EL PISO ENTERO estaba a oscuras cuando Sara llegó a casa. Se veía un resplandor por debajo de la puerta del cuarto de Olle, pero el resto de las luces estaban apagadas. Su hijo solía quedarse despierto jugando hasta que le decían que parara. Sara no había llegado a decidirse sobre qué le parecían los videojuegos. Le había prohibido los más violentos, y le había dejado muy claro a Martin que tampoco podía comprárselos, aunque fueran para él. Tenían que predicar con el ejemplo. Pero no sabía qué pensar de las horas que pasaba jugando a juegos inofensivos. Al fin y al cabo, ¿no era un pasatiempo como otro cualquiera? ¿Le habrían controlado el equivalente al tiempo de pantalla si se dedicara al coleccionismo de sellos? ¿O al fútbol? ¿Acaso Zlatan no se convirtió en el jugador que era por las interminables horas que dedicó a entrenar? O Björn Borg en su época, que se pasaba los días y las horas golpeando la pelota de tenis contra la puerta de un garaje. ¿En qué se diferenciaban los videojuegos de otros intereses? Sara caminaba por el piso mientras reflexionaba. Aunque las noches ya eran muy claras, la casa era tan grande que seguía teniendo que encender algunas luces.
Ebba estaba otra vez de fiesta de graduación, recordó Sara. Había fiestas todas las noches. Y le daba la sensación de que eran mucho más salvajes que las de su época. Más alcohol, más sexo, quizá también drogas.
Se encontró a su marido durmiendo en el sofá, con su adorada guitarra Martin en el regazo. El mismo nombre que su dueño, aquello tenía que significar algo, como siempre decía él.
¿Así se pasaba las tardes cuando ella no estaba?
¿Tocando acordes para mantener vivo su sueño roquero? La guitarra había costado cuarenta mil coronas, así que Sara la retiró con cuidado para que no se le cayera al suelo, o se le escurriera y acabara tumbado encima.
«Cuarenta y tres mil coronas por una guitarra que apenas sabe tocar», pensó. Como si ella alquilara la mayor sala del teatro Dramaten para contar un chiste.
Martin soltó un ronquido y Sara lo miró. Tenía el mentón lleno de babas. No era una imagen muy agradable.
Su conquista.
¿Se habría esforzado hasta el punto que lo hizo por estar con él si Lotta no se lo hubiera intentado robar?
A decir verdad, no lo sabía. Lo que era innegable es que la decisión de conquistarlo había afectado a su vida.
Ebba y Olle.
Los años en los que Martin trataba de convertirse en artista y vivían de su sueldo.
Cuando vendió la empresa y se mudaron a aquel ático gigantesco.
El tiempo que pasaba con sus suegros y sus cuñados.
Sin Martin, nada de eso existiría en la vida de Sara.
De repente, se sintió avergonzada. Intentó deshacerse de la sensación de que su marido era ante todo una prueba de que había derrotado a las hermanas. La venganza por una infancia en desventaja. Era ella quien se había ganado al chico del que Malin estaba enamorada y Lotta había tratado de conquistar.
¿Era Martin solo un símbolo de que Sara tenía que ganar siempre?
Y, de ser así: ahora que había ganado, ¿qué iba a hacer con él?
Martin fue una parte del idilio en Bromma. Vivía apenas a unas manzanas de distancia y pasaba mucho por allí con sus amigos en bici, después en ciclomotor y en moto y, finalmente, en coche. Iban a mirar a Lotta, mientras que Malin y Sara los miraban a ellos. Chicos mayores. Martin cursaba octavo y ella y Malin iban a sexto cuando Jane dejó repentinamente el trabajo en casa de los Broman y se llevó a su hija a Vällingby a una semana de que terminara el curso. Mientras sus compañeros de clase cantaban Den blomstertid nu kommer, Sara estaba sentada sola con un plato de cereales de miel en un apartamento vacío donde resonaba el eco. En ese momento pensaba que no volvería a ver a su amado, pero en realidad la mudanza no había pulverizado sus planes amorosos, solo los había retrasado unos años.
Sara recordaba los celos que sintió al oír el rumor de que Martin se había acostado con Lotta. En la fiesta de graduación de Malin, la misma fiesta en la que ella se había caído redonda. Ya tenía algo con Martin por entonces, pero si se hubieran acostado aquella noche, quizá se habría quedado en otro amor adolescente más que hubiera durado unos años antes de que rompieran. Cuando Lotta se metió por medio fue cuando la cosa se puso seria, de una forma completamente distinta.
Ahora que había vuelto a la vida de las hermanas no pensaba rendirse. Martin era suyo.
Se pasó el verano entero sintiéndose desgraciada porque Lotta la había suplantado, hasta un día que se estaba desmaquillando después de un pase de modelos en el patio de luces de los grandes almacenes NK. Se miró en el espejo y pensó que, si valía como modelo para la mejor agencia de Estocolmo, entonces quizá debería sentirse más segura de sí misma.
