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SARA SALIÓ DE la estación de metro junto a la plaza Mälartorget, recorrió las calles del casco antiguo de Estocolmo y llegó a la plaza Kornhamnstorg. Iba evitando los callejones estrechos. Nunca le habían gustado, algo un tanto raro viniendo de alguien que había decidido vivir en Gamla Stan, el centro de la ciudad. Había dejado el coche en el garaje de la policía, como siempre.

Pasó por delante del restaurante chino y del estanco, donde los titulares ya pregonaban la noticia de la muerte del hombre al que tanto quería el pueblo.

«Muere Stellan Broman. Asesinado en su casa.» «Asesinan a Tío Stellan, lo encuentra su hija.» En el segundo la palabra «encuentra» aparecía mucho más pequeña que el resto.

Una carroza de estudiantes rodeó la plaza Kornhamnstorg y se detuvo en la acera. Los estudiantes estaban borrachos, sudorosos y empapados de champán. Tenían las voces roncas, pero no dejaban de vociferar. Viejos éxitos de los ochenta: Vill ha dig, Sommartider. Qué sensación más extraña. Su infancia.

Una botella de champán vacía se estrelló contra el suelo mientras una chica con una falda corta de color lila se bajaba de la carroza dando tumbos. Llevaba cintas amarillas y azules con ramos de flores que ya habían perdido casi todos los pétalos. La chica siguió tambaleándose hacia una de las calles que daban a la plaza y Sara supuso que tenía la vista puesta en el portal que había justo en la esquina, porque estaba decorado con globos azules y amarillos y un letrero que rezaba «Elsa». Pero no avanzaba ni mucho menos en línea recta, así que no resultaba fácil adivinar hacia dónde se dirigía.

Además, resultaba que los tacones de Elsa eran demasiado altos para su nivel de borrachera. Mientras sus compañeros de clase se ponían en marcha cantando a gritos Varning på stan, ella dio un traspiés y se cayó.

Sara se apresuró a ayudarle. Tenía rozaduras en la frente y en la barbilla, la sangre le brotaba de la nariz y los labios, pero la chica, que estaba deseando regresar a la fiesta, la apartó con un gesto. Dijo que tenía que ir a casa para cambiarse de ropa. Y continuó haciendo eses con una mano en la cara para evitar que la ropa empapada de champán se le llenara de sangre.

Sara continuó su camino y pasó por delante del antiguo garito al que iba cuando ella era la estudiante. Seguía siendo fascinante vivir allí, justo al lado del Tabac, aunque ahora se llamara de cualquier otra forma. Años atrás tardaba más de una hora en el viaje de ida y vuelta varias noches a la semana para salir por allí. Y pensaba que merecía la pena. El sentido de pertenencia al grupo es muy importante cuando eres joven. Cuando Sara se graduó, las carrozas tenían que recorrer todo el camino desde Vällingby hasta el centro de la ciudad, porque era allí donde querían lucirse. La exclusiva zona de Stureplan, los jardines de Kungsträdgården, las calles principales, el barrio de Södermalm, toda la ciudad era suya. Al menos durante unas horas.

Cruzó hacia la esquina norte de la plaza y entró en el pasaje con la estrecha galería. El pasaje conducía hasta otra de las calles del casco antiguo, pero ella se detuvo ante una puerta enorme de madera que llevaba a las plantas residenciales. La mayoría de los edificios eran oficinas, pero en los pisos más altos había viviendas. Se indignó cuando Martin se gastó la mayor parte del dinero que había recibido por su empresa en aquella vivienda, pero, tal y como él predijo, su valor se había duplicado, así que había sido una buena inversión, sin duda. Salvo que el mercado se derrumbara. Era de lo único que hablaba la gente que tenía un piso en el centro de la ciudad, pensaba Sara.

Nunca se imaginó que viviría en un piso tan grande. Al principio se le antojó raro, pero se terminó acostumbrando. Algunas personas vivían así, y ella era una de las afortunadas. Un piso de una planta de casi trescientos metros cuadrados con vistas a la confluencia entre el lago Mälaren y el mar Báltico y a Södermalm, repleto de paneles de madera y estuco, y parqué de madera infinito que crujía a su paso. Un gimnasio, una sauna y arriba del todo una torre con vistas a los cuatro puntos cardinales. Allí subía a beber vino con Anna, cuando querían verse y no hablar del trabajo. Con todos los tejados, el agua del canal a sus pies y la Iglesia Alemana justo al lado, en la habitación de la torre sentías que el mundo era tuyo. Decían que un antiguo dueño había escondido allí arriba a nazis que huyeron después de la Segunda Guerra Mundial.

