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—HALBSTARK! OH BABY, baby, Halbstark. Oh baby, baby, Halbstark.

—Halbstark nennt man sie!

Ya estaban los suecos otra vez. Se ponían como una cuba cada noche, dormían hasta la hora del almuerzo, de modo que cancelaban todos los planes por la mañana y Tomcat tenía que inventarse excusas poco convincentes para todos los que habían colaborado. Luego, hacia la tarde, se recuperaban despacio, con náuseas y el cuerpo flojo. Pero después del primer sorbo de Bitburger volvían a ir a toda pastilla.

Llevaban una semana de visita, dos estudiantes de la fraternidad Södermanland-Nerike de Uppsala, en otra con la que estaban hermanados, la Burschenschaft Arminia de Marburgo. Un tipo con pintas de militar de dos metros con la cabeza rapada y ojos de cansancio, y un bromista flaco e histérico con muchísimos productos en el pelo.

Cuando al fin salían de la cama por la tarde, la mayoría de los días querían irse al Kneipen a tragar cerveza, lo que siempre acababa mal. Montaron tal juerga en la vieja bolera del sótano que puede que fuera imposible restaurarla a su estado original.

Exigieron que se les permitiera probar un combate de Mensur y publicaron fotos en redes sociales, con el resultado de que el presidente de la hermandad puso de vuelta y media a Tomcat y le dijo que había estropeado la buena reputación de la asociación de estudiantes.

Y se presentaron en el club de moteros Bremsspuhr con gorros de graduación y la policía tuvo que acudir para calmar los ánimos. Mientras los suecos se reían y bromeaban.

Para colmo, dieron un discurso ininteligible en la celebración de la primavera chapurreando alemán mezclado con inglés y sueco. Hablaron sobre algo de la juventud, la hospitalidad y el Lebensraum. Aderezado con las palabrotas alemanas que habían ido aprendiendo a lo largo de la semana. Los antiguos alumnos no entendían quiénes eran aquellos dos o qué hacían allí, pero se negaron amablemente a brindar cuando los oradores terminaron. Y luego presenciaron cómo los suecos se bebían una botella de Sekt cada uno y la estampaban contra el suelo de piedra.

Y ahora estaban de viaje, ya que los estudiantes de Arminia atendían como era debido a sus invitados. Tomcat y Peter habían tomado prestado el coche del padre de este, y en el reproductor de CD había un antiguo disco de Die Toten Hosen, los héroes del punk alemán, Never Mind the Hosen – Here’s Die Roten Rosen. Un álbum que grabaron para divertirse, en el que la banda hacía versiones punk de canciones populares alemanas. Los suecos se habían vuelto locos con el disco y llevaban todo el viaje poniéndolo sin parar mientras berreaban las letras.

 

Und sowas nennst du nun Liebe.

Und sowas nennst du nun Liebe, my Girl.

La-la-la!

 

El hedor a resaca y pies sudados se mezclaba con el olor a las cervezas recién abiertas. «Tercer día encerrados en un coche con dos imbéciles», pensó Tomcat, que era el alias de Thomas.

El tipo con pintas de militar solo hablaba de campos de concentración, de que Rommel en realidad era un soldado brillante y de que el fabricante de hornos se llamaba Topf & Söhne. No resultaba muy interesante salvo que fueras… idiota.

Después de las fiestas de estudiantes en Heidelberg y Bonn, visitaron un viñedo en Tréveris y ahora iban de camino al pueblo natal de Tomcat, Hattenbach, porque cuando planeó el viaje pensó que los suecos quizá quisieran conocer a jóvenes alemanes de a pie. Después de aquella semana le había quedado claro que sus invitados o se morirían de aburrimiento o sacarían de quicio al pueblo entero, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. La madre de Tomcat estaba ya enfrascada en prepararles la cena a todos. Tardaría varios años en perdonarle a Thomas la que le esperaba. Y, como si no bastara con las bravuconadas de borracho de los suecos, empezaron a hacer chistes con el nombre de Hattenbach en cuanto lo oyeron por primera vez. Al parecer, el principio del nombre significaba «sombrero» en sueco, y «estar en el sombrero» era una expresión sueca para decir que estabas borracho. A juzgar por las carcajadas histéricas de los suecos, era lo más gracioso que se había dicho en la historia, pero Tomcat no le veía la gracia por ningún sitio.

Pero lo peor eran los gritos absolutamente desafinados.

Alle Mädchen wollen küssen, und von der Liebe alles wissen…

—Se acabó —dijo Tomcat apagando la radio.

Por Dios. Él también tenía resaca. Llevaba una semana cargando con los borrachos de los suecos, disculpándose a los antiguos miembros de las Burschenschaft, todos doctores, directores y ministros. Y la oportunidad de conseguir un trabajo a través de la red de contactos de Arminia se había desvanecido ante sus ojos.

Parecía que todos pensaban que aquel espectáculo era culpa suya.

Y lo único que había hecho había sido ofrecerse como voluntario cuando supo que Arminia recibiría a dos estudiantes de la fraternidad con la que estaban hermanados en Suecia. Él no eligió a los que vendrían de visita.

Y ahora le palpitaban las sienes.

Una noche más. Luego regresarían al hermoso castillo en la ladera de la montaña de Marburgo para una cena de despedida y después se marcharían a su casa.

Tomcat pensaba pasarse dos semanas durmiendo.

Por lo menos.

Le traía sin cuidado el examen que tenía ese jueves. De todos modos, no había estudiado ni un segundo durante la semana. Podía darse por satisfecho si no terminaba con un daño cerebral permanente. Los estudios no eran importantes en ese momento, lo que importaba era sobrevivir.

Play Halbstark again —chilló el chico del peinado.

—No —respondió Tomcat—. No more Hosen.

Pero si esperaba un poco de paz y tranquilidad, se desengañó, porque en ese mismo instante los suecos empezaron a gritar la canción de Arminia:

Felsenkeller, Felsenkeller, lustige Heimaaaaaat…

Do you know —dijo el coloso de dos metros inclinándose hacia Tomcat y Peter, que iban en los asientos delanteros— in Swedish «Heimat» sounds like «hajmat», shark food.

Cuando oyó la ruidosa carcajada de idiota que soltó el grandullón, Tomcat quiso morirse.

Y así fue.

Apenas les quedaban unos kilómetros para llegar a Hattenbach cuando la calzada explotó bajo los cuatro estudiantes resacosos. El estallido sacudió el suelo, les reventó los tímpanos y se oyó a varios kilómetros de distancia.

El coche del padre de Peter reventó en mil pedazos y los cuatro cuerpos quedaron destrozados. De una forma implacable y brutal, como si lo hubiera hecho un carnicero descuidado. La piel ardía y estaba lacerada por la onda expansiva y el calor. Los dedos y los rasgos faciales habían desaparecido por completo.

Los trozos de cadáver y los restos retorcidos y ennegrecidos del coche volaron por los aires a decenas de metros de altura antes de que todo volviera a caer como una lluvia sobre el suelo: asfalto, chapa y sangre.

En el otro carril, dos coches que iban en dirección opuesta salieron despedidos al mismo tiempo, pero se encontraban más lejos de la detonación. Los lamentos y los gemidos de los moribundos se estuvieron oyendo durante casi media hora.

Después se hizo el silencio. El silencio total.