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«DESAPARECE LA MUJER de Stellan.»

«¿Dónde está Tía Agneta?»

«¿Asesinada?»

Bajo el último titular habían publicado su antigua foto del carné de conducir. El cartel con los titulares en el exterior del 7-Eleven del este de Södermalm solo hablaba de ella, igual que las portadas de los diarios que la gente estaba leyendo al sol.

Notaba el contorno de la pistola contra el muslo. Podía necesitarla si, contra lo que esperaba, alguien la reconocía, así que la llevaba a mano en el bolsillo.

Una mujer mayor con una chaqueta al calor del verano no le llamaba la atención a la gente. Se dio cuenta de que el desinterés del mundo jugaba a su favor; y prefería sin duda el anonimato, no solo por su misión.

Podía leer «Tía Agneta» por todas partes.

De repente se había convertido en importante dentro del flujo de noticias sensacionalistas. Por primera vez en su vida.

Y, por desgracia, en un momento muy poco oportuno.

Precisamente cuando más necesitaba ser invisible, empapelaban el país con alarmantes titulares amarillos que le gritaban a la ciudadanía para que estuviera alerta por si la veían.

Con la mejor de las intenciones, por supuesto. «Ayudemos a encontrar a la mujer del padre de la patria. La segunda madre de todo el país.»

Nunca llegó a serlo en todos los años en los que su marido había dominado los medios de comunicación. Entonces quedaba relegada a un segundo plano, todo giraba en torno a él. Y en todos los reportajes que hacían a la familia, se centraban en las hijas junto a su padre.

Pero ahora a los periodistas de la prensa amarilla les convenía describir a Agneta como una figura materna para todos los que crecieron entre 1965 y 1990.

No se atrevía a comprar periódicos, aunque habría estado bien saber qué otras fotos habían publicado de ella. Esperaba que su nuevo aspecto bastara como camuflaje.

Lo esperaba, pero tenía que comprobarlo.

Llevaba el pelo gris prácticamente rapado, iba sin maquillaje y se había puesto unas gafas de cerca con una montura muy gruesa. Una chaqueta nueva, una barata de H&M, para gastar lo menos posible de su fondo de guerra.

Le gustaba el corte de pelo. Era como volver a ser joven. La instrucción, los campamentos de prácticas, el estado de alerta constante. La inquietud y el compromiso. El mismo corte de pelo que llevaba en aquella época, cuando sentía una pasión desmedida por las cosas. Cuando tomó las decisiones que guiaban las acciones del presente.

Se preguntó qué dirían sus hijas si la vieran así. Ahora que se había quitado la máscara de madre que se dedicaba a organizar fiestas y de ama de casa. ¿Serían capaces de entender quién era? ¿Lo que era?

¿Qué pensarían sobre su infancia cuando la verdad sobre sus padres saliera a la luz? Que hasta cierto punto habían formado parte de una fachada, peones en el juego de Agneta. ¿Cambiaba eso algo? ¿Verían su infancia de otra forma? Seguro que sí, pero ¿cómo?

Recordaba que, cuando se destapó la gran red de espionaje rusa en Estados Unidos, en 2010, y expulsaron a los espías después de casi veinte años con identidades falsas, al menos uno de los hijos de unos espías se quedó en el país para continuar con su carrera como pianista. Decidió convertir su vida inventada en real, porque era lo que había creído todo ese tiempo.

Pero ¿qué vida de Agneta era la real?

Claro, es que de eso se trataba. Con todas las lealtades secretas y las dobles intenciones no resultaba muy sencillo saber qué era cierto.

Si es que algo lo era.

Solo le cabía esperar que sus hijas continuaran con su vida, bajo sus propios términos. Que no asumieran las decisiones equivocadas de sus padres. Agneta estaba dispuesta a hacer todo lo posible para que sus nietos se libraran. A ponerle fin a la maldición. El pecado original del traidor.

Dio a luz a sus hijas cuando aún estaba absorta en la misión, la lucha por la paz. Las tuvo como parte de la tapadera, lo sabía.

Era injusto para ellas. Eso también lo sabía. Pero los nietos le llegaron cuando todo había acabado. O cuando ella creía que todo había acabado. Cuando se atrevió a convertirse de verdad en Agneta Broman.

No quería perderlos como sentía que había perdido a sus hijas, o al menos el derecho a decir que era su madre. Porque las había engendrado con un objetivo, no por el bien de las niñas. Tampoco por el suyo.

Los nietos eran la prueba de que la vida normal y corriente vencía a la larga a las ideologías. Habían crecido al margen de las amenazas y las alianzas oscuras que caracterizaron la vida de Agneta. La Guerra Fría y las viejas discrepancias les eran completamente ajenas. Eran un símbolo de la vida real. La vida en la que también ella había empezado a creer.

La plaza Mariatorget estaba a rebosar de gente. Turistas asiáticos, chicas jóvenes con el pelo de colores y piercings en la nariz, cincuentones barbudos del barrio de Södermalm con el trasero plano y camisetas en las que se podían leer nombres de marcas de guitarra. Tuvo la suerte de encontrar un hueco en uno de los bancos del parque y aprovechó para disfrutar del sol y descansar un poco. Pero ya había llegado el momento.

Una pelota rodó en su dirección. Se levantó, la recogió y se acercó a Hugo.

—¿Es tuya?

—Gracias.

El mérito de que Hugo diera las gracias no era de Malin; la hija no se había preocupado demasiado por la educación de los niños. Era Agneta la que siempre prestaba atención a que dieran las gracias y le estrecharan la mano. Y a que preguntaran si se podían retirar de la mesa.

Pero lo más importante era que Hugo no la había reconocido. Aunque acababa de pasar una semana entera con ella.

Agneta esperó a que su nieto volviera con Malin. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca del objeto que había cogido de casa, su arma secreta, que le ayudaría si se tropezaba con algún obstáculo. Casi podía sentir la fuerza que contenía. Después lo apartó y agarró la culata de la Makarov, que también llevaba en el bolsillo. En el otro portaba la Smith & Wesson de Kellner. Si la prueba no salía bien, tendría que escapar rápidamente. Con un disparo al aire bastaría. O en alguna pierna, para que también se oyera un buen grito de angustia.

Como era de esperar, su hija estaba sentada hablando con una amiga y llevaba un latte en la mano con aquella manicura tan cuidada. A su lado descansaba un bolso que costaba como dos lavadoras.

Hugo señaló a Agneta y la hija le dirigió una mirada distraída, pero no reaccionó. Perfecto.

Repasó la lista de cosas pendientes:

Ver a sus nietos para recordar por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo: completado.

Poner a prueba su nuevo aspecto en un lugar comprometido: completado. La gente más cercana a ella no la había reconocido.

Ya no era nadie. Era invisible.

Por si acaso, pasó por delante de Malin y su amiga al marcharse. Con el rabillo del ojo vio que la hija la miraba directamente pero no la reconocía. Agneta soltó la pistola, sacó la mano del bolsillo y volvió a subirse la cremallera.

Ahora no tenía que preocuparse por que alguien la pudiera reconocer. Era libre para actuar como quisiera.

Ahora podía centrarse en el próximo encuentro.