A veces sentía que no tenía derecho a llamar a aquel piso tan enorme su casa, puesto que ella misma no había aportado ni una corona y nunca habría podido permitirse una vivienda así por su cuenta. Pero Sara había mantenido a Martin durante quince años mientras él trataba de consagrarse como artista, y más tarde cuando puso en marcha la empresa. Tenían dos hijos y estaban casados. De modo que debían compartirlo todo, en la dicha y en la adversidad, como se suele decir. Pero Sara no sabía si un piso gigantesco en Gamla Stan correspondía a la dicha o a la adversidad. Para ella, un piso tan grande en realidad significaba que había mucho más que limpiar. Se negaba a contratar a una limpiadora, le daba igual cuánto se pudieran desgravar en impuestos. Martin se tenía que encargar de la mitad de las tareas, por mucho que se hiciera el mártir, y les habían ido asignando cada vez más responsabilidades a los niños conforme se hacían mayores. Y también había que acostumbrarse a que a veces hubiera un poco de polvo. Así les iba bien.

Sara se paró ante la puerta para ver si se oía algo en el interior. No había nadie en casa.

En esos momentos, en esas pausas en la vida cuando parece que el tiempo se ha detenido, le encantaba su casa. El silencio en aquel piso tan amplio era mayestático, como si lo hubieran compuesto, casi sagrado.

Los pensamientos sobre el asesinato de su ídolo de la infancia la llevaron a buscar su antiguo violín. Lo encontró al fondo del vestidor, detrás de pelotas de pilates, la esterilla de acupresión y cajas con botas carísimas de tacón de aguja que no había usado nunca. Llevaba años sin tocar, pero después de afinar el violín se entregó a su eterno compañero y adversario, «Erbarme dich», de La Pasión según San Mateo. Decían que era la pieza para violín más bonita que se había escrito en la historia. Sobre todo, era la favorita de Stellan, y Sara le había dedicado muchos años y horas de práctica a intentar perfeccionarla. Sin mucho éxito, según su opinión.

Como Bach fue lo último que Stellan escuchó y como él le regaló el instrumento, a Sara le pareció apropiado, pero se avergonzó un poco cuando bajó la vista al violín. Quizá por eso lo guardaba tan al fondo del vestidor.

Después de oír una discusión de Sara con su madre por la falta de dinero, Stellan y Agneta le regalaron el violín y le pagaron las clases. Y por supuesto escogieron a la mejor profesora que se podía encontrar. O que no se podía encontrar, más bien, ya que nunca habría accedido a dar clases particulares a ningún alumno, y solo aceptó a Sara como un favor a Stellan y Agneta.

Irina Handamirov, concertina de la Filarmónica de Estocolmo durante cuatro décadas, catedrática de violín en el Real Conservatorio de Música y nieta de la legendaria Ivana Adelenya. Tenía tres hermanas que también se habían convertido en violinistas, con lo que Sara siempre había envidiado la relación familiar de Handamirov con el instrumento.

Handamirov la animaba mucho a improvisar y a jugar, a atreverse a cometer errores. A encontrar nuevas vías, nuevas perspectivas. Pero Sara resolvió que debía dominar la pieza de Bach antes de empezar a jugar con ella. Y nunca aprendió a dominarla. Aprendió a tocarla con una técnica prácticamente perfecta, pero, según ella, sin el alma que desprendía cuando la tocaba su profesora.

Handamirov le hablaba de varias formas de abordar una obra. Para Sara solo había una: de un tirón y después tan correctamente como fuera posible. Sabía que pensaba más en sus errores que en la alegría que le aportaba la música, y sabía que era una tontería pensar así. La frenaba.

Sin embargo, recordaba la pieza mejor de lo que esperaba. La sensación de la fricción del arco contra las cuerdas le seguía resultando tan mágica y tan física como antaño. El sonido brotaba como un milagro. Le parecía maravilloso ser ella la que lo producía.

Volvió a zambullirse en la pieza, se dejó llevar, olvidó todo lo demás. Pero, como siempre, después la realidad regresó con los bordes aún más marcados.

Bajó el instrumento y lo contempló.

Sabía que era buena, pero no podía evitar la sensación de haberse aplicado en exceso durante su adolescencia más para complacer a la gente que la rodeaba que a sí misma. Como una forma de mostrar su agradecimiento por un regalo que en realidad nunca deseó.

De hecho, no quería en absoluto un violín. Lo que quería era que su madre tuviera la posibilidad de comprarlo. Al igual que los Broman le podían comprar de todo a sus hijas. Ropa, equipo de esquí, instrumentos musicales, viajes. El violín se convirtió en un símbolo de lo inalcanzable, y dio la casualidad de que Stellan y Agneta oyeron era su dueña. Así que a Sara no le quedó otra.

Pero el violín en realidad no era suyo. Se lo habían dado, pero no lo dominaba. El violín no era ella.

Y la casa no era suya. Martin la había pagado.

