El coraje no es una virtud, sino una cualidad común al loco furioso y a los grandes hombres.
VOLTAIRE
CUANDO HACE YA MUCHOS AÑOS COMENCÉ a decir que una teoría completa de la inteligencia debía comenzar en la neurología y terminar en la ética, muchos psicólogos académicos alzaron la ceja con cierto desdén. Y cuando apreté las tuercas y dije que la máxima demostración de la inteligencia es la bondad, dieron el caso por zanjado. Yo no sabía lo que decía porque el comportamiento ético no tiene nada que ver con la inteligencia. El malvado puede ser muy inteligente; incluso la maldad tiene más prestigio intelectual que la bondad. La idea de inteligencia afortunadamente ha cambiado. Ya no es sólo un mecanismo cognitivo, sino que consideramos que es un mecanismo ejecutivo, encargado de resolver los problemas de la acción. El recorrido que hemos hecho por el intenso campo del miedo y la valentía ha confirmado mi viejo punto de vista. El miedo es una emoción que compartimos con los animales, pero la valentía es el modo humano de afrontarlo. Lo que sirve para distinguir la valentía del hombre virtuoso de la valentía del loco es el proyecto que se empeña en realizar. Por eso está relacionada con la creatividad. Baltasar Gracián decía que Velázquez pintaba a lo valiente, arrojándose al lienzo con intrepidez. La ética es el Gran Proyecto Humano, el que aspira a sacarnos de la selva, a convertirnos en una especie dotada de dignidad. La altura, anchura, profundidad y complejidad de este proyecto exige el máximo nivel de inteligencia. En el alba de las culturas, «bueno» era lo que hacía el valiente. Ahora, es valiente quien hace lo bueno. Ha sido un progreso. Someter la valentía del guerrero al criterio del bien, es decir, moralizar el coraje, no es ocurrencia sólo de Occidente. La moral del samurái japonés es muy parecida. El samurái es un guerrero que respeta el código bushido. Bushido significa «la forma de ser del guerrero», y samurái, «el que sirve». En Bushido: el alma del Japón, Inazo Nitobe dice que para un samurái «el valor apenas merecía contar entre las virtudes, a menos que fuera ejercitado por una causa justa, para hacer lo correcto». Para conseguirlo, el valiente debe tener las virtudes supremas: amor, magnanimidad, solidaridad, compasión. Todavía en el Rescripto para soldados y marinos, promulgado en 1882, se explica que la virtud del soldado ha de ser el valor, pero que la verdadera valentía nada tiene que ver con «los bárbaros actos sangrientos» y se define como «no despreciar nunca a un inferior ni temer a un superior». Los que aprecian el verdadero valor deben, en sus relaciones diarias, poner en primer lugar la afabilidad e intentar ganar el amor y la estimación de los demás. Curiosas recomendaciones para una ordenanza militar.
La justicia culmina el dinamismo moral, pero la valentía lo abre porque es la libertad haciéndose a sí misma. Es el proceso mismo de liberación de las presiones del deseo, de la tiranía política, de la dependencia de los demás, de la seducción de la decadencia, del poder del miedo. Es la energía del despegue, un ejemplo más de lo que he llamado el «bucle prodigioso» de la inteligencia. Un ser naturalmente cobarde es capaz de proyectarse como ser valiente y conseguirlo. Nos permite separarnos de la zona de confort animal para lanzarnos hacia metas nobles y arduas. Y este descomunal esfuerzo exige un tenaz entrenamiento.
No soy el único en admirar la valentía como el inicio del vuelo humano. Vladimir Jankélévicht escribe: «Yendo contracorriente de los instintos y reflejos perniciosos, que nos pierden queriendo salvarnos, el coraje nos proporciona una sobrenaturaleza, una naturaleza contranatural, corrige nuestra teleología natural, impidiendo que la bestia perezosa recule». Paul Tillich —uno de los grandes teólogos del siglo XX— juzgaba tan misterioso el acto de valor, su capacidad de superar la limitación humana, que lo consideró nada menos que una participación de la divinidad. Acabó fundando en la valentía una peculiar demostración práctica de la existencia de Dios: «No hay ningún argumento válido para demostrar la existencia de Dios, pero hay actos de valor en que afirmamos el poder del ser —Dios— lo sepamos o no». No lo cito porque su argumento me parezca concluyente, sino porque su afirmación del carácter extraordinario de la valentía me parece muy poderosa.
A partir de esa valentía premoral puede alcanzarse la valentía moral, que consiste en soportar el esfuerzo, el riesgo, la evaluación negativa, en mantener las propias convicciones frente a la oposición o el rechazo, en oponerse al poder cuando se considera que no es justo. Cuando vemos una situación injusta, la corrupción rampante o la crueldad consentida, surge implacable una pregunta: ¿Nadie tuvo la valentía de oponerse?
