Lin Hao, un niño de nueve años, rescató a dos de sus compañeros de clase tras un violento terremoto. Cuando le preguntaron por qué se había arriesgado tanto, contestó: «Ese día, era yo el monitor de la clase y tenía que cuidar de los demás».
HASTA AQUÍ HEMOS HABLADO DE LOS MIEDOS, del modo como los aprendemos, de cómo podemos evitar tan dura servidumbre, y de la manera en que nos enfrentamos o nos gustaría enfrentarnos a ellos. Los humanos tenemos los mismos modos de afrontar el miedo que tienen los animales: huir, atacar, quedarse inmóvil o hacer gestos de sumisión. Pero nuestra inteligencia va más allá. Comparte muchas funciones con los animales, pero las transforma porque puede dirigirla por proyectos propios. Poseemos una atención dominada por el estímulo. La llamamos «atención involuntaria». Si escuchamos un ruido fuerte, atendemos automáticamente. Si tenemos un dolor, si surge un peligro, si aparece algo imprevisto, también. Pero, además, podemos dirigir voluntariamente la atención, aplicarla al objeto que queramos, buscar en él la información que queremos. Esta es la atención específicamente humana, la que está dirigida por nuestra inteligencia ejecutiva. También la mirada se transfigura cuando es dirigida por un proyecto. El dibujante encuentra posibilidades perceptivas en las cosas que vemos todos. «El dibujo —decía Degas— no es la forma de las cosas, sino la manera de ver la forma.» Y Leonardo da Vinci no decía nada diferente: «El secreto del arte de dibujar es descubrir en cada objeto la manera particular como una línea fluctuante se dirige, como una ola central que se despliega en olas superficiales, a través de toda su extensión». Los animales utilizan la memoria, pero sólo nosotros podemos aprender lo que queramos. También podemos responder a las emociones a nuestra manera. El modo específicamente humano de enfrentarse al miedo es lo que llamamos «valentía». No podemos considerar tal la agresividad del animal. Valentía es la capacidad de superar el temor, es decir, de no dejarnos llevar por la poderosa energía de la emoción, lo que exige un denodado esfuerzo y una capacidad para guiarnos por valores pensados y no sólo sentidos. Esta me parece una distinción fundamental, porque es la raíz de nuestra libertad. Cuando tengo sed, el agua tiene un valor vivido por mí. Si el nefrólogo me dice que debo beber cinco litros del agua, no tengo ganas de beberla, pero pienso que es buena para mi salud beberla. En este caso no «vivo» el valor el agua, sino que sólo lo pienso. Nuestra libertad tiene su origen en la posibilidad de decidir si orientamos nuestra acción por valores sentidos o por valores pensados. Todos queremos huir ante la dificultad, pero todos admiramos al que no lo hace. Todos dependemos de alguien que ha hecho un acto de valor en favor nuestro. Nuestra madre al parirnos, nuestros padres al educarnos, los luchadores por la justicia porque nos permiten disfrutar de derechos que ellos conquistaron para nosotros. La lista de nuestras gratitudes debería ser larguísima si no fuéramos tan miopes.
Y este modo de dirigir la emoción se la hemos de enseñar al niño, igual que le enseñamos a atender, a mirar, a aprender voluntariamente. Hemos entrado en los dominios de la inteligencia ejecutiva, que es la encargada de elegir las metas, de mantener el esfuerzo, de gestionar las emociones, de intentar cambiarlas si es necesario, de evaluar nuestro comportamiento. Si la inteligencia ejecutiva se degrada, recaemos en la violencia del predador o en la insensibilidad del percebe. La inteligencia ejecutiva se rige por valores pensados y no sólo por valores emocionalmente vividos. Y esto complica su cometido, porque la emoción tiene más energía que el pensamiento. Afortunadamente, el pensamiento es más inteligente y lleva milenios ocupado en controlar la emoción sin matarla. Antonio Damasio, a quien pueden visitar en el primer piso de la Factoría, ha descubierto que la razón necesita de la emoción para actuar. Cuando por accidente o por una operación quirúrgica se seccionan las vías neuronales que comunican los lóbulos frontales con las áreas emocionales, los pacientes son capaces de razonar muy bien, pero son incapaces de tomar una decisión. La ausencia de emociones les condena a un razonamiento sin término.
