LAS TAZAS DE café de Royal Copenhagen, en las que solo quedaban los posos, seguían en la mesa, y la bandeja de la tarta y los vasos de zumo estaban vacíos. Había servilletas de lunares azules sucias y sin usar. El mantel estaba lleno de migas y de manchas de café, y aquí y allí los vasos habían ido dejando círculos de un rojo brillante. Las sillas se habían quedado separadas de la mesa, después de que los más pequeños se hubieran marchado corriendo.
Ahora, la mitad de los nietos ocupaba el sofá, diseño de Josef Frank. La otra mitad iba corriendo y gritando, atiborrados de azúcar y muy exaltados. De la nada surgió una pelota de tenis que por suerte aterrizó entre los platos conmemorativos de varias ciudades europeas que había colgados en la pared: Berlín, Praga, Budapest, París, Rostock, Leipzig, Bonn.
Los niños se habían quedado con los abuelos durante la última semana de clase para que sus padres pudieran irse de vacaciones a Bretaña. Las hermanas Malin y Lotta querían aprovechar antes de que empezaran las vacaciones de verano y media Suecia se desplazara hasta Francia.
Durante el transcurso de la semana, Stellan, el abuelo, se había refugiado en el despacho mientras que la abuela, Agneta, hacía el desayuno y la cena, y llevaba y traía a los niños del colegio y a las actividades extraescolares. Y supervisaba el baño desde el muelle esas tardes excepcionalmente cálidas de principios de verano. También era la abuela la que preparaba y metía en la maleta los tubos de bucear, las aletas, los bañadores, las gafas de baño, las piezas para jugar al Kubb y lo que quedaba del protector solar. Y luego toda la ropa, las tabletas, los cargadores y los libros del colegio.
Y allí estaban ahora las dos hermanas con sus maridos para llevarse a los niños. Parecía casi como si la casa soltara un suspiro de alivio porque dentro de poco reinaría la calma y todo volvería a la normalidad.
La puerta del jardín estaba abierta y por ahí caminaba Lotta al lado de su anciano padre, mientras él le señalaba las últimas plantas de los arriates y de los maceteros. La mayoría de las flores ella ya las conocía, pero algunas eran nuevas. A Stellan le gustaba mantener sus favoritas e ir variando el resto.
Creía que estaban más bonitas justo antes de abrirse. Cuando los brotes comenzaban a agrietarse. En eso discrepaban padre e hija.
Lotta escuchaba atentamente a su padre mientras él le iba enseñando entusiasmado el esplendor de las flores. Rudbeckias, malvarrosas, consueldas azules, dulcamaras que habían salido solas, orégano, menta, milenrama y loto corniculado. Stellan adoraba sus flores, y Lotta pensó en cuánto tiempo había pasado en el jardín durante su infancia. No podían molestar a su padre cuando estaba allí, pero todos sabían dónde se encontraba.
Mientras Stellan se detenía para recuperar el aliento, Lotta se giró discretamente y fingió que estaba contemplando la vivienda: la elegante casa de estilo funcional que se sabía de memoria y que, en realidad, no tenía ningún motivo para quedarse contemplando. Las amplias ventanas y las dos terrazas con las fantásticas vistas al lago Mälaren y la isla de Kärsön.
Después recorrió con la mirada el sendero del jardín, aquellas doce baldosas pesadas por las que ella y su hermana habían saltado tantas veces y que su padre llamaba jocosamente «los doce pasos hacia una vida mejor», porque conducían al cobertizo. Allí se podía dedicar a lo que más le gustaba del mundo sin que nadie lo molestara.
Había costado tanto colocar las baldosas que Stellan decía que ya se quedarían allí para siempre. Y por el momento llevaban cuarenta años en su sitio, con lo que quizá la profecía se acabara cumpliendo.
Miró a su padre. Tenía ochenta y cinco años, estaba tan lúcido como siempre, pero con el cuerpo cansado y envejecido. Tanto que se dejaba algunas partes del cuello cuando se afeitaba. Siempre había sido alto, pero ahora estaba encorvado. Aquellas gafas enormes que lo caracterizaron desde que a Lotta le alcanzaba la memoria se le torcían con frecuencia, y se le veía la mirada turbia detrás de los cristales.
