Lo malo de la vejez es que nos llega a muy mala edad.
EL ROTO
Lo mismo ocurre con la adolescencia:
llega a muy mala edad.
JAM
EN LAS OBERTURAS SUELEN APARECER los temas que más tarde se desarrollan pausadamente. Como resumen de lo que seguirá voy a transcribir un estupendo texto de María Menéndez-Ponte:
Mi hija adolescente se quejaba de que no era justo parecer del museo de los horrores justamente en la etapa en que uno quiere gustar más y atraer a los del otro sexo. Da igual que sean guapos, que tengan buen tipo y que estén estupendos, porque todos se sienten inseguros y se machacan el coco con múltiples paranoias (el tobillo demasiado grueso, un dedo ligeramente torcido, las pestañas poco tupidas). La tiranía de las hormonas. Y por si fuera poca cruz tener un cuerpo defectuoso, está ese incesante runrún hormonal que te saca los colores delante de todo el mundo poniéndote en evidencia, que te obliga a usar ese nuevo producto de limpieza que es el desodorante justo en el momento de tu vida en que sientes más aversión por el agua de la ducha, que convierte tus pies en queso camembert, que hace que te suden las manos en cuanto el chico o la chica que te gusta está a menos de quinientos metros de donde estás tú, que te obliga a estar las veinticuatro horas en guardia, pendiente del más mínimo detalle de tu cuerpo, esperando en cualquier momento ser objeto de burla o blanco de las críticas de tus compañeros. Porque de uno u otro modo todos tratan de esconder sus miedos e inseguridades. En tierra de nadie. Pero ¿cómo no van a tener miedo si es una etapa de la vida en que uno no pisa su propio terreno porque no lo tiene? Ya no eres un niño, pero tampoco un adulto.
ES DIFÍCIL OÍR BUENAS NOTICIAS sobre los adolescentes. Tenemos una idea catastrofista de la adolescencia, como un período de crisis, angustias, depresiones, violencias y conductas de riesgo. ¡Socorro!, tengo un hijo adolescente, además de título de un libro, es una queja colectiva. Las estadísticas no confirman esa visión. La mayoría de los adolescentes viven bien integrados en sus familias, y manifiestan en todo nuestro ámbito cultural un alto grado de satisfacción. Michel Fize, un experto en temas de adolescencia, cree que se ha «patologizado» la adolescencia y que se la ha «mercantilizado» porque constituye un formidable mercado económico. Otro mito es el de la irresponsabilidad adolescente. La idea de que muchachos y muchachas están zarandeados por tormentas hormonales que no pueden controlar porque, para colmo de males, las estructuras cerebrales necesarias para ello no maduran hasta más tarde. Son innegables los cambios hormonales en la pubertad, pero hay otros cambios que en este momento conocemos. El cerebro del adolescente cambia profundamente. Se hace más eficiente. Durante siglos hemos pensado que la gran época del aprendizaje eran los tres o cuatro primeros años de vida. Ahora sabemos que hay una segunda edad de oro del aprendizaje: la adolescencia. Respecto a la maduración de los sistemas de control, que se corresponde con la maduración de los lóbulos frontales, el gran experto Goldberg ha sugerido que tal vez el retraso en la maduración de esas estructuras cerebrales sea un producto de una educación irresponsable y no la razón de la irresponsabilidad. No debemos olvidar que mientras que la pubertad es un fenómeno biológico, la adolescencia es un concepto cultural, moderno, construido para ampliar la posibilidad de educación a los niños antes de integrarlos en el mundo laboral. Durante miles de años no hubo adolescencia. Ritos de paso señalaban el tránsito de la infancia a la vida adulta.
Es cierto que hay un porcentaje de adolescentes con trastornos psicológicos o de conducta. Tal vez lleguen a ese 15 por ciento que indica la Organización Mundial de la Salud. Y hay también muchos adolescentes con problemas coyunturales que se derivan de un hecho evidente: al adolescente se le acumulan las tareas evolutivas (fisiológicas, psicológicas, familiares, escolares, sociales). Con frecuencia, al entrar en la enseñanza secundaria cambian de escuela, de amigos y de régimen de estudios. Les preocupa el presente, pero comienza también a preocuparles el futuro. El paso de primaria a secundaria es una «falsa promoción», porque pasan de ser los más veteranos del colegio a ser los novatos. Cada vez tienen que tomar más decisiones, y el temor al fracaso aumenta con ello. El entorno va a plantearles cada vez más demandas, por lo que la posibilidad de sufrir estrés aumenta. Recordemos que el estrés —manifestación psicológica de la ansiedad— está producido por el sentimiento de estar sobrecargado, superado por los requerimientos de la situación.