Es fácil reconocer las funciones de la inteligencia ejecutiva. Imaginemos que quiero correr la maratón. He elegido esa meta, pero no puedo realizarla mientras no esté en condiciones físicas de hacerlo. Carezco de capacidad muscular. Entonces comienzo a entrenarme, voluntariamente, teniendo que oponerme al aburrimiento y al cansancio. Pero al hacerlo, mi sistema muscular se va fortaleciendo, me canso menos, siento que progreso, lo cual me motiva más, adquiero el hábito de correr y correr acaba convirtiéndose para mí en una necesidad. Ahora no necesito estar haciendo constantemente un acto de voluntad para correr, porque el hábito me conduce. Al principio, la «resistencia» significaba «perseverancia a pesar de los obstáculos», pero al final significa «capacidad de soportar con facilidad un esfuerzo mantenido». Podría multiplicar los ejemplos. Un adolescente tiene miedo de enfrentarse a su grupo, cede con facilidad, pero un día decide no hacerlo más. Decide afirmarse. Ha elegido un proyecto: vivir valientemente. Afrontar activamente el miedo. Como en el caso del corredor de fondo, eso no basta. También tiene que entrenarse, ir adquiriendo poco a poco la resistencia necesaria. Tiene que desarrollar su fortaleza de carácter. Y para que el entrenamiento funcione, tiene que estar bien dirigido.
Estamos hablando de un tema que ha interesado, incluso obsesionado, a los seres humanos a lo largo de la historia: la superación del miedo, la valentía, el coraje, el modo eficaz, creador, rebelde de afrontar el miedo o los peligros que lo desencadenan. En los albores de la filosofía, Platón escribió el diálogo Laques para responder a dos preguntas: ¿Qué es la valentía? ¿Puede aprenderse? Nos las seguimos planteando. Retomamos, pues, una preocupación antigua y persistente. Uno de los generales que intervienen en el debate platónico dice que la valentía es «el arrojo para arriesgar la vida en el combate». Las encuestas nos dicen que nosotros hubiéramos contestado igual. Al hablar del valor nos acordamos de actos heroicos, de la persona que se arriesga por salvar a otra o del que emprende una aventura peligrosa. Pero en la obra de Platón, Sócrates explica que no le interesa sólo ese valor, sino uno más cotidiano: el que permite soportar el esfuerzo, el cansancio, la enfermedad, el desánimo, el fracaso. Acaba mencionando un particular coraje muy poco belicoso: resistir y persistir en la búsqueda de la verdad. Siglos después, san Ambrosio habló de un «valor guerrero» y de un «valor doméstico». Un delicioso poema japonés proporciona un bello enlace: el valiente es tierno y considerado dentro de casa y sólo pone cara feroz cuando tiene que salir a enfrentarse con los enemigos de su familia. Caballo Grande, jefe de la tribu sioux, también amplía el concepto: «Un buen guerrero es el que se atreve a atravesar una tormenta de nieve». Me recuerda un caso contado por Saint-Exupéry. Un piloto compañero suyo tiene un accidente en los Andes. Cuando todo el mundo le daba por muerto, aparece, después de haber atravesado la cordillera helada. Cuando Saint-Exupéry va a verle al hospital, su amigo le dice con orgullo: «Lo que yo he hecho no lo hubiera soportado ningún animal». La valentía es enfrentarse a lo difícil. Este es el aspecto que nos interesa prioritariamente. Enfrentrase al paro no es un acto heroico, pero exige una gran dosis de valentía. Para un niño, el gran reto va a ser enfrentarse a la oscuridad, al miedo a ser abandonado, al cole, a que no le inviten a la fiesta de cumpleaños o al acoso del matón de la clase. Peter Muris ha preguntado a niños pequeños si se habían comportado valientemente en alguna ocasión. El 94 por ciento dijo que sí. De estos, el 30 por ciento se refería a alguna actividad física, el 12 por ciento a haberse acercado a un animal que les daba miedo y el 8 por ciento a la oscuridad.