Tal vez esa fuera la razón por la que había mantenido su apellido y no el de Martin cuando se casaron. «Sara Titus» le sonaba a blandengue. Como a profesora interina que es muy insegura. Nowak era su apellido.

Por lo demás, no había mucho que fuera suyo.

Sus hijos ya no la buscaban, y a sus ojos ella era más un obstáculo en el camino a toda la diversión que ofrecía la vida. «Mamá» ahora solo era un título profesional. Y su matrimonio funcionaba sobre todo por la rutina, aunque eso le garantizara cierta seguridad. Como que hubiera las mismas cosas en la mesa de Navidad de cada año; no porque estuvieran buenas, sino porque era lo que tocaba. Como el lenguado y el típico bacalao a la sosa.

Si ni la música ni la casa eran suyas, y los niños estaban a punto de marcharse… ¿Quién era ella entonces?

Ese nombre que sabía que era suyo, ¿a qué correspondía?

A falta de respuesta encendió la televisión, un mamotreto de sesenta y cinco pulgadas que ella no habría elegido nunca. Le resultaba antinatural ver a un presentador del telediario cuyo rostro era cinco veces más grande que el suyo. Como si unos gigantes se hubieran hecho con el país y ahora estuvieran anunciando las nuevas leyes. Obedece o serás devorado.

El programa de la tarde lo dedicaron a Tío Stellan, por supuesto. Había muchos espectadores en potencia después de la muerte de uno de los verdaderos iconos del país, y últimamente parecía que lamentarse por la pérdida de famosos se había convertido en una fuente de entretenimiento para la gente. Quizá fuera sintomático de estos tiempos de narcisismo, pensó Sara. Como si la muerte de otra persona ofreciera ante todo la oportunidad de expresar un pensamiento profundo que pudiera acaparar likes. Sara nunca llegó a comprender qué sentido tenía que un sueco normal y corriente hiciera una publicación como «RIP Whitney Houston».

El productor del programa conmemorativo no parecía haberse decidido por qué era lo más importante: el brutal asesinato o la mirada nostálgica a la extensa trayectoria de Stellan. El resultado era una montaña rusa que se movía entre el reportaje policiaco y un desfile de recuerdos. A pesar de que Stellan llevaba muchos años sin aparecer en la pequeña pantalla, no cabía duda de cómo había marcado la forma de hacer televisión en Suecia. Por eso lo anunciaban a bombo y platillo, y la conclusión era la siguiente: «Per Albin nos trajo la sociedad del bienestar, Ingvar Kamprad nos la amuebló y Stellan Broman la amenizó». Los tres habían muerto, y con ellos la sociedad del bienestar. Para deleite de ciertos editorialistas conservadores.

Sara bajó el volumen y contempló las aguas del canal desde la ventana. Allí abajo solían esperar los barcos para pasar por la esclusa a la bahía de Saltsjön, pero ahora toda la zona era una obra gigantesca. Donde en realidad debería haber gente tomando el sol y parejas jóvenes disfrutando del buen tiempo. O quizá lejos de disfrutar. Quizá rompiendo, o consolándose mutuamente porque uno había perdido el trabajo, o preguntándose por qué no llamaba nunca la persona que le gustaba.

El sol cubría el mundo con sus rayos incluso en un día como aquel. Las fuerzas del clima eran muy superiores a las tragedias humanas.

Pero Sara no podía dejar de pensar en el enigma.

¿Dónde estaba Agneta?

Dos trenes se cruzaron en las vías del puente que pasaba por encima del estuario en dirección a la bahía este del lago mientras ella se devanaba los sesos. ¿Se habría metido en problemas Agneta al intentar escapar? ¿Habría tenido un accidente? ¿Un ataque al corazón? Los colegas de Sara se estaban volcando en buscarla y, tarde o temprano, aparecería alguna pista.

¿Estaría relacionada la desaparición de Agneta con el trabajo de Stellan para Alemania del Este? ¿Y de qué manera?

Sara pensó en lo que sabía sobre la Guerra Fría. De niña, el concepto le parecía sobre todo difuso y un tanto aterrador. Un miedo fuera de tu alcance y que tampoco podías comprender. Era una guerra, pero sin disparos. Había que estar asustado, aunque nunca vieras nada de lo que asustarte. Aunque ningún adulto te pudiera explicar por qué.

Recordaba haber hojeado la pesada guía telefónica y haber visto al final la advertencia de que la guerra podía llegar en cualquier momento. Por todas partes, en colegios, centros de ocio juveniles y sótanos, había refugios cuyas gruesas puertas de acero tenían robustos picaportes que se giraban para protegerlos de ataques con armas nucleares. Y dentro había mesas de pimpón para que los niños tuvieran algo con lo que divertirse hasta que la guerra estallara.