Pondré un ejemplo de la función del estrés. Hay un caso de sobrecarga muy bien estudiado: la pubertad femenina precoz. Hay niñas que se desarrollan antes que otras. Mussen ha señalado que en casos de menarquía a los once años, en la fase final de su adolescencia se mostraban inhibidas socialmente, vergonzosas, irritables, tendiendo a reaccionar con estallidos emocionales, manifestando escasa satisfacción y poca estabilidad emocional, al contrario que las adolescentes de pubertad tardía. Sin embargo, con el paso del tiempo, hacia los treinta años, las cosas parecen ser diferentes. Las púberes precoces eran personas muy responsables, con muchos intereses y muy estables emocionalmente, mientras que las tardías habían empeorado.
LOS PRINCIPALES PROBLEMAS DEL ADOLESCENTE tienen que ver con su identidad. Necesita comprenderse, formarse una idea clara sobre sí mismo, tomar decisiones sobre el futuro, afirmarse, resolver dudas sobre su carácter, sus capacidades, incluso a veces sobre su identidad sexual. Tiene, además, que aceptar su físico. Esta es la edad —aunque se va adelantando cada vez más— en que aparecen problemas con la alimentación, como la anorexia, o con la imagen corporal, como la dismorfia.
En segundo lugar, tiene que independizarse de los padres. ¡Ya no soy un niño! Las peleas más frecuentes —además de por los estudios— son por los horarios, los amigos, los deberes domésticos, en una palabra, por la autonomía. El adolescente se recluye en su habitación, en su móvil, en su ordenador. ¡No le interesan más que sus amigos! Es la queja de sus padres. Pero la libertad plantea sus problemas. Hay que renunciar a la seguridad antigua, cuando todavía no se domina el nuevo territorio. ¿Cómo puede uno sentirse seguro si se encuentra permanentemente en la cuerda floja? Es como si al mismo tiempo quisiera ir de botellón y no soltar su osito de peluche. En casa no le entienden y tiene que buscar apoyo en el grupo.
Pero ahí aparece otro reto: la relación con sus pares, ser aceptado por ellos, la relaciones sexuales, la independencia del grupo, la afirmación propia. Necesita pertenecer y a la vez ser independiente. Entre el 46 y el 80 por ciento de todos los sucesos estresantes de los adolescentes tienen que ver con las relaciones personales. Hay que hacerse aceptar, lo que supone un cierto mimetismo. Pero entonces uno ya no sabe si tiene personalidad o es un monigote.
Por último, los estudios. La escuela supone también una fuente de estrés. Se repiten los mismos patrones que vimos en la escuela, y sirven los mismos antídotos. En esta edad se complica con la necesidad de pertenencia a los grupos donde, en ocasiones, se producen acosos, y el adolescente puede no saber cómo afrontarlos.
LOS ADOLESCENTES PUEDEN SENTIR ANSIEDAD simplemente por la dificultad de los retos evolutivos. Con frecuencia se sienten cansados y apáticos. Duermen menos de lo que deberían. José Olivares, Ana Isabel Rosa y Luis Joaquín García-López han expuesto el tratamiento a un adolescente con ansiedad generalizada que describe así su situación: «Es un sentimiento “de fondo” que me produce un estado de, no sé como decirlo, pero de malestar casi permanente, general, que me produce mucha inseguridad y no me deja ser yo. Al principio me pasaba sobre todo cuando estaba en clase o cuando estudiaba, me sentía mal, muy incómodo, no me podía concentrar en casi nada. Pero ahora me pasa casi siempre, esté donde esté y haga lo que haga. También duermo mal y tengo muchas pesadillas». Reconocía que se preocupaba por sus estudios, por su apariencia, por sus relaciones con los demás chicos y chicas, más de lo que se preocupaban sus compañeros.
Las herramientas reeducadoras son las que ya conocemos: clarificación del problema, exposición a las situaciones que producen ansiedad para ir reduciendo la respuesta fisiológica. Utilizar también procedimientos de relajación. No premiar la huida y, en cambio, premiar las conductas de resistencia. Sustituir las creencias y pensamientos, sustituyendo los pensamientos automáticos desadaptativos por otros más racionales.
Esa ansiedad se puede manifestar como ataques de angustia. El doctor Pommereau describe una de esas crisis: «Se presenta casi siempre por la tarde —dice Aicha, dieciséis años—. Estoy en mi habitación intentando estudiar o viendo televisión, y de repente, siento que mi garganta se cierra y mi vientre se comprime. Una especie de calor húmedo me invade y pienso que me voy a asfixiar. Tengo la boca seca, un zumbido en los oídos, y mi corazón late a toda prisa. Estoy segura de que me va a suceder una catástrofe. Me digo que no va a pasar nada, pero es inútil». La ansiedad, como sabemos, puede provocar otros miedos. En ocasiones, se desarrollan rituales para librarse de ellos: ordenar minuciosamente las cosas, darse duchas repetidas, evitación o repetición de una actividad. Ya sabemos que esas conductas, que alivian inmediatamente, producen el mantenimiento de los miedos.
Si las crisis de angustia se repiten, conviene consultar a un especialista.
