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—NO HACE FALTA que te preocupes —dijo Sara—. No estoy teniendo una crisis emocional.

—Le diste una patada. Cuando estaba tumbado.

—Me apuñaló con una navaja.

—Pero eres policía.

—Y los policías se ayudan entre sí. ¿O no?

David tenía la mirada fija al frente. Estaban vigilando un piso de citas en un bloque lamentable cuyos propios vecinos llaman The Projects, inspirados por las películas americanas.

Colosos deteriorados de color azul pálido, tan deprimentes que llevaban a pensar que la visión del arquitecto incluía tráfico de drogas y prostitución desde el principio. Ese tipo de cosas nunca se veían en los idílicos diseños que exponían en la biblioteca municipal para vencer el escepticismo de la población local.

—No estoy enfadada porque hayas hablado con Lindblad —dijo Sara—. Pero ya sabes lo manipuladora que es.

—No hablé con ella. Me lo sonsacó.

—Me lo puedo imaginar.

David seguía mirando al frente.

—Pero te puedes enfadar si quieres —continuó—. Ya estoy acostumbrado.

Sara miró de reojo a su colega. En ese momento estaba muy ocupado haciéndose el mártir, pensó Sara. Y entonces recordó que había oído que David había testificado contra un colega cuando era patrullero. Un colega que le había disparado en la espalda a un hombre que huía. Y al que habían expulsado por eso.

—¿Qué es más importante para ti? —le preguntó Sara—. ¿Detener a los desgraciados esos o a tus colegas?

David miró a Sara.

—Nunca voy a mentir para proteger a un colega que ha cometido una agresión. Y después de toda la mierda que tuve que aguantar en Malmö decidí que siempre diría lo que pienso.

—Eso está genial, David. De verdad. Imagina que pudieras ser tan directo y tan sincero con tu familia.

—¡Déjame en paz!

Sara se encogió de hombros.

—Vale. Pero a mí también me afecta. Tú te preocupas por cómo me siento, y yo me preocupo por cómo te sientes tú. Ya sabes, es más dañino reprimir las emociones, como haces tú, que dejarlas salir, como hago yo.

—Deja de agredir a los detenidos y te prometo que se lo cuento a mi familia.

—Maravilloso. Se nos va a quedar un mundo precioso.

Entonces Sara vio a un viejo conocido.

—No puede ser, qué narices. El Barón.

David siguió la mirada de Sara y vio lo mismo que ella.

Thorvald Tegnér, antiguo magistrado del Tribunal Supremo, era aún, a sus ochenta y nueve años, un cliente asiduo de las prostitutas de la ciudad, con una preferencia por las chicas más jóvenes. Un habitual que nunca trataba de disculparse, que nunca les imploraba a los agentes que lo detenían, ni se enfadaba ni trataba de huir. Lo confesaba en el acto, aceptaba la multa y la pagaba. Y al cabo de unas semanas volvía a aparecer en otro prostíbulo o en otro piso de escorts. Si lo pillaban con las manos en la masa, se retiraba de la chica y se quedaba de pie sin ápice de vergüenza mientras hablaba con los policías completamente desnudo. Sara no tenía ganas de que Martin envejeciera. El escroto ralo y colgandero y el vello púbico blanco no eran una visión agradable. Aunque quizá cuando llegara el momento le parecería que sí.

El Barón no era noble ni mucho menos, había recibido ese apodo por lo altivo que era. Hoy justo llevaba una bolsa de H&M, lo cual era un sorprendente guiño al pueblo llano para un esnob refinado como él.

—Nos lo llevamos. Da igual que no deje de hacerlo. Al menos sabrá que no nos rendimos.

—De acuerdo. Diez minutos para el despegue —respondió David.

Al cabo de unos momentos de espera, sonó el teléfono de Sara.

—¿Diga?

Había identificado por el tono de llamada que era Anna.

—Actualización —dijo su amiga, sin más saludo—. No hay huellas de la banda de ladrones en casa de los Broman. Nada de sangre, ninguna huella dactilar, ningún pelo. Las conexiones con la torre de telefonía también apuntan a que no fueron ellos.

—No me sorprende.

—¿Cuánto tienes sobre el tema de la Guerra Fría?

Ahora lo entendía. Sara se había preguntado por qué la llamaba precisamente a ella, que no formaba parte de la investigación, para informarla, pero en ese momento lo comprendió. Anna se había dado cuenta de que se había equivocado y quería comprobar la teoría de Sara. A pesar de todo, haberla llamado la honraba.

—Mucho. Te lo puedo enseñar, pero ahora no. Nos podemos ver dentro de unas horas.

—Vale. Llámame.

Yes.

Colgaron, como se sigue diciendo, a pesar de que nadie cuelga ya el auricular.

—¿Qué dices? ¿Entramos?

David miró su reloj.

—Vamos allá.

David sacó uno de los móviles sin registrar que tenía el grupo y llamó al número que encontró en internet.

—Natasha —dijo una chica con acento del este.