La guerra podía llegar, y eso era la Guerra Fría. Un bombardeo continuo de advertencias aterradoras, un miedo constante. Podía estallar en cualquier momento. La Tierra podía desaparecer en cualquier momento. Nada era perdurable.

Sara fue al gimnasio o, mejor dicho, al cuarto en el que Martin había colocado una cinta de correr, una máquina de remo, una bicicleta estática y dos bancos con barras, mancuernas y pesos. También había recubierto todas las paredes de espejos. A Sara le parecía un poco enfermizo, pero introdujo los discos para calentar en la barra, se cambió de ropa, se echó en el banco y comenzó a levantar los pesos hacia el techo y a volver a bajarlos, una y otra vez.

Siempre que entrenaba se le disparaba la adrenalina, y todo lo que la enfadaba resurgía. Al menos, la llevaba a esforzarse más.

Después de tres series muy duras, sacó el móvil y llamó a su madre.

—Hola. ¿Y tú qué quieres? —dijo Jane.

Vaya tono. ¿Tan raro era que la llamara? ¿Tan mala hija era? Porque eso no había sido un error en sueco sino un reproche. Dios mío, ¿es que no podía llamarla sin querer algo? Aunque no fuera el caso en esta ocasión. A Sara le entraron ganas de colgar, pero la verdad es que quería preguntarle una cosa.

—Se te oye como sin aliento —le dijo su madre. Sara se quedó sentada en silencio y respirando profundamente mientras pensaba.

—Estoy haciendo ejercicio.

—Yo voy a empezar también. A caminar. Me han regalado unos zapatos de sendero preciosos.

—Se dice senderismo.

—¿Qué más da cómo se llamen? Me los voy a poner para caminar, no voy a hablar con ellos.

—Vale, vale —dijo Sara, e hizo una pausa antes de ir al grano.

—Stellan ha muerto.

—Lo sé. Lo he visto en las noticias.

—He estado allí. En la casa.

—Sí, claro. Eres policía.

—Todos los policías no van a todos los lugares del crimen, mamá.

—Y yo qué sé.

—Pero Anna sí que está trabajando en el caso. ¿Te acuerdas de Anna, de la Academia de Policía?

—¿La homosixual?

Siempre lo había pronunciado así. Cuanto más la corregía Sara, más exageraba la pronunciación.

—Mi amiga. Que es lesbiana, sí. Me llamó para contármelo porque conozco a la familia. Así que me acerqué hasta allí.

—¿Quién le ha disparado?

—No lo sabemos. Por eso te quería preguntar a ti.

—Yo no lo sé.

—No, no, pero ¿te acuerdas de si tenía enemigos? ¿Se peleó con alguien? ¿Recibía amenazas?

—No.

—¿Nada más? ¿Algún stalker loco?

—¿Estanque?

Stalker. Un admirador obsesionado.

—Muchos admiradores. ¿Crees que le ha disparado uno de ellos?

—No lo sé. Puede que no. Oye…

—Dime.

—Le gustaba la RDA. Alemania del Este.

Sara casi pudo oír cómo le cambiaba el humor a Jane.

—Ya —dijo—. Qué idiota.

—¿A qué te refieres?

—¡A que era idiota! ¡Ser partidario de una dictadura! ¡Si hubiera vivido allí le habría dado asco!

—¿Le contaste alguna vez cómo era tu vida en Polonia?

—Claro. Pero él decía que el socialismo no estaba perfeccionado. Que debería haber sido paciente. «¿Crees que debería haberme quedado allí?», le pregunté, y él me respondió que «entonces lo habrías entendido mejor». Pff… Paciencia. ¡Idiota! ¿Paciencia hasta cuándo? ¿Hasta que me mataran?

En su infancia, Sara se había preguntado en muchas ocasiones por qué a Jane no le gustaban Stellan y Agneta tanto como a ella y a los demás. Sara acusó a su madre a menudo de estar celosa. Porque ellos lo tenían todo y ella, nada.

Claro que no era tan sencillo, pero madre e hija siempre habían visto a la familia Broman de formas muy distintas. Quizá Jane estuviera celosa de que Sara quisiera estar en su casa a todas horas, que nunca dejara de hablar de ellos. Las discrepancias se volvieron aún más intensas después de la mudanza de Bromma a Vällingby. Muy en contra de la voluntad de Sara.

Ahora pensaba que había sido muy explícita al decir lo que le parecía la mudanza. Aunque todavía escociera.

Del paraíso de los privilegiados a un infierno de hormigón plagado de intrigas e idiotas revolucionados por las hormonas. Justo al comienzo de ese periodo tan delicado que es la adolescencia.

¿Se habría mudado Jane para tener a su hija solo para ella? ¿O solo quería su propio espacio? Su propio apartamento para no vivir de la caridad. Nunca quiso dar explicaciones, probablemente porque no las hubiera. Cuando se mudaron, Jane permaneció fiel al barrio de Vällingby a lo largo de los años.