CHICOS Y CHICAS ESTÁN PREOCUPADOS por su identidad, por cómo son, por si tienen personalidad. Experimentan muchos cambios de humor, y también reconocen que se comportan de distinta manera en diferentes situaciones. Su «yo» en casa es distinto de su «yo» en la escuela o de su «yo» con los amigos, y les cuesta trabajo integrar esas «personalidades diversas». Explicarles que la personalidad no es una casualidad ni un destino, sino un proyecto, puede simplificarles mucho las cosas. Conocer cómo funciona su inteligencia, la diferencia entre carácter y personalidad, puede ayudarles a no caer en la tentación del «soy así», que es paralizadora. Lo importante es «¿cómo actúo?». Los adolescentes —sobre todo masculinos— están preocupados por si son valientes o cobardes. Al explicarles que una cosa es tener miedo —algo que no depende en principio de ellos— y otra actuar cobardemente —que sí depende de ellos— se disipan muchas preocupaciones. Tener miedo es como tener úlcera de estómago. Algo muy molesto, pero sin trascendencia moral. Lo que tengo que hacer es curarme… de ambos trastornos.
Antes de continuar, quiero mencionar un concepto que nos resultará útil para el análisis. Al hablar de identidad me he referido a mi «yo íntimo», a la idea que tengo de mí mismo, a lo que ahora se denomina «autoconcepto». En el fondo de nuestra inteligencia generadora yace esa imagen, que determina muchos de nuestros miedos y de nuestros atrevimientos, y que conviene construir bien. Pero William James, uno de los exploradores más innovadores de la selva psicológica, habló también del «yo social», la idea que los demás me dan de mí mismo. Al final de su vida, don Quijote dice una frase conmovedora: «Yo sé quién soy». No es fácil de decir. Con gran frecuencia, el «yo social», la imagen que los otros devuelven de mí, usurpa gran parte de terreno del «yo íntimo». Esto ocurre en las personas que están pendientes continuamente de la evaluación de los demás. Parecen seres sin interior, víctimas de un vacío íntimo que necesita absorber las atenciones, las miradas, los elogios, el reconocimiento. Se da una dependencia de campo. La mirada ajena es la instancia definitiva. Ajustar la necesidad de contar con el juicio ajeno con la necesidad de prescindir del juicio ajeno es uno de los equilibrios más difíciles de conseguir en la vida social.
LA PRESIÓN DEL «YO SOCIAL» PROVOCA la mayor parte de los miedos adolescentes. Necesitan ser aceptados, temen el rechazo y por eso les da pánico la evaluación. Además, en esa edad se produce un sesgo interpretativo. El o la adolescente se siente siempre centro de atención. Le parece que todo el mundo va a estar pendiente de su comportamiento, de su aspecto. Jean-Paul Sartre, que siempre temió la mirada ajena, escribió una frase contundente: «El infierno son los otros». Lo malo es que, para el adolescente, el paraíso también son los otros.
Muchos animales tienen miedo a los ojos porque son el signo de una vida ajena, de la que no se sabe qué esperar. Por eso, algunas mariposas exhiben en sus alas formas parecidas a ojos, para espantar a los depredadores. En el caso del ser humano, detrás de los ojos hay una subjetividad que juzga y, a partir de esa evaluación, acepta o rechaza, quiere u odia, acoge o ataca. Y cuando una persona necesita angustiosamente esa aceptación, ese reconocimiento, esa corroboración de la propia existencia... esa mirada —que es una sentencia perpetuamente demorada, en el aire— la aterra. Está en juego su propia identidad, que, en este caso, no se construye de dentro afuera, sino de fuera adentro. Lo que parezco es lo que soy. Cada vez que el yo interior se enfeuda a un yo exterior plenipotenciario, aparece la vulnerabilidad a la mirada ajena, que es la que en último término confiere el poder.
ESTA SITUACIÓN DE VULNERABILIDAD provoca tempestades orgánicas. Ante la mirada ajena o ante su anticipación imaginaria pueden aparecer todas las manifestaciones de un ataque de angustia. Y como ocurre tan frecuentemente en este mundo de recursividades inflamables que son los miedos, la posibilidad de que esas manifestaciones orgánicas aparezcan se convierte en un gran combustible que enciende el miedo.
Un ejemplo esplendoroso por su evidencia, por su capacidad de ser visto, es el rubor. El mecanismo fisiológico del rubor está claro. Todas las situaciones de alarma producen una activación del sistema simpático que, entre otros mecanismos para preparar a la huida o a la lucha, producen una redistribución del riego sanguíneo. Hace falta retirarlo de actividades de conservación y dirigirlo a los sistemas de acción. Al muscular, por ejemplo. La circulación periférica aumenta y, en ciertas personas, el mayor riego de los capilares superficiales se manifiesta como rubor. Este fenómeno horroriza a ciertas personas, que se sienten anímicamente desnudas ante la mirada ajena, como si se hubieran vuelto transparentes. La vulnerabilidad de quienes lo sufren es tan conocida que entre los niños —y entre los no tan niños— decirle a alguien «¡Te has puesto colorado!» es un modo de ridiculizarle.