Así que llamó a Martin y le preguntó si quería tomarse un café. Y resultó que sí quería. Al principio el ambiente era un poco extraño, como expectante, probablemente por lo que había ocurrido durante la fiesta de Malin. Pero no parecía que ninguno de los dos quisiera dejar al otro, los dos albergaban esperanza.
Y al cabo de más o menos una hora se relajaron y después continuaron quedando.
El tomar conciencia de que tenía el poder de decidir sobre su propia vida fue determinante para Sara. Fue lo que la llevó a dejar la carrera de modelo después de unos años. Comenzó a practicar deportes de lucha y se leyó un montón de libros de autoayuda escritos por charlatanes para recuperar el control sobre su existencia. Fue cambiando de trabajos en cafeterías, atención domiciliaria, empresas de mensajería y de vigilancia, hasta que comprendió que quería ser policía. Por aquel entonces ya vivía con Martin y él iba tirando en el mundo del entretenimiento. Su caché más habitual eran cervezas gratis, así que pagaban el alquiler conjunto con el sueldo de Sara.
Durante esos años apenas tuvo contacto con su madre. En realidad, lo retomó a regañadientes cuando nacieron los niños. Ahora sabía que la razón de la ruptura tenía que ver consigo misma, con lo mucho que se avergonzaba por lo que se había enfadado con su madre.
Pero nunca llegó a comprender la razón de marcharse de Bromma. En lugar de limpiar y preparar comida en casa de Stellan y Agneta, Jane estuvo limpiando colegios durante el resto de la infancia de Sara. ¿Era mejor? ¿Se habría sentido inferior a los Broman porque se encargaba de su suciedad, porque dependía de ellos? Si precisamente gracias a ellos había conseguido trabajo, a pesar de que era joven, estaba embarazada y acababa de aterrizar huyendo de la dictadura polaca.
Sara sacó el portátil y metió los nombres de las hermanas en el cuadro de búsqueda. Se convenció de que lo hacía porque era necesario para la investigación, pero sabía que no era cierto. Lotta y Malin habían comenzado a reconcomerle el cerebro de nuevo, y quería encontrar la forma de distanciarse de ellas. Liberarse de su influencia.
Ya en la segunda página de resultados acerca de Malin aparecieron artículos, blogs y debates en foros sobre sus contribuciones como presentadora de Burbujas de verano. Sara lo leyó todo con detenimiento. Malin era un desastre, miraba a la cámara equivocada, hacía preguntas ridículas a los invitados y no entendía las respuestas. Por lo demás, la mayoría de los enlaces trataban sobre los programas en los que había trabajado tras la cámara, y ahí las opiniones eran más variadas. Y había un montón de fotos de grupo de famosos y fiestas de la televisión. Además del hilo reglamentario del foro Flashback, en el que hombres solitarios compartían de una forma repugnante cotilleos y fantasías sobre mujeres famosas con las que nunca podrían estar. En este caso, el nombre de Malin aparecía bajo el título «¿Dónde se han metido?».
Las fotos grupales de Lotta eran solo de contextos serios, si es que una fiesta se podía considerar un contexto serio. De la Agencia de Cooperación, de otras organizaciones de ayuda, de la semana de Almedalen, de alguna gala televisiva benéfica, de la gala de los premios Guldbagge. El resto eran innumerables enlaces sobre el trabajo de la Agencia, sobre comités en los que había participado, sobre su carrera en el movimiento deportivo y demás. Lo único negativo fueron varios artículos sobre la ayuda a organizaciones que, según los autores, apoyaban el terrorismo, y ahí a Lotta le tocó ser el chivo expiatorio como directora general.
Dejó de navegar por internet al oír un bufido extraño. Soltó el portátil y se acercó al ruido. Walter, el gato, estaba brincando por la cocina. Arañaba el suelo con las garras, saltaba, se daba la vuelta y regresaba al mismo sitio. Se quedaba quieto esperando, luego sacaba una pata, soltaba un zarpazo y volvía a dar vueltas. Entonces Sara vio que había cazado un ratón. Aquello era muy frecuente en Gamla Stan, había roedores por todas las tuberías y las paredes. Al menos no era una de esas ratas gigantescas de las cloacas. En ese caso, habría sido la rata la que hubiera cazado a Walter.
Después paró el juego. El gato abandonó al ratón, se dirigió a su cuenco de comida y empezó a comer; estaba hambriento después del esfuerzo físico.