—¿Sería un espía? —Sara no debía difundir información sobre el caso de esa forma, pero Anna y sus colegas no habían seguido la línea de investigación sobre el espionaje, así que técnicamente no estaba revelando nada.

—¿Espía? —dijo Jane—. ¿A quién iba a espiar? ¿A chicas jóvenes? No, le encantaba que lo admiraran, nada más.

—Pero ¿podría haber pasado información? ¿Quizá sin darse cuenta de que lo estaban utilizando?

—Igual. Si le dabas coba era fácil aprovecharse de él.

—Cuéntame —dijo Sara sonriendo.

—¿El qué?

—Cómo le dabas coba y te aprovechabas de él.

—Idiota —contestó Jane, y colgó.

Sara no conocía a ninguna madre de sesenta años que llamara idiota a su hija adulta, pero Jane era única. Siempre lo había sido.

Un poco después, cuando estaba en la ducha, oyó un portazo en la entrada, y supo que Ebba había llegado a casa porque nadie saludó.

—¿Puedes preparar la cena? —gritó Sara en dirección al cuarto de su hija mientras se secaba con la toalla—. Creo que hay macarrones y salchichas.

—¡No me da tiempo! —le respondió Ebba a voces—. ¡Me voy a una fiesta!

¿Una fiesta un lunes? La época de la graduación. Una fiesta cada noche durante semanas. Todos competían por ser los que mejor se lo pasaban y los que a más fiestas acudían. Y la forma más sencilla de que los demás te invitaran a las suyas era celebrar una a la que poder invitarlos. Si no ibas a ninguna, entonces no eras nadie.

Ebba daría una fiesta, Martin había accedido a que la hiciera. A pesar de que Sara no lo veía claro. Saldría carísima y, de todos modos, ya había un montón de fiestas. ¿De verdad debían contribuir al frenesí? Pero ya estaba decidido; Ebba había conseguido lo que quería. La fiesta llevaba meses planeada y ahora solo faltaban tres días, pero en lugar de prepararla, Ebba se dedicaba a ir a otras y salía de marcha hasta bien entrada la noche. No se podía perder nada.

Macarrones con salchichas. ¿Era demasiado cutre? Sara nunca había sido particularmente ambiciosa en cuanto a la comida de sus hijos, y se sentía culpable porque casi siempre les daba carne de una forma u otra. Al igual que tanta gente, había visto los vídeos del transporte animal, las granjas de pollos y los mataderos. El trato tan repugnante que se les daba a los animales le recordaba a todo lo que había visto sobre el tráfico de personas, pero este mucho más cruel, con seres vivos e inteligentes. La indiferencia humana hacia el sufrimiento de otros le revolvía el estómago y se avergonzaba de que, con respecto a los animales, estaba ayudando a mantener el sistema, de igual manera que los puteros que se encontraba en el trabajo mantenían la trata con su demanda de sexo. Sara no quería contribuir a empeorar el mundo. Se iba a hacer vegetariana y conseguiría que sus hijos también lo fueran. Pronto.

Ebba se metió en la ducha después de Sara. El piso tenía otra ducha para los niños, pero su hija prefería el baño más grande cuando iba a salir de fiesta. Decía que los espejos estaban mejor iluminados. «Y el maquillaje de mamá», pensó Sara.

Volvió a sonar un portazo y Olle entró en la casa. Sara llenó un cazo de agua y lo puso en el fuego.

—¿Estás en casa?

Sabía que el comentario de su hijo no era malintencionado, a diferencia del de Jane. Simplemente estaba sorprendido. Con los frecuentes turnos de tarde y de noche, Sara rara vez estaba en casa a la hora de la cena. Quizá Olle incluso se alegrara de que ella estuviera allí en ese momento, pero ese tipo de cosas no se demuestran cuando uno tiene catorce años.

Justo cuando los macarrones estaban listos, Ebba pasó corriendo hacia su cuarto envuelta en una toalla.

Mientras comía, Sara se hizo con el gorro de graduación de Ebba y leyó lo que le habían escrito en el forro.

«¡Ebba, eres la caña!», «Ebba 4-ever!», «Ahora empieza la vida», «Who runs the world? Girls!»

Bastante tradicionales, pensó Sara, que se arrogaba el derecho de reseñar lo que sabían de la vida los compañeros de su hija.

Y la vida era bastante extraña.

Ebba se encontraba en el umbral de la suya, Jane la rememoraba y Sara se encontraba a medio camino. Estaba en la fase en la que nunca se tiene tiempo de parar a reflexionar. De joven, piensas en cómo será la vida, de mayor piensas en cómo ha sido, y en el largo periodo intermedio vives sin pensar en el cómo. Qué quería de la vida, se preguntó Sara. Pero se respondió encogiéndose de hombros.