LA VALENTÍA HACE REFERENCIA AL MIEDO, pero, como he dicho antes, no consiste en no tener miedo. Los que asumen acciones arriesgadas —bomberos, escaladores, tropas de combate, desactivadores de explosivos— no quieren tener compañeros temerarios. En EE.UU. llamó la atención el arrojo de los indios mohawks para trabajar a mucha altura. Ellos mismos decían que no querían trabajar con quien no sintiera miedo, lo que suponía que valoraban la valentía, no la impavidez. Pero los investigadores también descubrieron otro aspecto importante. No querían trabajar solos, sino en grupo. Esta cohesión les daba valor.
Ya sabemos que nuestro problema no es el miedo, sino los miedos exagerados, perniciosos o incluso patológicos. Y también cómo superar los miedos que se oponen a nuestros proyectos. En su discurso de toma de posesión, ante una nación postrada por la Gran Recesión, Franklin D. Roosevelt hizo una declaración que se ha repetido miles de veces: «The only thing we have to fear is fear itself». Explicó que se refería a los miedos irracionales e injustificados que paralizan el esfuerzo necesario para convertir la huida en un avance. Estos son los que hay que intentar eliminar, porque producen malestar sin ningún tipo de beneficio. Es curioso que esa expresión —el miedo al miedo— la dijo ya Montaigne, un gran miedoso que escribió también: «La timidez ha sido la plaga de mi vida». ¿A qué nos referimos al hablar de «temer al miedo»? Pues a que el miedo y su parentela son una experiencia insoportable. Y esa característica, cuya finalidad era que lucháramos contra lo que lo desencadenaba, ha dado lugar a una actitud diferente, de segundo grado podríamos decir: lo importante es librarse del miedo, no del peligro que estaba en el origen del miedo. Lo tomemos por donde lo tomemos, el temor es proliferante, tiene mil caras, nos ataca con sutiles estratagemas, se disfraza.
TODAS LAS CULTURAS HAN VALORADO la valentía. Y esta unanimidad resulta intrigante. Lo que siempre ha importando a las sociedades es asegurar el comportamiento conveniente para el grupo, no para el individuo. Y la valentía se ha considerado indispensable para la vida de la comunidad. Cuando hay una situación de emergencia, alguien tiene que estar dispuesto a no huir. La valentía —la fortaleza—, como hemos visto, se relaciona con lo «arduo», con lo difícil. Cobarde es el que desiste enseguida, en el que no se puede confiar. Jankélévitch escribe: «El miedo es, como la mentira, una tentación de la facilidad». Valiente es el que se atreve. Ahora que se habla tanto del emprendimiento, la valentía es la virtud del inicio. Es también la virtud de la perseverancia. Por estas razones, en todas las culturas la valentía ha tenido un valor moral. Está relacionada con la acción y, en último término, significa no renunciar a lo valioso por miedo o por pereza. Nietzsche se preguntaba: «¿Qué es ser bueno?». Y respondía: «Ser valiente es bueno». La valentía es, además, la condición para la autonomía y la libertad. Si queremos educar —y educarnos— para ellas, tenemos que tomarnos en serio la educación del coraje. Es la virtud del ascenso, por eso todos comprendemos a Oliver Goldsmith cuando dice que no hay nada más conmovedor y bello en el universo que «una persona buena luchando contra la adversidad».