Lotta era casi tan alta como Stellan, pero por lo demás no se parecían demasiado. El padre tenía el pelo rubio ceniza, y la hija, negro. Según Stellan, una herencia de la abuela materna, que tanta voluntad tenía. Y mientras su mirada era amable y cálida, la de la hija resultaba inquisitiva y escéptica.
—¿Por qué no nos sentamos un rato? —dijo Lotta, ya que se había dado cuenta de que el padre estaba cansado y sabía que nunca lo reconocería.
Se sentaron en el banco verde desconchado que había fuera del cobertizo. Stellan se abanicó con un plato de papel que antes contenía bulbos, y Lotta se secó el sudor de la frente. Aquel calor casi no le parecía natural. Llevaba todo el mes de mayo atenazando al país entero y no daba ninguna señal de que fuera a remitir en junio.
Cuántas veces se habrían sentado allí juntos. Un banco para descansar, pero con todas las herramientas al alcance de la mano: un lugar en el que era posible recuperarse y estar preparado para trabajar.
O al menos uno podía intentar convencerse de que así era.
En el cobertizo había muebles de exterior apilados y herramientas de jardinería que llevaban décadas sin utilizarse. Azadas, aspersores, una regadera de cobre, la hamaca a rayas ya llena de moho y las antiguas tumbonas que chirriaban y con las que les encantaba jugar a las hermanas cuando eran niñas. Tomaban el sol todavía entre montones de nieve durante los primeros días de primavera, «tomaban las nubes» en días nublados de verano, se pasaban todo el verano jugando a que las tumbonas eran barcos, coches, aviones, cohetes espaciales o muelles desde los que saltaban al agua imaginaria.
Cuando las hermanas se hicieron demasiado mayores para jugar, las tumbonas acabaron en el cobertizo, y allí habían permanecido desde entonces. Sin embargo, Stellan las utilizaba para descansar en secreto mientras trabajaba en el jardín, pero lo delataban los suaves chirridos que se oían a través de las paredes.
Ahora el cobertizo era más como un monumento de una época pasada. Solo la mesa del jardín veía la luz cada año; la sacaba Jocke, el jardinero, que seguía presentándose como un reloj, aunque llevaba mucho tiempo jubilado. Tampoco aceptaba que le pagaran. Había ido cada semana desde que Stellan y Agneta se mudaron allí recién casados, a principios de los setenta, y así había continuado incluso después de la jubilación, sin que él lo preguntara ni se lo pidieran. Tal vez necesitara la rutina para no decaer.
Lotta entreabrió la puerta del cobertizo y notó que una masa de calor se le echaba encima. Las temperaturas estivales convertían el interior en un verdadero horno.
—¿No vais a volver a abrir esa ventana? —le preguntó señalando el tablero de contrachapado que había clavado en la pared del fondo—. Ya no somos niñas, no hay riesgo de espionaje.
—No, pero ahora tenemos espías nuevos —dijo Stellan con una sonrisa.
—Solo les hacen caso a las pantallas.
—Le pediré a Joa que lo quite. La ventana da a un arbusto de kolkwitzia precioso, pero es que ya no paso tanto tiempo aquí.
—Yo diría que nada —replicó Lotta, que detuvo la mirada en las tumbonas llenas de óxido.
—Toma, para ti —le dijo Stellan Broman a su hija mientras le ofrecía una flor. Cada vez que iba a visitarlo le daba una planta o un bulbo del jardín para la huertecita que tenía en la cocina, y ella lo aceptaba agradecida.
—¿Qué es? —le preguntó.
—No lo sé. Creo que una clarkia. La plantó Jocke.
—Siempre le echas la culpa a él.
Lotta le sonrió a su padre.