Fue a mirar el móvil de su hija, pero lo volvió a soltar cuando llegó Olle y se sentó a la mesa. Estaba completamente ensimismado por su pantalla y Sara pensó que habría podido abrir un agujero en el suelo sin que se diera cuenta de nada, pero mejor ser precavida. No hacía mucho fingió que necesitaba el móvil de Ebba para una llamaba muy importante con el pretexto de que el suyo estaba descargado y, cuando se lo desbloqueó, entró en los ajustes e introdujo su propia huella digital. Después empezó a revisar el teléfono de su hija con cierta regularidad cuando ella se iba a dormir o se metía en la ducha.

Ebba la detestaría si se enterara, pero había tantas cosas que les podían ocurrir a las chicas jóvenes hoy en día… Sara no pensaba ser tan ingenua como para permitirle a su hija que fuera por ahí sin que ella pudiera controlarla. Pero había evitado cuidadosamente los mensajes y las fotos más bien privados.

Ebba quería el nuevo modelo con reconocimiento facial, a lo que Sara se oponía, sin decirle por qué. Sabía que Martin se lo compraría si se lo pedía, así que le había contado a su marido que para ella era muy importante que no les dieran más cacharros a los niños sin hablarlo antes entre ellos. Llegaría el momento en el que Ebba tuviera un nuevo teléfono, uno en el que Sara no pudiera entrar, pero quería vigilar un poco más a su hija. Al menos hasta que las fiestas de graduación se terminaran.

Sara le dio un sorbo a la lata de Red Bull que había dejado su hija.

Aderezado.

A base de bien, además.

Pero a Sara no le apetecía nada darle una charla la semana de graduación.

Ya tenía bastante de lo que ocuparse.

Todo el tema de la graduación se había convertido en un infierno. Se le mezclaban la angustia ante la marcha de su hija, los sentimientos de culpa y el miedo a sobreprotegerla. Ebba le había prohibido que planificara la carrera, la recepción y la fiesta porque estaba trabajando muchísimo y no tendría tiempo de prepararlo bien. Así que la responsabilidad recayó en Martin, y eso significaba que tenían a su disposición medios completamente diferentes. Había que impresionar a los invitados, eso estaba claro, ¿para qué dar una fiesta si no? Sara le había echado una ojeada furtiva al documento de Excel y había visto una cantidad de cinco cifras en la última fila. Martin negó que fuera a costar mucho dinero, pero Sara no confiaba en él. Y Martin nunca había llegado a comprender que lo que le importaba a ella no era lo que le ocultara, sino el hecho de que se lo ocultara. Las mentiras sobre cosas insignificantes iban carcomiendo la confianza entre ellos, el vínculo que debía mantenerlos unidos.

En el salón estaban las tarjetitas para los asientos de la mesa, la única parte de la celebración sobre la que Sara había podido opinar. Soltó un suspiro sin que la oyera su hijo.

Pobre Ebba. Pobre Olle.

Sara creía de verdad que iba a ser una madre mucho mejor. Divertida, ingeniosa, siempre alegre. No como la suya. Cansada, estresada, irritable. Que se enfadaba por todo o simplemente guardaba silencio. Mártir, la llamó una vez Sara cuando era adolescente. Le cayó un bofetón. Fue la única vez que Jane le pegó. Sara nunca le había pegado a ninguno de sus hijos, pero sí que había estado ausente y, desde luego, les había exigido de más. Se preguntaba a menudo si la irritación constante de Ebba con ella era una consecuencia de cómo se había comportado como madre o solo era cosa de la adolescencia. Le hubiera encantado ser la mejor amiga de su hija. ¿Sería demasiado tarde? Esperaba que no. Quizá sería más fácil cuando Ebba fuera mayor.

Sara se sentó delante de la gigantesca televisión y entró en SVT Play, la aplicación de la televisión pública. Buscó «Stellan Broman» en el archivo y obtuvo una serie de programas. Seleccionó un capítulo de Tivoli.

Ya desde el comienzo se oían risas y aplausos, y la sintonía seguida de la sonrisa de Tío Stellan, que recibía al público con los brazos abiertos. Recibía a toda Suecia con los brazos abiertos.

—¡Me voy ya! —se oyó a lo lejos desde el vestíbulo. Sara apagó la televisión y se acercó para unas últimas palabras de advertencia, pero se paró en seco al ver a Ebba.

Su hija de diecinueve años, su primogénita, su niña, llevaba solo un corsé, unas bragas de encaje, un liguero y unas botas altas de cuero negro con tacón de aguja. Se había pintado los labios de un rojo brillante y se había perfilado los ojos de negro. Con el gorro de graduación en la cabeza.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Sara alterada.

—Me voy a la fiesta —dijo Ebba—. Vamos todos de chulos y putas.