—Hola —dijo David—. ¿Cuánto es? Estoy fuera. Solo tengo diez minutos.

—Ciento veinte por media hora.

—OK. ¿Qué planta?

—La cuarta. Hallman. El código es twentyone twentyone.

Se bajaron del coche, se acercaron a la puerta y metieron el código. Subieron en el ascensor a la cuarta planta. Era normal que un chulo subalquilara un piso de tercera o cuarta mano por un precio cinco veces más alto de lo habitual sin que el propietario supiera lo que estaba sucediendo. Después el chulo metía a todas las chicas que podía en el piso y lo convertía en un burdel.

Hoy por hoy no había ni matones ni tipos musculados vigilando a las chicas. Las bandas de traficantes las controlaban amenazando a sus familias. O les decían que iban a matar a su madre o secuestraban a sus hermanas y las ponían a hacer lo mismo que ellas. Y por lo general las chicas cedían. En parte era por eso por lo que rara vez querían colaborar con la policía, por el miedo de que le pudiera ocurrir algo a su familia en su país natal. Y allí la policía sueca no podía protegerlos.

Sara odiaba no tener una buena respuesta para cuando las chicas les contaban por qué no querían denunciar a los chulos o testificar contra sus clientes.

Se mantuvo a unos metros de David mientras él llamaba a la puerta, porque había una mirilla. Pero cuando abrieron, se acercó rápidamente, al mismo tiempo que su colega agarraba el picaporte, colocaba un pie delante de la puerta y enseñaba su placa.

—Policía —dijo en voz baja—. Vamos a entrar.

Y le hizo un gesto a la chica para que se quedara callada.

La joven que le había abierto estaba obviamente drogada y parecía asustada. No podía tener más de dieciocho años. Tal vez acabara de llegar y creyera que la policía en Suecia era como la de su país. Que corría el riesgo de que la violaran y le robaran sus ingresos.

—¿Dónde está? —susurró Sara—. Where is he? —repitió cuando vio que no le respondía.

La chica señaló una puerta cerrada del pasillo. Sara se posicionó y David la abrió. Al otro lado había una habitación vacía con las persianas bajadas y nada más que dos colchones en el suelo. Delante de ellos, una chica demasiado joven estaba de rodillas haciéndole una felación al arrugado Tegnér. Él la agarraba del pelo con fuerza y mantenía la otra mano unos centímetros por encima de la cabeza, como si estuviera preparado para soltarle una bofetada en cualquier momento. La chica no tendría más de quince o dieciséis años, llevaba el pelo en dos moñitos e iba vestida con unas medias rosas y una camiseta del mismo color con el mensaje Daddy’s girl. A su lado, en el suelo, había un oso de peluche enorme, la bolsa de H&M y un recibo.

—Policía —le dijo Sara a la chica, que interrumpió la felación y miró a Sara y David con ojos ausentes. Durante unos segundos pareció insegura, pero después giró la cabeza y continuó con lo que estaba haciendo. Y el Barón le dio una palmadita alentadora y miró a Sara a los ojos mientras no dejaba de sonreír.

Sara se acercó y apartó a la chica. Después empujó a la chica hacia David y se volvió a por Tegnér.

—¿Cuántas veces van? ¿Cien?

—¿A que es guapa?

—Como tenga menos de quince años te vas a enterar.

—Tiene dieciocho. Lo tengo por escrito.

—Se ve perfectamente que no es así.

—A mi edad uno no ve la diferencia entre catorce y dieciocho, como te puedes imaginar.

Y le sonrió.

Lo más probable es que fuera verdad. Seguramente se librara con esa explicación. Sobre todo si el juez era alguien como él. Un hombre mayor, blanco, heterosexual y engreído. Siempre se mostraban muy comprensivos con sus justificaciones y sus excusas.

Tegnér tendría algún mensaje en el que la chica confirmara que era mayor de edad, y a sus años en teoría es difícil distinguir entre los catorce y los dieciocho.

Eso era lo que más le fastidiaba a Sara. Que los abusadores simplemente seguían haciendo lo mismo. Daba igual las veces que los pillaran sus colegas y ella.

Volvían a aparecer, sin más. Sonriendo felizmente.

David llamó a su contacto de los servicios sociales para que se encargaran de la chica. Sara sabía que eran ambiciosos y que hacían un buen trabajo, siempre y cuando las chicas estuvieran dispuestas a recibir ayuda. David ayudó a la joven a levantarse.

—Espera —dijo Tegnér—. No os la llevéis. Tendré que terminar primero.

Sara se volvió hacia él y vio cómo miraba a la chica con una sonrisa, mientras tiraba despacio del prepucio hacia delante y hacia atrás sobre el glande.

Tardó un segundo en comprender lo que estaba haciendo, era tan asqueroso que no pudo interpretarlo de primeras. Después, por puro reflejo, le asestó un puñetazo. Lo golpeó justo en la mandíbula, y oyó el crujido cuando el puño aterrizó.