Joachim siempre había sido una parte innegable de su vida, y él y su padre discutían a todas horas sobre quién era el que más sabía de las flores. La verdad es que había aprendido más de plantas y jardines con Jocke que con su padre, pero aún recordaba con cariño su interés por la jardinería cuando ella era niña, ya que eso significaba que él estaba en casa. No en el trabajo, y tampoco en la casa rodeado de colegas y amigos. Nada de celebraciones grandiosas, nada de trabajo, solo el quehacer tranquilo con los arriates.
Su vida debía de haber sido mucho más tranquila durante los últimos treinta años. ¿Anhelaría los viejos tiempos? ¿Ser el centro de atención?
Al menos les había dado a ella y a Malin una infancia distinta, una niñez que todos sus amigos envidiaban. Y ¿qué habría cambiado si el padre hubiera estado más en casa, si no se hubiera encerrado en su cuarto de estar o si no hubiera huido al jardín en cuanto entraba por la puerta? Después de todo, siempre tuvieron a su madre.
Y no cabía duda de que había sido una época muy emocionante, con todas esas caras conocidas que se presentaban en la casa, con todas las fiestas y las bromas, y todos los adultos que se dedicaban a cosas extrañas.
¿Sería la intensa vida social de los padres el motivo por el que ella era tan solitaria? La adicta al trabajo que llevaba dentro era sin duda herencia de su padre, pero cuando no estaba trabajando tampoco quería quedar con nadie. En esos momentos lo que deseaba era sentarse a leer un libro. O quizá quedar con un amigo para hablar. Un amigo.
El grito estridente de un niño les anunció que era hora de volver con los demás.
Como de costumbre, Malin se había quedado dentro con la madre. Nunca le había gustado el jardín. «Puaj, gusanos y cochinillas», sentenció ya con seis años, y no había cambiado de opinión desde entonces.
Lotta, la morena, y Malin, la rubia. La competente hermana mayor y la princesita consentida.
Casi como parodia típica de hermana pequeña, no había ayudado a su madre ni a limpiar, ni a guardar las cosas ni a fregar, pensó Lotta. Sí que había bajado del desván una caja con ropa vieja y estaba buscando prendas vintage para sus hijos.
—¿De verdad quieren ropa vieja? —preguntó Agneta.
—Pero si son superbonitas —dijo Malin mientras levantaba un mono celeste de felpa de su infancia.
Malin, con aquella melena rubia y aquellas cejas oscuras, era igualita que su madre. No cabía duda de que Agneta había sido una belleza deslumbrante, y aún a sus setenta años le seguían lanzando miradas por la calle. A pesar de que ella no se percatara. La belleza de madre e hija hacía que la gente quisiera lo mejor para ellas. Como si surgiera de su interior, y por eso no se la envidiaban.
Mientras Malin y Lotta estaban con sus padres y sus hijos correteaban, las respectivas parejas de las hermanas se habían retirado, como siempre. Algo acerca del trabajo, el coche o la reforma del cuarto de baño, sobre lo que podían hablar apartados del resto. Christian, con una camisa bien planchada y zapatos relucientes; Petter, en pantalones cortos y sandalias. No estaban muy cómodos cuando estaban juntos, un hombre del mundo de las finanzas y un burócrata cultural, pero ninguno de los dos estaba cómodo en absoluto con su suegro, el legendario presentador de televisión, de modo que recurrían el uno al otro. Ninguno estaba particularmente versado en las cuestiones que le interesaban a Stellan: la televisión de los años setenta y ochenta, los viajes por Europa o la estrecha relación entre la cultura clásica, el entretenimiento y la formación de la gente. Ninguno era capaz de citar a Schiller.
Después de ver que los cuñados habían seguido su patrón habitual, Lotta comprobó que los niños proseguían con el suyo. Sus hijos estaban sentados con la cabeza encima del móvil, y los dos de Malin se estaban peleando. Molly gritaba porque Hugo le había lanzado la pelota de tenis a la frente y le había dicho que le diera un cabezazo. La pelota había rebotado en la pared y luego en el borde de la mesa, entre dos tazas de café.
Ya era hora de llevar a los niños al entrenamiento y así librarse de los maleducados hijos de Malin. Tenía muchas reuniones pendientes, en su trabajo ausentarse una semana era muchísimo. Por suerte, Petter podía escoger su horario y los niños tenían el verano repleto de actividades.