Dos palabras se refieren a este problema. Eritrosis es la facilidad de ruborizarse. Ereutofobia es la angustia obsesiva de enrojecer. En sus Memorias, Tennessee Williams, que para mí es el gran dramaturgo del siglo XX y el que trató más conmovedoramente la vulnerabilidad humana, escribió: «Recuerdo el momento preciso en que comencé a ruborizarme por nada. Creo que sucedió durante una clase de geometría. Una muchacha morena, muy bonita, me miró a los ojos. En ese instante sentí que me ruborizaba. Enrojecí más aún cuando la miré una segunda vez. Dios mío, pensé, ¿y si sucediera esto cada vez que cruce mi mirada con la de otros? En el mismo momento en que imaginé esa visión de pesadilla, se convirtió en realidad. A partir de ese momento y casi sin pausa en los años siguientes. Enrojecía cada vez que los ojos de alguien se cruzaban con los míos».
LA PREOCUPACIÓN POR LA IMAGEN FÍSICA hace estragos entre los adolescentes de ambos sexos. En un estudio hecho con adolescentes barcelonesas, el 70 por ciento estaba descontenta con alguna parte de su cuerpo. En adolescentes masculinos, la proporción era menor. La evaluación es la comparación con un criterio de valores, con una imagen ideal, de la que va a salir la aceptación o el desprecio. Hay personas que se sienten estigmatizadas o incapaces de ser queridas o valoradas, y como la posibilidad de corroborar esa experiencia en la realidad les resulta extremadamente dolorosa, huyen de ella perseverantemente. Voy a servirme de un terrible texto de Kafka, de nuevo una carta a Milena, para describir este sentimiento de vergüenza continua que puede aquejar a una persona. Lo expresa en uno de sus apólogos, que es donde creo que se manifiesta en toda su potencia la capacidad creadora de Kafka:
Es más o menos así: yo, alimaña del bosque, antaño, ya casi no estaba más que en el bosque. Yacía en algún sitio, en una cueva repugnante; repugnante sólo a causa de mi presencia, naturalmente. Entonces te vi, fuera, al aire libre: la cosa más admirable que jamás había contemplado. Lo olvidé todo, me olvidé a mí mismo por completo, me levanté, me aproximé. Estaba, ciertamente, angustiado en esta nueva, pero todavía familiar, libertad. No obstante, me aproximé más, me llegué hasta ti. ¡eras tan buena! Me acurruqué a tus pies, como si tuviera necesidad de hacerlo, puse mi rostro en tu mano. Me sentía tan dichoso, tan ufano, tan libre, tan poderoso, tan en mi casa, siempre así, tan en mi casa...; pero, en el fondo, seguía siendo una pobre alimaña, seguía perteneciendo al bosque, no vivía al aire libre más que por tu gracia, leía, sin saberlo, mi destino en tus ojos. Esto no podía durar. Tú tenías que notar en mí, incluso cuando me acariciabas con tu dulce mano, extrañezas que indicaban el bosque, mi origen y mi semblante real. No me quedaba más remedio que volver a la oscuridad, no podía soportar el sol, andaba extraviado, realmente, como una alimaña que ha perdido el camino. Comencé a correr como podía, y siempre me acompañaba este pensamiento: «¡Si pudiera llevármela conmigo!», y este otro: «¿Hay acaso tinieblas donde está ella?». ¿Me preguntas cómo vivo? Así es como vivo.
Didier Pleux ha estudiado el sentimiento de autodevaluación de niños y adolescentes. No aciertan a distinguir entre una mala nota y un carácter malo. Aceptan una serie de creencias patógenas, como las que nos ha explicado Aaron Beck.
1. Piensan en términos de todo-nada o de siempre-nunca: «Soy un desastre», «Todos me tienen manía», «Nunca me querrán», «Siempre se burlarán de mí».
2. Sobregeneralizan. De un caso particular pasan a una afirmación universal. Si alguien les ha tratado mal, sacan la consecuencia de que todos se portarán igual.
3. Mantienen un filtro mental negativo, que sólo les permite recordar lo malo. Esta es una frecuente trampa de nuestra memoria. Sólo recuerda los sucesos que se corresponden con el estado emocional en que me encuentro. Si estoy deprimido, sólo evocará situaciones deprimentes. Si me siento fracasado, la memoria me presentará un minucioso menú de todos mis anteriores fracasos.
4. Descalifican cualquier experiencia buena.
5. Apelan a la telepatía, que les hace creer que saben lo que los demás piensan de ellos: «Estoy seguro de que todos mis compañeros se ríen de mí», «Vanessa llegó hoy tarde a clase porque no quería encontrarse conmigo antes de entrar».