Sara se acercó a mirar. El gato le había atravesado el cuerpo con varios mordiscos y ahora estaba dolorido. Moribundo y sufriendo. Tal vez se alargara. Walter ya no le prestaba atención. Sara suspiró, no le apetecía en absoluto, pero sacó una bolsa de plástico y un martillo. Después le dio la vuelta a la bolsa, recogió el ratón y le dio de nuevo la vuelta. La colocó en el suelo y lo mató de un golpe. Detestaba hacerlo, pero no quería que muriera con el dolor, y tampoco quería pedirle a su marido que se encargara del ratón. Le parecía algo del siglo XIX.
Walter no reaccionó al golpe. Se limitó a salir tranquilamente de la cocina sin volverse.
A Sara le resultaba difícil encajar todos sus rasgos. Por un lado, era un gato adorable, el más bueno del mundo; le encantaba que lo acariciaran y nunca había mordido a nadie. No se iba cuando se lo colocaban en el regazo. Por otro lado, era un sádico asesino y un torturador de ratones.
Tiró al retrete el cadáver del ratón y la bolsa ensangrentada a la basura. Cuando iba por el pasillo observó que seguía saliendo un resplandor por debajo de la puerta de Olle. ¿Se habría quedado dormido sin apagar la luz?
Sara abrió la puerta y vio a Olle en el ordenador. Por encima del hombro, en la pantalla había dos chicas desnudas de pechos enormes que se turnaban para chupar un pene negro gigantesco. Olle cerró de golpe la tapa del portátil en cuanto oyó que se abría la puerta.
—¿Qué pasa? —dijo estresado.
—Iba a apagarte la luz —respondió Sara, conmocionada—. ¿Estabas viendo porno?
—No.
—¿Es que no sabes que abusan de la gente?
—¡Vete!
—Hay mejores representaciones del sexo, si quieres verlo. Pero eso de ahí es pura humillación a la mujer.
—¡Que te vayas!
Su hijo se levantó de un salto de la silla y la echó del cuarto. Sara le habló a través de la puerta.
—No estoy enfadada —intentó decirle.
Sin respuesta. Era como si hubieran levantado un muro invisible entre los dos. Si no lo aclaraban en ese momento, quizá el muro se quedara allí para siempre.
—Olle, de verdad creo que deberíamos hablarlo. —Hizo una pausa para que contestara. No lo hizo—. No hay por qué avergonzarse. Pero es que es una industria horrible.
Seguía sin respuesta.
Mierda.
Quizá el muro ahora fuera mucho más alto.
Estaba claro que se avergonzaba. Y que se había enfadado. Que tu madre te pillara con algo sexual… No había nada peor. Además, sabiendo que lo que habías hecho estaba mal. Olle era perfectamente consciente de lo que Sara opinaba acerca de la industria del porno. Pero es que era tan accesible, tan fácil encontrarlo. Y a los adolescentes les interesaba muchísimo. Le resultaba raro guiar a su hijo al «buen» porno; una madre no debe inmiscuirse en la vida sexual de sus hijos. Siempre y cuando no tuvieran preguntas, claro está. Preguntas normales. No preguntas sobre dónde encontrar películas porno que merecieran la pena.
Y Sara estaba convencida de que todo estaba relacionado. El porno y la prostitución. Era como si Olle hubiera entreabierto la puerta a un mundo que ella sabía que era asqueroso y deprimente. Un mundo que ella deseaba con todas sus fuerzas que no existiera.
Comprendió que debería hablar con Martin sobre lo que había pasado. Para que él pudiera tener una charla con su hijo, inmediatamente, ahora que todavía era relevante. Martin había sido un chico adolescente, y seguro que sabía mucho mejor cómo se comportaban a esa edad. Si lo amenazaban con prohibírselo por completo, se volvería aún más tentador.
Cuando Sara fue al sofá para despertar a su marido, el móvil de Martin emitió un parpadeo en la mesita. Pensó que sería Ebba, que querían que fueran a buscarla. Siempre avisaba a Martin en esos casos. En parte porque Sara solía estar trabajando, en parte porque era mucho más fácil conseguir que su padre la llevara y la trajera.
Levantó el teléfono de Martin y tocó la pantalla. Un nuevo mensaje. Metió el código de desbloqueo y abrió la aplicación para ver el más reciente. De un número de prepago.
Un mensaje multimedia.
Un primer plano de unos genitales femeninos con un piercing. Y una mano de largas uñas con esmalte turquesa que abría los labios para una vista completa.
Sara no sabía qué pensar.
Subió en los mensajes. No era la primera foto de una vulva que recibía Martin. Cinco del mismo número durante las últimas semanas.
Sara buscó en Google el número de teléfono. No estaba registrado, pero apareció en una página con el nombre «Nikki X - Escort de lujo».
Sara miró a su marido y después a la foto de la vulva. Y otra vez a Martin.
Una escort.
Se quedó totalmente en blanco. Trató de pensar, pero estaba totalmente bloqueada.
Dejó con cuidado el móvil, levantó la preciada guitarra de Martin y la estrelló contra la mesita de modo que quedó destrozada.