Ahora ya podemos avanzar una definición: Valiente es aquel a quien la dificultad o el esfuerzo o el miedo no le impiden emprender algo justo o valioso, ni le hacen abandonar el propósito a mitad del camino. Actúa, pues, «a pesar de» la dificultad. La valentía —como el talento del que forma parte o como la libertad— sólo se manifiesta en la acción.
Después de las explicaciones del anterior capítulo, ya podemos escribir la ecuación de la valentía que nos servirá de hoja de ruta para adquirirla
Esta ecuación refleja el principio de complementariedad que ya he mencionado. La consecuencia es sencilla de sacar. Para aumentar la valentía de una persona, debemos ampliar sus fortalezas, disminuir sus miedos, o ambas cosas. Mantengo el término «fortaleza» no sólo por su larga tradición filosófica, sino porque permite integrar muchos conceptos que se utilizan en psicología de forma confusa. Voy a hacer una lista de algunas de estas ideas relacionadas con la valentía, añadiendo el nombre de su principal defensor: actitud proactiva (Kuhl, Covey), afrontamiento activo (Lazarus), resistencia a la frustración (Pleux), capacidad de aplazamiento de la recompensa (Mischel), determinación (Duckworth), perseverancia (Eisenberg, Caron), resistencia (hardiness: Maddi), dureza (toughness: Loerh), confianza en sí mismo (Fanget), optimismo (Seligman), energía mental (Baumeister), resiliencia (Cyrulnik, Seligman, Brooks), sentimiento ejecutivo (Bandura), inhibición conductual (Kagan), autocontrol (Baumeister). Peterson y Seligman, en su revisión, añaden la integridad (autenticidad, honestidad) y la vitalidad (ánimo, entusiasmo, energía). Si no han naufragado en este oleaje de conceptos —cosa difícil de evitar—, podemos continuar. Uno de los objetivos del modelo UP expuesto en esta colección es unificar y simplificar esa proliferación de conceptos parcialmente solapados que da a la psicología un aire de amateurismo. Luchar contra esta orgía conceptual.
¿NO ES UNA INGENUIDAD PENSAR que la valentía se puede aprender o enseñar? Si lo es, se trata de una ingenuidad universal y permanente, porque todas las culturas se han empeñado en hacerlo. Es un tema que preocupó a Platón, Aristóteles, a los estoicos y a toda la tradición educativa griega. Los espartanos lo consideraron el centro de su cultura y, de una manera muy adelantada para su tiempo, consideraban que había que adiestrar en la valentía tanto a hombres como a mujeres. Los pensadores éticos, desde Aristóteles hasta la actualidad, han considerado que la «fortaleza» era una virtud moral fundamental. Los japoneses elaboraron la moral bushido, centrada en el valor. En China, Mencius (siglo IV a.C.) ya hizo una filosofía de la valentía, relacionándola con la bondad y con el verdadero autorrespeto. Eisler ha identificado la valentía en el pensamiento judío como el ánimo para luchar contra la injusticia. Tillich, un gran teólogo cristiano, escribió una gran obra sobre el tema: El coraje de existir.
La fórmula que he expuesto anteriormente nos permite elaborar una hoja de ruta educativa. Tanto la fortaleza como el miedo son hábitos, es decir, pautas estables y aprendidas de interpretar la experiencia y de responder a ella. Por lo tanto, se pueden educar, en un sentido o en otro. Hay una educación para la sumisión y hay una educación para la autonomía, hay una educación para el miedo y hay una educación para la valentía.
Recuperemos un texto de Aristóteles:
Algunos creen que los hombres llegan a ser buenos por naturaleza [hoy diríamos: genéticamente], otros por hábito, otros por aprendizaje. Ahora bien, está claro que la parte genética no está en nuestras manos. El razonamiento y la enseñanza no tienen, quizá, fuerza en todos los casos, sino en el alma del discípulo que previamente ha cultivado sus hábitos para amar y odiar las cosas adecuadamente (EN, 1179 b).