—¿Estás mal de la cabeza?

—¿Qué pasa ahora? —replicó Ebba con hastío.

—¿Chulos y putas?

—¿Qué?

—¡¿De putas?!

—En plan guay.

—¿Os disfrazáis de víctimas de abusos, de chicas rumanas con las que trafican, en plan guay?

—Mamá, por favor, para. Es de broma.

—Díselo a las chicas que conozco en el trabajo. Que las violan diez veces al día, las maltratan, las humillan, que las han secuestrado en sus países. A ver si os parece que puede ser «de broma».

—No es de verdad, mamá. Nadie piensa que los chulos y las putas sean glamurosos, estamos jugando con el estereotipo. Como con los vaqueros y los indios. Hoy en día sabemos que prácticamente aniquilaron a los indios en el mayor genocidio de la historia. ¡Pero la cosa no va de eso!

—¿Y de qué va entonces?

—De que nos hemos graduado. Que es algo que solo se hace una vez en la vida.

—Son precisamente este tipo de cosas las que permiten que la gente haga la vista gorda con la trata de personas. El mito de la puta feliz.

—Te entiendo. Cuando sea mayor y más sabia, quizá esté de acuerdo contigo y piense que fui una imbécil por ir a una fiesta de chulos y putas. Pero es que ahora tengo diecinueve años y quiero pasármelo bien con mis amigos. Si ellos se visten así, yo también. ¿Vale?

—No, no vale. Para nada.

—Puedes seguir gritándome cuando vuelva.

Ebba descolgó su abrigo del perchero.

—Vas a pasar calor —dijo Sara antes de interrumpirse.

—¿Prefieres que vaya así por la calle? —dijo Ebba levantando los brazos. Sara no supo qué contestar—. No debes tener una opinión sobre todo lo que haga. Dentro de poco me voy a ir de casa y ahí sí que no vas a poder opinar nada. ¿No deberías ir acostumbrándote?

Justo esa era la idea con la que Sara no se podía reconciliar: no seguir compartiendo la vida con sus hijos.

Ebba se dio la vuelta y se marchó, pero antes de que cerrara de un portazo Sara le lanzó una última advertencia:

—Como muy tarde a la una, ¿vale?

¿Qué debería haber hecho?

¿Prohibirle que fuera?

A diferencia de muchas otras madres, ella podría haber retenido a su hija adolescente por la fuerza, pero no era factible. Además del hecho de que no creía en ejercer la violencia con sus hijos, Sara se frenó al darse cuenta de que habría estropeado más aún la relación con su hija. Recordaba lo mucho que ella se enfadó con su madre cuando se marchó de casa, y el poco contacto que mantenían a raíz de aquello. Y no quería que a Ebba le pasara eso. Que la evitara.

Al mismo tiempo, lo que su hija y sus amigos estaban haciendo explicaba en parte por qué la prostitución podía continuar: por la romantización de la trata de esclavos. Es verdad que no había sido Ebba la que había decidido montar una fiesta de chulos y putas, y que no había sido ella la que había escogido el tema. Y que nadie le habría prestado atención si Ebba se hubiera quejado. Pero estaban ayudando a cimentar las estructuras.

Por un instante, Sara vio ante sí a su hija en un prostíbulo, en una casa de citas anónima. Con un hombre mucho mayor que apestaba a sudor encima de ella y docenas esperando. Casi vomitó al pensarlo. Tenía que hablar con los padres de las chicas que habían organizado la fiesta. Pero sospechaba que no serviría de nada.

La idea de chulos y putas tenía algo de emocionante, una pátina sexi en la sociedad actual. Una película como Pretty Woman había servido de base para esa imagen, había transformado a la prostituta anónima y despreciada en un objeto deseable y satisfecho con su existencia. Si incluso un millonario interpretado por Richard Gere podía enamorarse de una puta y casarse con ella, entonces la prostitución no sería tan peligrosa. En realidad, solo le estabas haciendo un favor a las chicas.

¿Habría sido mejor que Sara no hubiera trabajado tanto de noche? Que los hubiera recogido de la escuela más a menudo, que hubiera podido transmitirles sus valores de otra forma que no fuera un rapapolvo indignado cuando ya era demasiado tarde, cuando ya hubieran hecho cualquier cosa que a Sara le parecía una estupidez.

Cuando eran pequeños había tenido que trabajar para mantener a la familia, porque Martin estaba ocupado con sus espectáculos y sus producciones, que casi siempre acababan con pérdidas. Pero ella trató de asegurarse de pasar con los niños todo el tiempo que tenía libre. Y Sara asumía que cuando se hicieran mayores podrían arreglárselas solos, y que querrían que los dejaran en paz. Quizá se había equivocado.

En ese momento, se irritó consigo misma.