¿Cómo puede fomentarse el coraje moral? Por muchas vueltas que demos, acabaremos recalando en el sentido del deber. En todas las culturas se intenta inculcar a las personas un automatismo moral: hay que cumplir las obligaciones. La expresión «el deber por el deber» significa que en muchas ocasiones no hay que esperar sentirse motivado por la obligación. Muy frecuentemente consideramos sólo como «deber» aquello que nos resulta costoso. Por eso se intenta suplantar la debilidad de la motivación con la fortaleza del automatismo. Esto se ve con claridad en el entrenamiento de aquellas personas que tienen que arriesgar su vida —por ejemplo, soldados en combate o bomberos—. «La disciplina mitiga los efectos del miedo», explican H. Ozkaptan y colaboradores en el libro Conquering fear: Development of Courage in Soldiers and Other High-Risk Occupations (www.lulu.com/ebsi). Combatientes en Irak confesaban que durante las situaciones peligrosas actuaban «con el piloto automático», es decir, dejándose llevar por los automatismos aprendidos durante el entrenamiento. Las consignas aprendidas profundamente —como «Nunca se abandona a un compañero»— exigen y confortan, porque dan seguridad a cada individuo. Esto es un ejemplo de educación de la inteligencia generadora. Eso explica que cuando vemos actuar a profesionales del riesgo —como artificieros, bomberos, equipos de salvamento, soldados en combate— nos parece que su comportamiento es valeroso. Sin embargo, cuando se les pregunta, suelen contestar: «Sólo he hecho mi trabajo» o «Hice lo que cualquiera hubiera hecho». Lo que están expresando es que durante su etapa de entrenamiento han interiorizado un «rol» profesional en el que está incluido el comportarse así.
Este automatismo del deber plantea, sin duda, un problema. Durante el juicio a que fue sometido, el criminal nazi Adolf Eichmann se defendió diciendo que había sido educado en el cumplimiento del deber y que se había limitado a obedecer órdenes. Cyrulnick habla de un batallón de reserva de la policía alemana, durante el régimen nazi, que recibió la orden de asesinar a niños judíos y gitanos en Polonia. La mayoría ejecutó la orden. Menos de un 20 por ciento de esos gendarmes —que antes eran obreros, pequeños empresarios, empleados de banco— se negaron a matar niños. Los demás se sintieron orgullosos de cumplir con su deber. Resulta terrible ver como la educación nazi fomentó en sus niños y adolescentes un heroísmo equivocado. Estuvieron dispuestos a morir por el Führer, por Alemania, por el Reich de los mil años. Para evitar los posibles desastres producidos por el automatismo del deber, estos deben ser sometidos a un cuidadoso examen crítico. No todo lo que se me exige como obligación lo es realmente. La valentía moral tiene que ir acompañada de la valentía que reclamaba Sócrates: la capacidad crítica, el coraje para no dejarse arrastrar, para ir contracorriente si es necesario.
Este es un libro sobre educación. La conclusión me parece clara: debemos fomentar en nuestros alumhijos la valentía moral. No se trata de impulsarles a gestas heroicas, sino a un humilde heroísmo cotidiano que todos necesitamos para elegir bien nuestras metas y realizarlas, es decir, para desplegar nuestro talento. Recuerdo que de adolescente me conmovió hasta la médula un texto de Miguel de Unamuno en Vida de don Quijote y Sancho. Animaba a llamar mentiroso al mentiroso y ladrón al ladrón, y añadía:
¿Es que con eso —me dice uno—, es que con eso se borra la mentira, ni el ladrocinio, ni la tontería del mundo? ¿Quién ha dicho que no? La más miserable de todas las miserias, la más repugnante y apestosa argucia de la cobardía es esa de decir que nada se adelanta con denunciar a un ladrón porque otros seguirán robando, que nada se adelanta con decirle a la cara majadero al majadero porque no por eso la majadería disminuirá en el mundo. Sí, hay que repetirlo una y mil veces: con que una vez, una sola vez, acabases del todo y para siempre con un solo embustero, habríase acabado el embuste de una vez para siempre.
Sylvia Oswald, que dirige cursos sobre la valentía moral, señala que aunque esta puede llegar al heroísmo, lo que le interesa es fomentar los «pequeños actos de valor», como «llame a la policía», «informe a otras personas de lo que está sucediendo», «únase con otros para promover causas justas». El refugio en el individualismo puede ser cruel. En EE.UU. causó una gran conmoción el caso de Kitty Genovese. Una mujer fue atacada y apuñalada hasta la muerte ante al menos doce testigos que ni siquiera llamaron a la policía. Una sociedad justa es la que no necesita el heroísmo trágico de nadie, pero siempre necesitará los pequeños heroísmos colectivos. Por ello, siempre se ha elogiado el valor cívico, que implica estar dispuesto a formar parte de una sociedad valiente.
De la misma manera que podemos hablar de «inteligencia individual» y de «inteligencia compartida», también podemos hablar de «valentía individual» y de «valentía compartida». Ya hemos visto que el grupo actúa como catalizador del valor o de la cobardía. Podemos verlo también en la escuela. Cuando estudiamos los casos de acoso escolar, se distinguen con claridad los tres principales actores: el agresor, la víctima y los espectadores pasivos. Una pequeña acción de estos habría servido para impedir la agresión. Eso hubiera sido un magnífico ejemplo de heroísmo cotidiano, para el que debemos educar.
Comencé el libro con una declaración de guerra contra el miedo. No es tarea fácil. Es una batalla en la que estamos todos íntimamente comprometidos y en la que todos, inevitablemente, necesitamos ayuda.