6. Predicciones catastrofistas: «Seguro que tropiezo al entrar», «Me ruborizaré en cuanto le vea».
Ahora ya sabemos que lo importante es desmontar esas falsas creencias, criticándolas, desautorizándolas, elaborando lo que se llama «reestructuración cognitiva». También conviene apelar a la experiencia, para que el adolescente se convenza de que algunos de sus prejuicios están infundados. Y, sobre todo, y esto es lo más importante porque sirve para todos los miedos que proceden de las relaciones sociales, en esta edad o en cualquiera, reducir la servidumbre respecto a la opinión de los demás. No necesitamos de su beneplácito, no tengo la obligación de contentar a todo el mundo, he de afirmarme frente a los demás y tratarles con justicia pero sin sumisión.
DESPUÉS DE LO DICHO, RESULTA EXPLICABLE que la adolescencia sea un período crítico para la aparición de la fobia social, siendo la edad principal de aparición entre los quince y los veinte años. Sin embargo, no hay que olvidar que una tercera parte de los casos se habían iniciado antes de los diez años. La persona tímida tiene miedo de ser evaluada y elude la evaluación. Incluso con gesto propio de la vergüenza —bajar la cabeza— pretende liberarse de la mirada del otro. El problema se agrava porque estas personas perciben con gran agudeza toda la información negativa y desatienden la positiva:
Me llamo Juan y tengo veinticuatro años. Desde que era pequeño siempre he estado pendiente de las opiniones de los demás, sintiendo una profunda vergüenza de mí mismo.
El otro día tenía que exponer un tema en clase y no podía pensar en otra cosa: tenía escalofríos, sudores, opresión en el pecho. Tuve que tomarme un par de cervezas, lo que no hizo más que empeorar las cosas. […] No recuerdo haber tenido un día sin miedo.
(José Olivares et al., Fobia social en la infancia.)
Las personas con fobia social generalizada informaban de (1) una mayor preocupación de los padres acerca de la opinión de los demás, (2) un mayor aislamiento, y (3) menor sociabilidad familiar.
En el tratamiento de estos problemas tenemos que utilizar las herramientas que ya conocemos:
— Entrenamiento en habilidades sociales.
— Entrenamiento en relajación.
— Exposición o desensibilización.
— Tratamientos cognitivos conductuales: reestructuración cognitiva, terapia racional emotiva, autoinstrucciones.
Una de las consecuencias más peligrosas de la timidez o de las fobias sociales es que privan al adolescente de uno de los más eficaces recursos contra el miedo: la amistad. Es difícil que un adolescente hable de sus problemas emocionales con sus padres o sus profesores. En cambio, lo hace con facilidad con sus amigos, y este trato con los iguales es una fuente de aprendizaje caudalosa y fantástica. El adolescente aislado es presa fácil de muchos miedos.
ÚLTIMAMENTE ESTAMOS VIENDO MUCHOS casos de acoso escolar. Una situación que revela el insidioso mecanismo del miedo. Su infalibilidad. El esquema se repite en muchos casos. Un grupo de compañeros someten a otro a burlas, humillaciones, golpes o amenazas. La víctima tiene miedo, como es lógico. No sabe, además, qué hacer. No se atreve a enfrentarse con ellos. No se atreve a decírselo a los profesores. No se atreve tampoco a decírselo a sus padres porque, erosionando los escasos recursos que tenía la víctima, ha aparecido la vergüenza. Siente que tendría que saber resolver ese problema. Se siente impotente cuando todo el mundo parece esperar que sea fuerte. Los verdugos son sus compañeros, gente de su misma edad, que no se atreverían a comportarse así con otros chicos. Por lo tanto, si lo hacen con él es porque no es capaz de defenderse, porque es un débil. La culpa, pues, es suya. Hasta tal punto la víctima se siente sola que el programa contra el bullying del Departamento para la Educación y Empleo del Reino Unido se llama Bullying: don’t suffer in silence. La característica más importante de los acosadores —dicen Sullivan, Cleary y Sullivan— es que saben cómo deben utilizar el poder. Olweus comprobó que hay un número desproporcionado de niños, clasificados como «víctimas» por sus maestros, que observan conductas sociales de aislamiento, evitación, ansiedad e inhibición. La relación con los compañeros va a tener influencia duradera. Según Gilmartin, un 88 por ciento de los hombres tímidos —frente a ningún hombre no tímido— recordaba que en el curso de su infancia y adolescencia había sido objeto de actos de amedrentamiento por parte de sus compañeros. La preocupación absorbe la atención entera de la víctima, que no puede pensar en otra cosa. Se despierta por la noche intentando imaginar una solución, pero las que se le ocurren son disparatadas. Se refugia en ensoñaciones. Esperará a uno de ellos en una esquina y le golpeará con un bate de béisbol, como en las películas. Ha comenzado la acción corruptora del miedo. En Estados Unidos ha habido algún caso en que la víctima ha disparado contra sus acosadores. El acosado se siente agradecido cada vez que el acosador le da una tregua. Surge la gratitud de la víctima, que acaba considerando como un premio la ausencia de castigo. Esta es la gran corrupción. Los resultados escolares del acosado se resienten, teme ir a la escuela, finge toda suerte de enfermedades. Todo esto resulta un premio para los culpables, para los acosadores, que ven reforzado su comportamiento por el éxito obtenido. Ellos son los fuertes. A nadie se le oculta que la víctima, se llame Jokin, Manuel o Ana, se encuentra en una situación trágica. ¿Qué haría usted en su caso?