—Es hora de irse. Dadle las gracias a la abuela y vestíos.
Leo se apartó el flequillo, se acercó a su abuela y la abrazó. A Sixten se lo tuvo que repetir, pero luego también se acercó a darle las gracias.
Malin echó un vistazo a la ropa que le faltaba por revisar, arrojó unas prendas en una bolsa y soltó la caja de cartón. Lotta se fijó en que no la había vuelto a subir al desván. Y estaba segura de que la bolsa que su hermana había llenado con la antigua ropa de su infancia permanecería intacta durante muchos años.
Lotta abrió la puerta para que salieran los niños. Petter se percató de la señal de inmediato, entró a darles las gracias a sus suegros, se dio la vuelta y se metió en el coche. Mientras tanto, ella ayudó a los hijos de Malin a ponerse la ropa. La hermana tuvo que ir en busca de Christian para decirle que entrara a despedirse, y después Lotta los llevó a todos a los dos coches aparcados en el camino que conducía a la casa, mientras se quedaba dándole un abrazo a su madre.
Stellan regresó al salón, al sillón de leer. Un Pernilla muy usado. Como sonido de fondo, a modo de protección, sonaba la Pasión según San Mateo. La grabación clásica de 1988 de John Eliot Gardiner con Barbara Bonney.
Agneta salió a las escaleras de la entrada a despedir a las hordas que se retiraban. El timbre del teléfono proveniente del interior atravesó el aire, y Agneta les dijo a sus hijas que tenía que contestar. Malin no pudo evitar comentar con una sonrisa que sus padres debían de ser las únicas personas que conocía con un fijo en casa. Dijo que nunca sería capaz de explicarles a sus hijos lo que era un fijo.
—Es cosa de tu padre —dijo Agneta excusándose—. Quiere mantenerlo a toda costa.
Volvió a la casa mientras su hija menor se reunía con el resto de la familia, que estaba esperándola.
Agneta entró en el despacho y descolgó el pesado auricular con cable rizado del antiguo modelo Dialog con dial rotatorio.
Contestó con el apellido, como siempre.
—Broman.
Al otro lado de la línea, una voz masculina con un marcado acento dijo en alemán:
—¿Geiger?
Era lo que se temía.
Dios mío.
Los niños.
Pero oyó que en el exterior los coches estaban arrancando, y se dio cuenta de que no tenía otra opción.
Hizo un cálculo rápido, después respondió con un sucinto «Sí» y colgó.
Luego subió las escaleras y se dirigió al dormitorio, sacó el cajón de la mesita de noche, levantó los manuales de instrucciones del despertador y de la báscula del baño y sacó una pistola grande y negra, una Makárov, y un silenciador que enroscó en el arma.
De camino al salón, amartilló la pistola y comprobó que seguía en buenas condiciones, a pesar de que había pasado tanto tiempo sin utilizarse. Al menos la había limpiado y la había engrasado.
Se acercó a su marido por detrás, le colocó la boca del arma en la cabeza.
Y entonces apretó el gatillo.
La sangre salpicó el libro, que luego se le cayó de las manos a Stellan. El Fausto de Goethe en su lengua original.
El disparo no había sonado muy fuerte, pero sí más de lo que ella recordaba, así que, por si acaso, bajó el arma y se acercó a la ventana del salón.
Parecía que las hermanas habían estado deliberando sobre algo, ya que aún no se habían puesto en marcha. Pero en ese momento Lotta se dirigía desde el coche de Malin al suyo, y se metió dentro.
Lotta volvió a mirar la casa mientras se sentaba en el asiento, vio a su madre observándolas y la saludó con alegría. Malin siguió la mirada de su hermana e hizo lo propio.
Con la pistola escondida a la espalda, Agneta les devolvió el saludo con la mano libre. Las hermanas dieron unos golpecitos en las ventanillas traseras para que los niños también se despidieran de la abuela. Así lo hicieron, y ella sonrió pensando que, si tenía unos nietos tan maravillosos, algo debía de haber hecho bien.