EL KALÁSHNIKOV SEGUÍA en su sitio, en un saco impermeable debajo de un montón de jarapas viejas. Lo desmontó, engrasó todas las piezas y lo volvió a montar. Podría haberlo hecho con los ojos cerrados. Es más, lo había hecho con los ojos vendados. Pero de eso hacía cuarenta años.
Debía comprobar que funcionaba, y se preguntó a qué distancia quedaría la casa más cercana. Estimaba que a unos kilómetros. Incluso si alguien pasara por allí justo en ese momento, nadie se pondría a investigar ruido de disparos tan lejos en Ekerö, puesto que allí había mucha caza ilegal con el consentimiento tácito de los habitantes.
Preparó el arma y lanzó tres disparos seguidos, aunque no con el fuego automático, ya que no quería arriesgarse a atraer a testigos curiosos.
El viejo Kaláshnikov funcionaba a la perfección. Por algo era el arma automática más usada del mundo.
El granero olía a pólvora y el olor la transportó al pasado. Volvió a sentir el calor, la arena en los ojos y los poderosos vientos, cálidos y amedrentadores a un tiempo. Oyó que gritaban órdenes en una lengua extranjera, una lengua de la que ya solo comprendía fragmentos.
De forma automática le puso el seguro al arma, la dejó con la culata contra el suelo y se puso en firmes, todo en tres movimientos.
Se le había quedado grabado.
La cuestión era si se le había quedado grabado todo o solo lo necesario para que se aventurara en aquella misión creyendo que estaba preparada, lo necesario para darse cuenta por el camino de que no daría la talla. Que lo había olvidado. Que no sería capaz.
Que era demasiado vieja.
Dudosa sobre sus propias capacidades, aunque al menos satisfecha con los disparos de prueba, envolvió otra vez el arma en la bolsa y la dejó en el maletero del coche, junto a las cajas de cartuchos. Sacó el teléfono que se había comprado hacía diez años, una medida de seguridad con la que se sintió un poco ridícula; ya entonces el viejo mundo le parecía cada vez más distante, prácticamente irreal. Hoy se alegraba de la compra. Usar su propio teléfono móvil quedaba completamente descartado, y así no tendría que pedalear hasta alguna finca de los alrededores para llamar. Una mujer mayor tocando a la puerta en medio del campo habría resultado raro, incluso aunque se hubiera inventado una historia sobre que había ido al bosque y había perdido el móvil. Seguro que le habría costado hablar tranquila, y bajo ningún concepto quería tener oyentes en su próxima llamada.
Un Ericsson de diez años sin funciones inteligentes era justo lo que necesitaba. Una batería duradera, mucho tiempo de conversación. Cargarlo un par de veces al mes se había convertido en un ritual, como una manera de invocar el pasado o de conjurarlo, no sabía bien qué. En todo caso, era una oportunidad para, aunque solo fuera durante unos segundos, echar la vista atrás en su vida y su cometido. Para recordar quién había sido.
Ahora que la misión se había hecho realidad de repente, todos esos años de espera se habían borrado y había olvidado esa otra vida. Era como viajar a Narnia a través del armario del profesor Kirke, o como despertarse después de un sueño en el que has vivido toda una eternidad y darte cuenta de que solo han transcurrido unos minutos.
Excepto el cuerpo, claro.
El dichoso cuerpo. El muy desleal. El muy traidor.
De joven no podía imaginarse lo que sería decaer. De mayor no podía pensar en otra cosa. Los michelines, las estrías y los pechos caídos. Su cuerpo, su arma más efectiva, ahora era una carga. Como presentarse en un baile con una armadura.
En cuanto a su misión, siempre le había encontrado utilidad a la cosificación de las mujeres y había podido utilizar su poder de atracción para conseguir que los hombres hicieran lo que ella quería. Como un aikido sexual: usando la fuerza del agresor contra sí mismo. Veía el cuerpo como un instrumento; a costa de que se había mantenido distanciada de él, no lo había vivido como propio. Pero ahora no podía evitar añorar ese cuerpo deseable, para poder utilizarlo como quería.
Cuatro tonos de llamada, después él descolgó.
—¿Sí?
—Geiger está muerto.
Una pausa breve, demasiado corta como para que cualquier otra persona se hubiera percatado, pero que a ella le decía todo lo que necesitaba saber. Una sola pausa de medio segundo antes de que el otro respondiera había desvelado su jugada. Ni un segundo ni dos. Medio.
—No sé de quién me hablas. Debes de haberte equivocado.
Y con esa contestación decidió su suerte. Seguía preparado, fiel a las viejas lealtades. La red continuaba muy activa, tal y como Agneta se temía. Ahora no le quedaba más remedio.
—Escúchame —se apresuró a decir antes de que él colgara—. Tienes que colaborar si quieres sobrevivir. Estamos en la misma situación. Geiger ha muerto. Sé quién lo ha hecho y van a continuar. Mantente escondido, no abras la puerta, no descuelgues el teléfono. Llegaré a tu casa dentro de ocho horas. Te mando un mensaje desde este número cuando esté en la puerta.
Después colgó.
Estaba segura de que aquello funcionaría. No se les podía hacer creer que tenían ninguna otra opción, eso lo había aprendido bien. Y dado que había puesto en práctica aquel procedimiento en tantas ocasiones, sabía que casi siempre daba resultado. Las veces que no era así tocaba improvisar en el momento. Ahora sabía al menos que él seguía siéndoles leal. Tenía que actuar.
Contaba con ocho horas, después debía aparecer sin falta ante su puerta. Se comió las últimas galletas, orinó en una esquina del granero y lo cubrió con paja vieja. Por suerte siempre llevaba pañuelos de papel en el bolsillo. Ya que estaba atrapada en el granero hasta que el coche se cargara, prefería no hacer acto de presencia fuera de allí a no ser que fuera totalmente necesario.
Los disparos de prueba ya habían sido un gesto arriesgado de por sí. Había mucha más gente que merodeaba por los bosques de lo que se creía, y sabía que en numerosas ocasiones eran los ciudadanos que pasaban por allí de casualidad los que alertaban a la policía. Pero ella había decidido asumir el riesgo.
Quedaban algo más de siete horas para que se cargara la batería, si es que el manual de instrucciones no estaba mal. Mejor reponer fuerzas. Dudaba entre el coche y la paja, y al final se decidió por el coche. Echó hacia delante el asiento trasero y se tumbó en el maletero con el abrigo a modo de manta y el AK-47 como compañero de lecho. Aún le dolían las piernas. Tendría que tomar analgésicos antes de partir, de lo contrario no sería capaz de andar.
Pero eso sería más tarde. Ahora estaba en el presente.
El cansancio la inundó, suave y reconfortante como las olas cálidas de una playa blanca del Caribe. Si hubiera nacido unas décadas más tarde, habría podido pensar que regresar de golpe a una vida que creía terminada sería una fuente interminable de estrés. Una vida que se adecuaba a una versión de sí misma cuarenta años más joven. Además, había matado de un disparo a su marido después de casi medio siglo, lo que sin duda es una decisión de cierta envergadura. Pero ella no pensaba así.
Tenía una misión. Toda su vida había sido una preparación prolongada para aquel día.
Y ahora ese día había llegado.
Al cabo de dos minutos estaba roncando, profundamente dormida.