Qué típico que fuera ella la que asumiera la responsabilidad. Que fuera la mujer la que se buscara los fallos.

Martin también había trabajado muchas noches. Si es que a ir de bares con el fin de empinar el codo con artistas y agentes se le podía llamar trabajo. Sobre todo desde que puso en marcha la empresa, que coincidió con la adolescencia de Ebba. ¿Y si la figura del padre ausente explicara mejor el juego con el estereotipo de puta que la figura de la madre ausente?

Sara entendía que Martin necesitara salir con los clientes y los posibles socios, y sabía que su negocio dependía en gran medida de la industria del entretenimiento. Para muchos de sus artistas, las oportunidades de trabajo y de tejer una red de contactos estaban en los bares. Si quería una buena relación con ellos tenía que pasar mucho tiempo fuera. Noches, fines de semana y días festivos. Era normal.

Pero no siempre era tan divertido.

No siempre era tan fácil cuando Sara trabajaba en exceso y su marido salía las pocas noches que ella libraba.

Pero trataba de alegrarse por él.

En su juventud, Martin actuaba en celebraciones de fin de curso y llegó a montar espectáculos de variedades propios; soñaba con una vida ligada al espectáculo. Cuando vio que no conseguía trabajo ni como actor ni como artista, comenzó a producirlos él mismo, y tras un par de ellos descubrió que se le daba bien. Así que fundó una empresa, y poco a poco Dunder & Brak Scenproduktion se convirtió en la mayor agencia y productora del país.

Al cabo de una década, justo cuando Martin empezaba a estar un poco harto, recibió una oferta que no podía rechazar. Vender el trabajo de su vida a Go Live, un gigante internacional de la gestión y producción de espectáculos, a cambio de una cantidad tan exorbitante que resultaba ridícula. Con la condición de que permaneciera dirigiendo la empresa durante al menos diez años. Y, como jefe, los nuevos dueños le exigían unos niveles muy altos de beneficio, así que se quedaba trabajando hasta tarde con frecuencia.

Para disgusto de Sara, Martin utilizó la mayor parte del dinero que obtuvo por la empresa en comprar aquel piso tan enorme en Gamla Stan. Y siguió trabajando como siempre. En el trabajo del que ya se había cansado. Un trabajo en el que asistir a pubs con artistas invitados, músicos y actores locales era la norma. Un trabajo en el que la mayoría de sus colegas eran chicas jóvenes de entre dieciocho y treinta años.

Sara no podía evitar tener prejuicios contra la industria del entretenimiento. Famosos, alcohol, drogas, chicas jóvenes, sexo. Por la posición de poder que Martin ostentaba, podía aprovecharse todo lo que quisiera. Por eso lo había obligado a que tuviera fotos de los niños y de ella en el escritorio del trabajo. Al principio eso la calmó. Que todo el mundo viera que era un padre de familia.

Después se avergonzó de haber utilizado a sus hijos como un arma para marcar territorio.

Y luego empezó a preguntarse si Martin realmente dejaría las fotos allí cuando ella salía por la puerta.

Pero esta noche no trabajaba. Esta noche tenía ensayo con su banda de garage CEO Speedwagon. Cuatro señores en puestos de dirección que se creían muy ocurrentes. Todos iban camino de los cincuenta, pero se negaban a abandonar el sueño del rock. Guitarras que costaban un ojo de la cara, pero sin público, y solo daban conciertos cuando alguno convencía a sus amigos para que contrataran a la banda en celebraciones de empresas. Por lo general solo actuaban una vez en cada empresa, salvo que se tratara de la de Martin, en cuyo caso nadie se atrevía a negarse a que tocaran por séptima vez consecutiva los mismos rockeros viejos que estaban para el arrastre. Al menos dejaba que Sara se burlara de sus sueños de adolescencia. Ya era algo.

Sin embargo, a veces esos sueños se interponían en el camino de cosas más importantes. Si hubiera estado en casa ahora, quizá podrían haber conseguido que Ebba los escuchara.

Encendió la televisión para distraerse, pero no sirvió de nada. Puso Prodigy en el carísimo equipo de música McIntosh de Martin y lo conectó a sus carísimos auriculares de Audeze. Ni tan siquiera con Invaders must die machacándole los oídos desaparecieron todos los pensamientos acerca de los niños, el marido y la víctima de asesinato.

Se tumbó de lado y se encogió. Por una vez, se paró a reflexionar sobre su vida mientras esta se desarrollaba. Sobre lo que pasaría con su hija, su hijo, ella misma y Martin.

¿Debería cambiar de trabajo?

Si no podía aguantar más, ¿le servía de algo a las víctimas?

¿Les ayudaba que atacara a puteros y chulos, que los asustara, que se asegurara de que el mundo supiera lo que hacían?

Siguió dándole vueltas a todo aquello mucho después de que el álbum se hubiera terminado.