Se ha escrito mucho sobre la agresividad y cómo controlarla, pero en este libro me interesa hablar de las víctimas. ¿Qué puede hacer la persona víctima? Hay víctimas que se culpabilizan de la situación. Piensan que deberían ser capaces de defenderse. Sienten el miedo como un fallo personal, lo que disminuye más aún la seguridad en sí mismas, y hace más difícil la salida. La mejor solución es buscar apoyo. Es muy difícil que solos puedan salir indemnes de esa situación. Solo ante el peligro es un bonito título para una película, pero en muchos casos es una situación destructiva. Debemos hablar a los adolescentes de que buscar ayuda es el comportamiento más sensato cuando alguien tiene que enfrentarse a un problema que le supera. Eso le permitirá aprender buenas estrategias de afrontamiento, apaciguar los esquemas del miedo y comenzar el entrenamiento de la valentía.
Después de este largo recorrido, me atrevo a darles unos cuantos consejos contra el miedo, escritos en primera persona:
1. Tengo que distinguir los miedos amigos de los miedos enemigos.
2. Yo no soy mi miedo. Una de las artimañas más insidiosas del miedo para debilitar nuestra fuerza es hacer que nos identifiquemos con ellos y nos sintamos avergonzados. Eso nos condena al silencio, al secretismo, nos impide buscar ayuda.
3. Debo declarar la guerra a los miedos enemigos, que han invadido mi territorio íntimo. Los miedos no se van a ir por decreto. Se volverán cada vez más fuertes, porque su táctica suele ser una táctica de desgaste. El gran aliado de los miedos es la pasividad, y sus mil disfraces: la resignación, la impotencia, la desesperanza, la huida, los falsos alivios, la procrastinación, es decir, el dejar el enfrentamiento para el día siguiente.
4. Conoceré a mi enemigo y sus aliados. El miedo es un fenómeno transaccional, que surge de la interacción de un factor subjetivo —yo— y de un factor objetivo —mi circunstancia—. El enemigo está, por lo tanto, fuera y dentro de mí. Los grandes expertos insisten en la conveniencia de llevar un registro diario de los miedos, las respuestas a los miedos, las situaciones que los desencadenan. Una persona con ataques de pánico debe aprender a conocer los síntomas, la espiral del pánico, para desactivarla.
5. No colaboraré con el enemigo. El miedo es corruptor e invasivo, como un cáncer. No debo confraternizar con él, es mi enemigo. Cualquier procedimiento de evitación me alivia momentáneamente, pero consolida la invasión. Algo que tengo que evitar es que la voz de mi enemigo suplante mi propia voz.
6. Me fortaleceré. Puesto que se trata de un combate, me entrenaré, como hacen los samuráis: afilaré la espada de mi mente. (1) Cuidaré mi organismo. El ejercicio físico es un medio de activarlo y un gran antídoto contra la ansiedad y también contra la depresión. Cambia las respuestas neuroendocrinas (André). Fomenta una cierta dureza, una mayor tolerancia a los mensajes desagradables del cuerpo. No olvide que una de las características de las personas angustiadas es prestar demasiada atención a las sensaciones corporales e interpretar catastróficamente cualquier malestar. El ejercicio físico y el deporte provocan una relación distinta con el propio cuerpo, con el cansancio por ejemplo. Por desgracia, las personas con tendencia a la angustia suelen eludir el ejercicio físico. (2) Revisaré mis creencias para ver si son patógenas. (3) Aprenderé habilidades sociales y a disfrutar de las cosas buenas.
7. Debilitaré al enemigo mediante la desensibilización o el cambio de creencias.
8. Pensaré que sufrir una derrota no es estar derrotado.
9. Buscaré buenos aliados, mis amigos, los expertos, modelos de acción, ambientes estimulantes, valores poderosos.
10. Me comprometeré con valores poderosos. El sentido del deber es una gran guía para sacarnos de situaciones confusas.
THE COURAGE FACTORY
Ya he hablado en varios capítulos de uno de los contratados que tienen su despacho en este piso: Richard Brooks, con cuyo libro, Raising Resilient Children, converso.
RB. Lo que la mayoría de los padres quieren para sus hijos es la felicidad, el éxito escolar, la satisfacción con sus vidas y una sólida amistad. La realización de esas metas requiere que nuestros niños tengan la íntima capacidad para enfrentarse competente y exitosamente, día tras día, con los retos y demandas que encuentren. A esa capacidad para actuar y sentirse competente la llamamos resiliencia. Todos sabemos lo importante que es, pero hasta hace muy poco tiempo nadie nos dijo cómo hacerlo.
JAM. Pero la resiliencia se ha aplicado a situaciones muy estresantes.