El conjunto de hábitos configura el carácter, es decir, la personalidad aprendida. Lo que nos interesa educativamente es que nuestros alumhijos adquieran un carácter valiente, capaz de enfrentarse activamente con sus miedos. Muchos peligros son reales y, por lo tanto, nunca podremos evitar el miedo, pero la valentía nos ayudará a no dejarnos oprimir por ellos. Plantearé un caso que ya he mencionado: un muchacho es acosado por un grupo de matones de su escuela. Son más fuertes que él y son crueles. ¿En qué consiste en este caso la valentía?
LA VALENTÍA ES UN ESTILO DE AFRONTAMIENTO ACTIVO. El miedoso tiende a vivir reactivamente. Los pedagogos actuales dan cada vez más importancia a este recurso. El alemán Kuhl ha estudiado la relación entre la actitud pasiva y la depresión, el manejo de la atención y la resistencia al esfuerzo. Covey considera que es la clave para desarrollar el resto de los hábitos eficientes. El canadiense Gagne recomienda que desde preescolar se fomente una educación orientada a proyectos, a resolver problemas, a tomar iniciativas. Está de moda el concepto de «emprendimiento». En Francia se recomienda la elaboración del proyecto personal como método educativo con los jóvenes (Pemartin). Gilbert opone dos tipos de personas: NHL (No hagas: laméntate) y NLH (No te lamentes, haz). Este es el proactivo. Una vez más repetiré que lo que puede comenzar siendo una actitud mantenida voluntaria y esforzadamente, acabará convirtiéndose en un estilo de respuesta, en un hábito, de la misma manera que lo es la actitud reactiva. Estas son las diferencias:
Reactivo | Proactivo |
Intentaré | Lo haré |
Soy así | Puedo mejorar |
No puedo hacer nada | Examinaré las posibilidades |
Me obligan a hacerlo | Lo elegí |
No hay salida | Debe haber una solución |
Me arruinaste el día | No permitiré que tu mal estado de ánimo me contagie |
Para aumentar la valentía, esa actitud activa, esa decisión de «querer ser valiente» tiene que actuar sobre los dos factores de la ecuación: disminuir la generación de miedo y aumentar la fortaleza.
Carlos es un niño asustadizo. Tiene cinco años y le gusta estar pegado a su mamá. Tuvo problemas cuando comenzó a ir a la escuela, que poco a poco se fueron resolviendo. Ahora tiene miedo al agua de la piscina. Desde que vio la película Tiburón, teme que aparezca uno de repente. Además, oyó una noticia sobre un niño que murió al ser atrapado por un desagüe y ahora teme también a los desagües de la piscina. Si queremos que Carlos se comporte «valientemente», tenemos que disminuir su miedo, es decir, cambiar sus esquemas, y debemos aumentar su fortaleza. Con frecuencia, ambas cosas se mezclan. Al aumentar su fortaleza (aprende a nadar mejor), el miedo disminuye. Pero también podemos disminuir el miedo cambiando las creencias del niño sobre los tiburones (sabe que son un producto de su imaginación, confía más en sus capacidades). No basta con que el niño nade con más seguridad: es necesario que sea consciente de esa competencia. Una cosa es lo que podemos hacer y otra muy distinta lo que creemos que podemos hacer. Esta última creencia es la que forma parte de nuestros esquemas de miedo. En el caso del niño, ha enlazado el agua con el circuito del miedo producido por el tiburón. Hay que romper ese nexo. Estudiaremos con más detalle ambas estrategias.
