Ellis creía que en el fondo de nuestras emociones y conductas había un sistema de creencias. Si eran adecuadas, producían sentimientos adecuados, y si eran patológicas, sentimientos patológicos. Las creencias forman parte de los esquemas. Su teoría está en el origen del modelo SER (Suceso-Esquema-Respuesta) que les he presentado.
AE. Si los miedos son realistas y sensatos, le avisan de que algo malo puede ocurrirle si hace usted determinadas cosas, y probablemente le adviertan acertadamente de que no las haga si no quiere que algo de eso le pase. Pero hay muchos miedos irracionales y, desgraciadamente, la gente crea muy a menudo esos tipos de miedos, que llevan a fuertes estados de ansiedad. Pero la terapia racional-emotivo-conductual que he elaborado «distingue claramente entre emociones negativas sanas, que surgen cuando algo va mal en la vida (pena, pesar, frustración e irritación), y emociones negativas malsanas (como pánico, depresión, ira, autocompasión y la sensación de que uno no vale para nada)».
JAM. Lo que a todos nos preocupa son los miedos irracionales.
AE. Son muy frecuentes, casi todo el mundo tiene alguno y limitan tontamente su vida en algunos aspectos por eso. Algunas personas tienen miedo a subir en ascensor, escaleras mecánicas o trenes, cuando hay muy pocas probabilidades de que ocurra algo peligroso si lo hacen. Otras le tienen miedo al juicio negativo de los demás, aun cuando estos no tengan ningún poder sobre ellos. Otras sienten miedo de que los demás las menosprecien, pero tampoco dicen nada al respecto, ni hacen algo para remediar esta falta de aprobación. Otras tienen miedo de que cualquier persona a la que quieran las acabe dejando porque hubo una persona a la que quisieron que una vez las rechazó. También hay gente que cree que si pierde un trabajo por cualquier razón, eso significa que ya nunca será capaz de encontrar otro.
JAM. El mensaje optimista de su terapia es que «la mayor parte de la ansiedad es autogenerada y que por lo tanto se puede “des-generar”».
AE. Sí, y lo que suele haber por debajo de esa generación es una serie de creencias irracionales. Lo que he propuesto como método es identificar cuáles son en cada caso las creencias irracionales, y trabajar sistemáticamente en cambiarlas. Por ejemplo, en mi larga práctica he llegado a la conclusión de que la vergüenza es la esencia de gran parte del sufrimiento humano. Recuerdo el caso de Beatrice, una chica de veintisiete años que vino a mi consulta con una grave depresión. Educada en una familia católica practicante, a los catorce años se había quedado embarazada, hecho aceptado trágicamente por sus padres. Tras un aborto espontáneo, Beatrice comenzó una vida absolutamente recluida, dedicada a su profesión de maestra. Le daba miedo relacionarse con todo el mundo, excepto con los niños pequeños, y no se arriesgaba nunca a sufrir decepciones o críticas. Todo le avergonzaba. Su creencia central era: «No debo hacer cosas vergonzosas o criticables porque, si las hago, querrá decir que estoy haciendo lo incorrecto y los demás me condenarán duramente y me boicotearán como hicieron aquella vez. Para evitarme ese horror, jugaré sobre seguro, no daré ningún paso en falso y así estaré tranquila, aunque no sea del todo feliz. Seguridad ante todo. Nada de creatividad o diversión, si no, seguro que cometo otro error terrible y me sentiré un ser despreciable». En este caso, lo más sencillo para eliminar esa creencia, que entraña considerar que todo el mundo iba a estar pendiente siempre de ella, le recomendé hacer pequeños ejercicios de vergüenza. Por ejemplo, salir un día soleado con un paraguas negro abierto, como si estuviera jarreando. Después de hacer este ejercicio varias veces, le resultó indiferente hacerlo. Lo importante es actuar. A través de la acción mental sobre las creencias, a través de la acción sobre muchas respuestas emocionales aprendidas, podemos cambiar.
JAM. Una última cuestión. Usted ha contado que de joven sufría una grave ansiedad social.