RB. No, ahora sabemos que hay que aplicarla a todos los niños. Creemos que el concepto de resiliencia define un proceso de parenting. Los padres tienen una importancia excepcional; por eso hemos estudiado los aspectos que pueden favorecer la resiliencia de sus hijos: (1) Ser empáticos. (2) Comunicarse con eficiencia y escuchar activamente. (3) Cambiar los «guiones negativos». (4) Querer a nuestros niños de manera que se sientan apreciados y especiales. (5) Aceptar a nuestros niños como son y ayudarles a mantener expectativas y metas realistas. (6) Ayudar al niño para que tenga una experiencia de éxito, identificando y reforzando sus «islas de competencia». (7) Ayudar al niño para que reconozca que los errores son experiencias de las que se puede aprender. (8) Desarrollar la responsabilidad, la compasión y la conciencia social proporcionando al niño oportunidades para participar. (8) Enseñar a nuestros niños a resolver problemas y tomar decisiones. (9) Establecer una disciplina que promueva la autodisciplina y la autoestima (self-worth).
JAM. Explíqueme esto último.
RB. En nuestra clínica y en nuestros seminarios, los padres preguntan frecuentemente sobre disciplina. Para fomentar la resiliencia en los niños, la disciplina es uno de los factores más importantes, entendiéndola como un proceso educativo. Hay que hacerlo bien, porque la disciplina puede fomentar la autoestima, el autocontrol, la resiliencia, o todo lo contrario. Una de las metas de la disciplina es crear un entorno seguro, pero otro es fortalecer el autocontrol y la autodisciplina en el niño, lo que implica que sea dueño de su propia conducta.
JAM. ¿Cómo se puede enseñar?
RB. Con la disciplina pretendemos enseñar dos cosas. Casi todos identificamos la primera: que los adultos proporcionen un entorno seguro donde los niños aprendan las reglas, los límites y las consecuencias. Pero la segunda suele reconocerse menos: fomentar la autodisciplina o el autocontrol en el niño. Goleman considera la autodisciplina como una de las claves de la inteligencia emocional.
Principios de una disciplina para educar a un niño resiliente.
1. La principal meta de la disciplina es promover la autodisciplina y el autocontrol.
2. Prevención, prevención, prevención. Es mejor ser proactivo que reactivo.
3. Trabajar como un equipo parental, coherentemente.
4. Ser consistente, no rígido.
5. Proporcionar un modelo sereno y racional.
6. Seleccionar las batallas cuidadosamente. Como Ross Greene ha señalado en The Explosive Child, los padres deben dedicar más energía a las conductas que entrañen riesgos. Ocuparse de las conductas menos importantes sólo conduce a aumentar el estrés.
7. Apoyarse, siempre que sea posible, en las consecuencias lógicas, más que en medidas punitivas y arbitrarias.
8. Conocer las capacidades del niño, y no castigarlo por expectativas no realistas.
9. Recordar que el feedback positivo y los ánimos son frecuentemente las más poderosas formas de disciplina.
En la UP nos gusta conocer experiencias ajenas para ver si las podemos copiar. Por ello voy a darles a conocer algunas iniciativas muy interesantes. Una es la Tinkering School, fundada por Gever Tulley, un experto en computación que se pasó al mundo educativo. Ha escrito un libro con un curioso título: Cincuenta cosas peligrosas que debería dejar que su niño hiciera. Su idea es que estamos protegiendo desmesuradamente a los niños, impidiéndoles que aprendan de la realidad. Los niños de cualquier pueblo se suben a los árboles, se tiran a las charcas, cazan lagartijas o murciélagos, andan entre los animales, ordeñan a las vacas y trastean con las herramientas. En la Tinkering School se fomenta la intrepidez de los niños, se les anima a hacer cosas. Aprenden a ser competentes. «Mido la competencia por la manera en que nos aproximamos a un problema difícil en la vida real —nos cuenta Tulley—. Una persona competente examinará el contexto del problema, buscará herramientas y materiales, y tanteará posibles soluciones, haciendo pequeñas pruebas y evaluándolas, hasta que dé con la solución. ¿Cómo vamos a enseñar a los niños a distinguir entre las cosas peligrosas y las seguras si no les permitimos nunca que tomen algún riesgo?» Entre esas cincuenta cosas que deben hacer está subirse a un árbol, dormir en descampado, tocar con la lengua una batería de nueve voltios para sentir la electricidad, hacer un espectáculo en la calle. Pueden oírselo explicar en el video que referenciamos en la web de este libro.