Como hemos podido comprobar, la fortaleza es una virtud —una competencia del carácter— compleja. He mencionado uno de sus aspectos —el control de la atención—, pero aún tendremos que estudiar más. A efectos didácticos la he descompuesto en procesos diferentes, porque cada uno de ellos puede entrenarse y evaluarse independientemente. Esta complejidad ya la vieron los autores antiguos. Pedro Abelardo —que, además de amante de Eloísa, fue un poderoso pensador— escribió en su Ysagoge in theologiam, libro de la mitad del siglo XII, una magnífica descripción de la fortaleza, en la que se muestra la amplitud de sus dominios:
Puesto que la fortaleza es una potencia del alma que reprime los asaltos de la adversidad, todas las virtudes que nos hacen constantes en la adversidad son partes de la fortaleza. Estas partes son la magnanimidad, la confianza, la seguridad, la magnificencia, la constancia, la firmeza. La magnanimidad es emprender voluntariamente cosas difíciles. La confianza es una esperanza firme de llevar a buen fin la obra emprendida. La seguridad es la virtud que nos impide temer las molestias inherentes a la obra emprendida. La magnificencia es una fuerza del alma que da su cumplimiento a las obras difíciles y sobresalientes. La constancia es una estabilidad del alma firme y perseverante en su propósito. La firmeza es una flexibilidad del alma que aminora la exaltación de la prosperidad y soporta con un alma igual los más duros percances. Tiene como partes la humildad y la paciencia.
Espero que los lectores se den cuenta de que tiene que haber un cambio en el modelo educativo. Daniel Goleman convenció a todo el mundo de que el CI —el cociente intelectual— no medía nuestra capacidad de enfrentarnos a la vida. Propuso el CE, el cociente emocional. Ahora empezamos a saber que tampoco es suficiente. Completando a los dos debemos medir el CEj, el cociente ejecutivo.
THE COURAGE FACTORY
El tercer piso de TCF es diferente. No hay despachos, sino cuatro grandes salas: un gimnasio, una sala de relajación, un espacio de meditación y un teatro. ¿Por qué estas instalaciones en una institución en contra del miedo? Porque estas actividades pueden formar parte del entrenamiento de la valentía, fomentando la resistencia, la actitud activa, el atreverse.
En La biología de la toma de riesgos, John Coates comenta que sabemos menos de la fortaleza mental que de la física. «La fortaleza mental —escribe— implica una actitud particular ante los acontecimientos novedosos; un individuo curtido recibe con tranquilidad la novedad como un desafío, ve en ella una oportunidad de obtener beneficios; un individuo sin esa experiencia teme la novedad como una amenaza y no ve en ella sino un daño potencial. Cada una de estas actitudes corresponde a un estado fisiológico específico.»
JAM. ¿Puede entrenarse la resistencia mental? ¿Puede un régimen de entrenamiento puramente físico traducirse en estabilidad emocional, resistencia mental y mejor rendimiento cognitivo?
JC. Muchos científicos piensan que así es. Se basan en un curioso hallazgo: la resistencia al estrés tiene su origen en el hecho mismo de experimentarlo. Neal Miller, padre de la medicina conductual, que piensa que la terapia conductual puede renovar nuestro cerebro, descubrió los receptores de cortisol en el cerebro y con su equipo describió los bucles de retroalimentación hormonal entre el cerebro y el cuerpo. Cuando las ratas eran expuestas a estrés crónico, padecían enfermedades físicas e indefensión aprendida como consecuencia de los bajos niveles de noradrenalina en el cerebro. En cambio, si las ratas eran expuestas a estrés agudo (breve), aun cuando este se repitiera una y otra vez, salían de la experiencia con la fisiología reforzada y mayor inmunidad a los efectos perjudiciales de los futuros estresores.
JAM. Eso es una especie de entrenamiento.
JC. En efecto. Algo parecido se hace en el entrenamiento de los atletas. Los períodos de agotamiento y recuperación amplían la producción de un amplio espectro de células en el organismo del atleta. Así consiguen que el día de la competición circulen por sus arterias las cargas óptimas de glucosa, hemoglobina, adrenalina, cortisol y testosterona. Con la fortaleza mental puede ocurrir lo mismo. ¿Podemos hacer más resistente nuestra fisiología? Parece que sí, utilizando estresores intensos y breves. ¿Cuáles pueden ser? El ejercicio. Aumenta la producción de aminas y nos protege contra el estrés.
