MARTIN LLEGÓ A casa a las nueve. Temprano, para ser una noche de ensayo, y tampoco parecía que estuviera muy borracho. Apoyó su queridísima guitarra en el sofá y se acercó a Sara para darle un beso.
—¿Los niños están en casa? —le preguntó después.
—Olle está en su cuarto. Ebba se ha ido a una fiesta de chulos y putas.
Sara miró a Martin para ver cómo reaccionaba.
No reaccionó.
—Chulos y putas —repitió cuando él se sentó en el sofá frente al televisor y alargó la mano hacia el mando. Se quedó parado y volvió la cabeza hacia Sara.
—En mi época no teníamos cosas así, desde luego.
—Martin, ¿has oído lo que acabo de decirte? Nuestra hija se ha ido a una fiesta en la que todo el mundo cree que es divertido ir disfrazado como prostitutas.
—¿Y?
—¿Se te ha olvidado en qué trabajo?
—Pues claro que no. —Se quedó sentado con el mando en la mano.
—¿Y te parece bien que adolescentes se vistan de chulos y putas y crean que es superdivertido?
—No, bien no me parece. Pero es que la realidad es bastante atroz.
—Qué bien que me escuches y repitas todo lo que digo.
—¿Cómo? No estoy repitiendo lo que dices. Creo que es horrible. No sé cómo lo aguantas. Pero haces una labor increíble. Sin ti, las chicas estarían a merced de esos pervertidos.
—No se trata de mí, sino de toda la sociedad. De que nuestra hija y sus amigos están ayudando a difundir una imagen de la prostitución que permite que esta mierda continúe. Y de que se están formando una idea equivocada. Quién sabe, lo mismo alguien en la fiesta piensa que prostituirse está genial, y que podría ser un buen ingreso extra. Que lo del sexo es divertido y ya está. Y así empiezan. Y se destrozan la vida. Martin, imagina que tu hija pensara así. Que prostituirse en realidad no parece tan peligroso.
—No. Ebba no.
—Pero si es otra persona, ¿está mejor?
—Vale —dijo Martin soltando el mando a distancia—. ¿Qué quieres que haga?
—Acaba con la prostitución.
Martin suspiró. Después se irguió un poco más y se giró hacia Sara.
—Con Ebba. ¿Hablo con ella?
Le acarició la mano y la miró a los ojos.
—¿Crees que servirá de algo? —dijo ella.
—No tengo ni la menor idea. Pero estás enfadada. Crees que he hecho algo malo.
Sara retiró la mano.
—Tú no. No seas tan egocéntrico. Es el mundo entero el que está mal. Y me repatea que nuestros hijos vayan a salir dentro de nada a ese mundo y que no podamos protegerlos.
—Estamos de acuerdo. Es una mierda.
—Y no quieren que los protejamos. Quieren arreglárselas solos. Sé que es perfectamente normal, pero lo detesto. Se van a encontrar con un montón de idiotas. Cuando busquen trabajo, cuando salgan de fiesta, cuando vayan de viaje. No tienen ni idea de lo asquerosa que puede llegar a ser la gente. Y no tiene por qué tratarse de asesinos o violadores. La sola idea de que alguien pueda comportarse mal con uno de mis hijos me sube la adrenalina.
—Ya…
Se quedaron callados. No estaba consiguiendo nada. Tal vez él se sintiera igual.
—Pon la tele —dijo Sara, y vio que Martin le hacía caso rápidamente. La pantalla gigante se encendió y él cambió a su canal preferido.
Deportes.
Dios mío.
Se tumbó en el otro extremo del sofá y decidió que lo mejor era dejar de pensar. En la televisión había tres comentaristas deportivos haciendo distintas estimaciones de lo que ocurriría en alguna liga tediosa de fútbol y cuánto tiempo pasaría herido algún jugador nada interesante. Martin escuchaba con atención.
Sara contempló a su marido y se preguntó qué fue lo que la enamoró.
Él era el más guapo y el más conocido del instituto, así que en ese sentido fue un partidazo. Sara había ganado. Una chica de Vällingby consiguió al chico más admirado de Bromma. Un Dirty Dancing inverso. Aunque cuando empezaron a salir ya no iban al instituto. Sara ganó, pero a destiempo. ¿Y qué se hace con un premio cuando se gana? ¿De qué sirve un trofeo? Era como pasarse varias horas luchando hasta conseguir pescar un lucio impresionante y darte cuenta después de que te apetece más una ensalada.
Aún era guapo. Incluso muy guapo, de una forma juvenil. Alto, de ojos castaños y con una sonrisa encantadora. Pero por algún motivo el encanto le resultaba aniñado de más. No había madurado mentalmente, si Sara era totalmente sincera. Seguía con una media melena, la banda de aficionados y las cervezas con los muchachos. Encantador para un chico de veinte, un poco lamentable para un hombre de cuarenta y seis años.
¿Qué tenían en común ella y Martin actualmente? Los niños. No compartían intereses, no había vida sexual ni nada que se le pareciera. Martin le había dicho que cuando ella se desahogaba gritando lo repugnantes que eran los hombres, él también se sentía repugnante. No podía comprender que Sara necesitara tener relaciones sexuales dignas de tal nombre como contrapartida, después de todo lo que veía en las calles y en las casas de citas.
Sara no quería que se limitaran a ser padres o amigos. También deberían ser una pareja. Que se acostaban. Que querían acostarse.
Martin decía que cada vez estaba más y más enfadada y que eso no lo llevaba precisamente a querer seducirla. Pero a ojos de Sara eran dos cosas distintas. Pues claro que estaba enfadada. Era muy fácil decir que no había que llevarse el trabajo a casa, pero muy difícil ponerlo en práctica.
Sara vio que fuera estaba oscureciendo. Y un segundo después se quedó dormida.