AE. Lo he contado en Cómo controlar la ansiedad antes de que le controle a usted. Por fin, en vez de evitar todo tipo de compromisos, porque me angustiaban, decidí hacer justo lo contrario. Cada semana me programaba al menos una charla en público para mi organización, Young America. ¡Pues funcionó! Primero me resultaba terriblemente incómodo, luego menos incómodo y, finalmente —¡sorpresa!—, cómodo. Mis palpitaciones, sudoraciones, tartamudeos, todo fue disminuyendo progresivamente. Para ponerme realmente a prueba, decidí realizar el segundo gran experimento de mi vida: tratar de deshacerme de mi ansiedad social —y especialmente de mi miedo a ser rechazado por mujeres en las que estuviera interesado—. Esa ansiedad había sido una plaga toda mi vida y era mucho más importante que mi miedo a hablar en público. Si pretendía seguir interesado en las mujeres —de lo cual no tenía ninguna duda—, ¡mi incapacidad para acercarme y hablar con aquellas que me gustaran sería muy limitadora! En el mes de agosto anterior a mi último año de facultad, me puse a mí mismo como deberes ir al jardín botánico del Bronx cada día. Allí, hablaría con mujeres desconocidas por muy incómodo que me sintiera haciéndolo. Me dije a mí mismo que caminaría por el parque hasta ver a una mujer que me gustara, sentada sola en un banco, y que entonces, sin pensarlo, rápidamente, me sentaría a su lado. Bueno, pues hice los deberes que me había impuesto a mí mismo y, por muy nervioso que estuviera, en cuanto veía a una mujer sentada sola en un banco, inmediatamente —¡sin opción!— me sentaba a su lado. No me permitía ni una excusa en cuanto a si era guapa o no, a qué edad tenía o a si era alta o baja. ¡Sin excusas! En total, creo que me acerqué y me senté junto a unas 130 mujeres durante ese mes de agosto. Treinta de ellas, o casi un tercio, se levantaron inmediatamente. ¡Muy desalentador! Sin embargo, eso me dejó unas cien que siguieron sentadas, ¡lo cual era un buen resultado para mis propósitos de investigador! Sin perder los ánimos, hablé con las cien mujeres restantes exactamente como lo había planeado. Hablé de las flores, los árboles, el tiempo, los pájaros, las abejas, el libro o periódico que leían... lo que fuera con tal de mantener una conversación. Nada inteligente ni genial. Nada personal. Nada sobre su apariencia física o cualquier otra cosa que pudiera asustarlas y hacer que se fueran de repente. Solo un centenar de frases corrientes. Bueno, pues las cien mujeres hablaron conmigo, algunas muy brevemente, otras durante una hora o más. Pronto conseguí que muchas de ellas se animaran en una larga conversación. Si veía que no les importaba, les preguntaba sobre su trabajo, su familia, sus aficiones e intereses, y así, sobre lo que fuera. Eran simplemente conversaciones normales, iguales que las que hubiera mantenido con ellas si alguien me las hubiera presentado formalmente. En cuanto al principal propósito que tenía al hablar con ellas —pedirles una cita, verlas con cierta frecuencia, acostarme con ellas, y quizá casarme con alguna de ellas—, no llegué a ninguna parte. Con ninguna en absoluto. De las cien mujeres con las que hablé, sólo conseguí una cita con una —¡y ni siquiera se presentó!—. En el intervalo de ese mes en el que fui rechazado por un centenar de mujeres, perdí completamente mi ansiedad social y, sobre todo, mi miedo a conocer mujeres desconocidas en lugares desconocidos. ¿Cómo? Porque, cognitivamente, vi que nada terrible me ocurría si me rechazaban. Ninguna de las mujeres con las que hablé cogió un cuchillo y me cortó el pene. Ninguna de ellas vomitó y se fue corriendo. Ninguna de ellas llamó a la policía».