JAM. Lo interesante es que estamos hablando del ejercicio mental, pero también del ejercicio físico, que bien dosificado es un estupendo estimulador cerebral y un potente antidepresivo. Por eso deberíamos dar más importancia al ejercicio físico en los planes de estudio de niños y adolescentes.
La segunda sala está silenciosa y tranquila. Está dedicada a la relajación. Desde hace siglos se sabe que poder dirigir la atención, la capacidad de concentrarse, produce efectos fisiológicos muy potentes. Permite mejorar el autocontrol. Pueden ver una descripción de los métodos más sencillos en el libro de S. Davis, M. McKay y E. R. Eshelman: Técnicas de autocontrol emocional (Martínez Roca, 2001). Las más conocidas son la relajación progresiva, el control de la respiración, la meditación, la autohipnosis. En los últimos años se ha puesto de moda la mindfulness, la atención plena. He contratado a Daniel Siegel, que es uno de sus principales valedores.
La mindfulness nos permite dejar de vivir con el piloto automático y ser sensibles a la novedad en nuestras experiencias cotidianas. La manera en que centramos la atención contribuye a modelar la mente. La atención significa que en vez de recibir la información, «nos implicamos en un proceso de búsqueda activo, una búsqueda decidida de datos perceptivos en el campo de la conciencia. Con la mindfulness logramos más que una mera atención a la sensación. Si decimos que nos observamos a nosotros mismos mientras tenemos la experiencia sensorial, quiere decir que tenemos una metaatención. La mindfulness no es una simple atención. Es prestar atención a la atención. Es metacognición.
DS. «La ciencia ha demostrado que prestar atención plena, es decir, tender a la riqueza de las experiencias en el aquí y el ahora, mejora la fisiología, las funciones cognitivas y las relaciones interpersonales. Conseguir la conciencia del momento ha sido un objetivo de todas las culturas. Llamamos “sintonía” a la concentración de la atención en el mundo de otro. Esta concentración fomenta la fortaleza personal.»
A mediados de los setenta, Jon Kabat-Zinn inició los programas de Reducción del estado de Estrés basados en la mindfulness. La práctica de la meditación cambia las estructuras neuronales. Lazar, Kerr y sus colaboradores han revelado que la meditación aumenta el grosor del área prefrontal media y la ínsula. Es una información sobre uno mismo que se vale de los circuitos neuronales. Davidson, a quien ya conocemos, ha descubierto que la práctica de la mindfulness activa la zona frontal izquierda, que permite regular las emociones de un modo más positivo mediante la aproximación y no a través de la evitación. «El miedo puede modularse mediante la liberación del neurotransmisor ácido gamma-aminobutírico (GABA) en las áreas inferiores del sistema límbico que modulan el miedo, como los niveles extendidos de la amígdala. De este modo, el miedo puede aprenderse límbicamente, pero también desaprenderse mediante el crecimiento de fibras prefrontales mediales que lo modulan. El programa Inner Kids está diseñado para enseñar a niños pequeños las habilidades básicas de atención plena, a la que define como «ser consciente de lo que sucede mientras sucede». Mindful Awareness Research Center (UCLA: www.marc.ucla.ed).
La tercera sala está dedicada al teatro. En El aprendizaje de la creatividad ya hablamos de las virtudes pedagógicas del teatro. En sus talleres se enseña una parte de las técnicas de dominio corporal que hemos visto antes. Se une también una actividad dirigida por un proyecto que les fuerza a atreverse. Tienen que representar ante otros, tienen que aplicar los juegos de rol que se utilizan para comprender las emociones propias y ajenas, y en ese esfuerzo continuo dentro de un ambiente en el que todos se están superando, se pierden muchas timideces y miedos, y se refuerza la seguridad en uno mismo. Cuando una actuación termina, el niño o la niña pueden decir: «He sido capaz». Y esta experiencia es el gran premio que fomenta la valentía.