La segunda iniciativa es el Proyecto Jirafa, fundado por Anne Medlock, una escritora estadounidense que quería honrar y difundir la labor de muchas personas anónimas que ayudan a alguien o desean cambiar algo, y lo hacen por sí mismas y dan ejemplo de superación. Se dedicó a recopilar las historias de estas «jirafas» (gente que estira el cuello por el bien común), y después realizó materiales escolares para transmitir esos valores en la escuela, desde la guardería hasta el instituto. Se usa para enseñar valor y ciudadanía a través de historias de individuos valientes. El programa tiene tres pasos: escuchar la historia, contar la historia y convertirse en la historia seleccionando un problema local y emprendiendo acciones para resolverlo. Les transcribo algunos ejemplos:
1. KID EARTH: un niño de doce años lucha contra el calentamiento global. Dice que no es suficientemente mayor como para acabar con él, pero sí que puede hacer que otros le escuchen y concienciar a mucha gente. Este niño afirma que «podemos salvar la Tierra si la gente de todas las edades y de todo el mundo trabaja junta». Escribió una canción y pide a niños de todos los continentes que la canten con él. En YouTube hay videos de niños de Guatemala, Etiopía, Francia, Venezuela, Botswana, Rusia… (http://www.kidearth. us/Site/KidEarth.html).
2. JAMES ALE: un coche atropelló a un amigo suyo cuando tenían ocho años. James inició una campaña de presión en su ayuntamiento para que hiciesen un parque donde los niños pudiesen jugar con seguridad, y lo logró. Trabajó durante un verano, cuarenta horas a la semana, realizando llamadas y enviando cartas a autoridades locales, la mayoría de las cuales eran totalmente ignoradas. Hasta que se presentó en la oficina del alcalde con un maletín y una carta mecanografiada y firmada: James Ale for Children of Davie (Davie es la ciudad de Florida donde vivía). Por fin sus esfuerzos dieron resultado y se abrió un parque nuevo. El alcalde dijo que ese niño puede enseñar a un montón de adultos cómo presionar a sus gobiernos locales (http://www.giraffe.org/ option,com_sobi2/sobi2Task,sobi2Details/sobi2Id,23/ Itemid,91/).
3. ELLEN BIGGER, otra niña de Florida que inició una campaña de «Hogar libre de drogas». Ella era una girl scout de once años cuando su jefa de patrulla fue asesinada por un drogadicto. Entonces lanzó una campaña de concienciación, tuvo que aguantar críticas, burlas de sus compañeros, se gastó todo el dinero que ganaba como canguro, aceptó todo tipo de trabajillos para pagar su campaña… Repartió más de 40.000 panfletos, compromisos que tenían que firmar todos los miembros de las familias, y luego colocar un decálogo escrito por ella. También hizo camisetas, envió emails… Acabó fundando su propia ONG, Youth Wish, para ayudar a niños como ella a sacar adelante sus proyectos sociales. Ha recibido por ello algunos premios; como girl scout destacada compartió podio con Barbara Bush y fue seleccionada por Giraffe Project para representar a los jóvenes líderes de América (http:// www.giraffe.org/option,com_sobi2/sobi2Task,sobi2Details/ catid,0/sobi2Id,1191/Itemid,91/).
En Reino Unido. El proyecto Anna Frank Trust: Moral Courage, who´s got it? consiste en pedir a los niños que piensen qué harían por los demás si fuesen primer ministro por un día (acciones altruistas, generosas, sociales, etc.); el elegido se reunirá con el primer ministro. Para difundirlo hicieron un video en que todos los niños llevan caretas de David Cameron (http://www.youtube.com/watch?v=XaCwQaYXnnU).
En Israel existe el Instituto del Valor, que tiene una red de afiliados por todo el mundo que abogan por el valor de la valentía en el puesto de trabajo. El Instituto proclama: «El valor no es lo que sabes. Se refleja en lo que haces y en lo que consigues». El fundador del Instituto, Merom Klein, explica que la alta eficacia de la mano de obra muestra constantemente cinco habilidades clave que permiten a los equipos afrontar nuevos desafíos y resolver problemas a los que nunca antes se habían enfrentado. Los equipos con estos valores se ganan el respeto mediante:
1. Franqueza y honestidad para decir y escuchar la verdad.
2. Resolución para perseguir metas elevadas, nobles y atrevidas.
3. Voluntad para inspirar fe, espíritu y optimismo.
4. Rigor para inventar nuevo conocimiento y mantenerlo firme.
5. Riesgo para empoderar, comprometerse y apostar por las relaciones.
La valentía ha estado siempre muy ligada al deporte. La Escuela Australiana de Defensa Propia afirma que las artes marciales «construyen carácter, aumentan la autodisciplina y enseñan valor al enfrentar obstáculos y adversidades». También la natación, de acuerdo con la Asociación Americana de Entrenadores de Natación. Los nadadores tienen la oportunidad de probar su valor (y triunfar o fallar respecto a eso) en la práctica. El valor es un «rasgo que se desarrolla, y la natación lo desarrolla muy bien».
Un entrenador de fútbol infantil preguntaba a sus niños (todos menores de doce), al principio de cada temporada, qué era para ellos el valor. La principal respuesta era: «no tener miedo». Él les corregía: «Valor es hacer tu trabajo aunque estés asustado. Tener miedo está bien. No hacer tu trabajo, no».