Aaron Beck ha aplicado el método cognitivo al tratamiento de las depresiones, de los trastornos de personalidad, de la ansiedad y el miedo. Su teoría es que hay que detectar las creencias nocivas, luchar contra ellas para desacreditarlas y eliminarlas, y el cambio aparece. Es, igual que yo, muy belicoso contra los miedos enemigos. Como a todos los psicólogos cognitivos, le gusta citar una frase de Epícteto, el filósofo estoico: «No nos hacen sufrir las cosas, sino la idea que tenemos de las cosas». Si cambiamos la forma de pensar, cambiaremos la forma de sentir. Voy a preguntarle sobre su interpretación de un tema relacionado con este libro: el trastorno de personalidad por evitación. Es una patología que resulta imprudente diagnosticar a los niños porque su personalidad está todavía haciéndose.
AB. Los pacientes con este trastorno se caracterizan por una evitación generalizada, conductual, emocional y cognitiva. Esta huida tiene sus raíces en el autodesprecio, el miedo a ser rechazado, la creencia de que las emociones desagradables no pueden tolerarse. Un paciente típico cree: «Soy socialmente inepto e indeseable» y «Las otras personas son superiores a mí y me criticarían o rechazarían si me conocieran». A medida que avanza la terapia se descubre que esta evitación emocional se acompaña por creencias tales como «No puedo manejar los sentimientos intensos», «Usted pensará que soy débil». Estos pacientes tienen muy baja tolerancia al malestar y utilizan diversas actividades e incluso adicciones para liberarse de esos pensamientos.
JAM. ¿Sirve para explicar estos fenómenos el concepto de esquema?
AB. Sí. Los pacientes evitativos tienen varias creencias o esquemas disfuncionales, tal vez aprendidos de niños. Acaso una persona significativa (padre o madre, hermanos, amigos) le provocó una experiencia de humillación o desprecio. Pero no todos los niños que han sufrido esa experiencia se han convertido en evitativos. Es necesario que se hayan explicado de cierta manera esas interacciones negativas: «Tengo que ser una mala persona para que mi madre me trate así», «Si no les gusto a mis padres, ¿cómo voy a gustar a otras personas?». La terapia más eficaz se basa en identificar esas creencias e intentar eliminarlas.
En el despacho de al lado está Jeffrey Young, que ha investigado sobre los esquemas destructivos. Jeffrey Young, doctor en Psicología, es fundador y director de los Centros de Terapia Cognitiva de Nueva York y Connecticut, y del Instituto de la Terapia de Esquemas. Además, forma parte del Departamento de Psiquiatría del Colegio Universitario de Medicina y Cirugía de la Universidad de Columbia. Ha dedicado su carrera profesional y académica al estudio y tratamiento de problemas como la ansiedad y el miedo, la tristeza y la depresión, los procesos de pérdida y duelo, las dificultades maritales y de pareja, el estrés laboral y, de manera especial, a los temas relacionados con el sueño. Fue uno de los primeros discípulos de Aaron Beck, creador de la terapia cognitiva-conductual, y su práctica terapéutica está basada en esta orientación psicológica. Sin embargo, tras veinticinco años de práctica e investigación ha descubierto que este enfoque, aunque válido en muchas ocasiones, es limitado para el tratamiento de problemas más complejos, como los desórdenes de la personalidad. Por esta razón, a mediados de los ochenta empezó a desarrollar la Terapia de Esquemas, un modelo integrador que utiliza con pacientes resistentes a otros tratamientos.
JY. Comencé a interesarme por este tema cuando comprobé que había muchos pacientes que no respondían a las terapias.
JAM. Acabo de leer un estudio afirmando que eso sucede al 27 por ciento de los pacientes.
JY. Puede ser. Me propuse estudiar esos casos y pedí a mis colegas que me enviaran sus fracasos, para ver si descubría algún patrón común. Al final identifiqué once «trampas vitales» en las que caían estas personas y de las que no podían liberarse.
JAM. ¿A qué llamas «trampa vital»?
JY. Es un esquema, arraigado desde la infancia, que interpreta toda nuestra experiencia y acaba dirigiendo nuestra conducta. En muchas ocasiones, produciendo los efectos que se querían evitar.
JAM. Ponme un ejemplo.
JY. Abby, veintiocho años, que vivía con el miedo de que iba a perder a su marido. Lo primero que me contó es que su padre murió cuando era niña. Y que ella continuaba esperándole en la ventana. Abby y su marido tenían problemas por los frecuentes viajes de negocios de este. Cada vez que él se iba de viaje, Abby se alteraba mucho, y su marido empezó a sentir miedo de volver a casa. «Mientras está fuera —me contaba—, la mitad del tiempo estoy aterrorizada y la otra mitad llorando. Me siento muy sola. Cuando vuelve a casa, estoy muy enfadada por lo que me hace pasar. Es irónico, pero cuando por fin regresa, estoy tan molesta con él que incluso no quiero verlo.»
JAM. ¿Cuáles son las «trampas vitales» que detectaste?
JY. Caracterizaré cada una de ellas con una frase para no extenderme en las explicaciones:
1. Abandono. «¡Por favor, no me dejes!»
2. La desconfianza. «No puedo creerte.»
3. La privación emocional. «Nunca podré tener el amor que necesito.»
4. La exclusión social. «No me aceptan en ningún sitio.»
5. La dependencia. «No puedo hacerlo yo solo.»
6. La vulnerabilidad. «Una catástrofe está a punto de ocurrir.»
7. La imperfección. «Soy un inútil.»
8. El fracaso. «Me siento un fracasado.»
9. La subyugación. «Siempre lo hago a tu manera.»
10. Las normas inalcanzables. «Nunca está lo suficientemente bien hecho.»
11. La grandiosidad. «Puedo hacer todo lo que quiera.»
Quien quiera conocer más detalles, puede ir a la consulta de Jeffrey Young en la página web de este libro.
En este piso hay un cuarto despacho en cuya puerta dice «Leslie Greenberg». Es un psicólogo sudafricano que trabaja en la Universidad de Toronto y que ha sido presidente de la Sociedad para la Investigación en Psicoterapia.
LG. Mi interés se centra en cómo ayudar al cambio emocional. Esto exige ocuparse de las estructuras cognitivo-afectivas internas (esquemas) y de los procesos (atender, simbolizar y reflexionar) implicados en la generación de experiencias y conductas.
JAM. Lo que nos interesaba más en la Factoría es tu método para «reorganizar la atención y otros procesos cognitivos para facilitar el cambio de los esquemas emocionales». Son palabras tuyas.
LG. En efecto. Lo que pretendemos es facilitar la creación de nuevos significados emocionales. Que quien interpretaba todo bajo el prisma del miedo lo interprete bajo el prisma de la esperanza, por ejemplo. Es decir, que cambie sus esquemas. «Definimos los esquemas emocionales como estructuras que integran de modo no consciente una variedad de fuentes de información cognoscitiva, afectiva, sensorial, de las que dependen el significado que damos a nuestras experiencias. Estos esquemas forman complejos modelos internos de nuestro modo de interpretar el mundo.»
JAM. Por usar de nuevo tus palabras, lo que pretendemos en la Factoría es «activar y facilitar la reorganización de estos esquemas emocionales».
LG. Se trata de estudiar y dirigir el proceso que lleva a la reorganización de las viejas estructuras y a la creación de nuevos esquemas.
Mi interés por la obra de Greenberg no me llegó a través de su modelo de terapia, que no es mi especialidad, sino porque intentó integrar en él temas sobre los que yo investigaba: la atención, los procesos cognitivos automáticos, la posibilidad de que el cerebro manejara información en paralelo, la importancia de la metacognición y, por último, el esencial dinamismo de la memoria. Todas estas cosas están implicadas en el modelo de inteligencia y de la educación del talento que estamos presentando. La obra de todos estos autores va delineando un mapa de recursos a nuestra disposición: el autocontrol, el sentimiento de eficacia, la reestructuración de los esquemas, la acción. Son buenas noticias.