Su marido dio un salto, pero para entonces Sara ya estaba en el vestíbulo con las llaves en la mano.
Martin.
Con una prostituta.
Con una puta.
Sara nunca usaba esa palabra para referirse a las chicas que conocía en el trabajo.
Pero Nikki X era una puta.
Una puta de mierda.
La responsabilidad era por completo de Martin. Era él el que estaba casado y tenía hijos. Era él el que le pagaba a una mujer por sus servicios sexuales.
Pero, aun así, Nikki X era una puta.
Sara se sintió como una idiota. Muy idiota.
Ingenua, tonta, imbécil.
La autosuficiente y recta Sara Nowak, que condenaba a todos los hombres que pagaban por servicios sexuales y se compadecía de sus mujeres y familias, pero que en el fondo creía de alguna forma que las responsables eran ellas. Las mujeres habían escogido al hombre equivocado con el que compartir su vida. Sara siempre había pensado que prefería vivir sola a casarse con un hombre al que se le pasara siquiera por la cabeza la idea de pagar por mantener relaciones sexuales.
Ahora se daba cuenta de que no era una cuestión de moral, sino de autoengaño.
Sara salió corriendo hacia la plaza de Kornhamnstorg.
No tenía ni idea de adónde ir.
¿Al trabajo?
¿Y si llamaba a David? ¿Estaría preparado para escucharla sin juzgarla? ¿Sin que Sara sintiera que la habían derrotado? Su madre quedaba completamente descartada.
¿Dónde debería ir? No quería deambular entre desconocidos, ni borrachos ni enamorados felices.
Quería que la dejaran en paz. En Lilla Nygatan, una de las calles que salían de la plaza, había un hotel. Bien. Tenía que meterse en algún lado.
Sara rodeó Forex y giró hacia Lilla Nygatan. Comprobó que llevaba la cartera en el bolsillo para pagar la habitación. Lo único que le preocupaba era que pudiera destrozarla.
—¡Dejadme en paz!
Sara reconoció inmediatamente la voz de Ebba. Provenía de la plaza que quedaba a su espalda, se dio la vuelta y regresó a toda prisa. Cuando llegó a Kornhamnstorg vio a su hija. Acababa de salir del metro y la seguían dos chicos corpulentos.
—¡Puta, puta, puta! —coreaba uno mientras daba palmas, como una grotesca animadora en solitario.
—Venga, va, ¡espera! —le gritaba el otro.
—¡Que me dejéis en paz! —volvió a gritar Ebba.
Entonces el que cantaba como una animadora la alcanzó y le tiró del pelo.
—¡Calientapollas! Ven aquí ahora mismo.
Al segundo siguiente cayó de espalda gritando de dolor. Sara se había abalanzado sobre él, le dobló el brazo, se agachó y se lo pasó entre las piernas. Después se puso de pie y lo levantó al tiempo que lo empujaba hacia delante. Una técnica de krav maga que nunca había probado fuera del gimnasio, pero que parecía que funcionaba estupendamente. El chico gritó al perder el control de su cuerpo, salió volando por los aires y luego se estrelló contra el suelo.
Sara no pudo contenerse y le soltó una patada en la barriga mientras seguía tumbado para que no se defendiera. Antes de que al otro le hubiera dado tiempo a comprender lo que había sucedido, Sara lo agarró del cuello y le dio un rodillazo en el plexo solar. Empujó la cadera con fuerza para darle un impulso extra y el chico se desplomó a sus pies.
—¡Ni se os ocurra acosar a las chicas así! —gritó Sara con la cara a escasos milímetros de la del muchacho que se encontraba más cerca.
—¡Mamá! —dijo Ebba—. ¿Qué haces…? ¿Qué haces aquí? ¿Me estabas siguiendo?
—No, vengo de esa calle —dijo Sara señalando hacia Lilla Nygatan—. Te he oído gritar.
—¡Pero no puedes pegarle a la gente!
—¿Preferirías que te hubieran atacado? No tienes ni idea de lo que son capaces los cerdos como estos, de la mierda que he tenido que ver.
—¡Pues si tan horrible es cámbiate de trabajo, así no vas por ahí agrediendo a la gente! ¡Está claro que no puedes más!
Ebba se marchó furiosa. A su casa, comprobó Sara tranquilizándose. Esta vez estaba bastante segura de que la ira de su hija hacia ella se había visto reforzada por la impresión de que la hubieran atacado. Al igual que Sara, a pesar de que Ebba no había llegado a darse cuenta del todo de lo vulnerable que era.
Se dirigió a los muchachos abatidos. El que había salido volando al menos se había sentado y el otro se había puesto de pie, aunque seguía con la mano en la barriga. Al chico del suelo le sangraban la nariz y la frente.
—Solo estaba protegiendo a mi hija —dijo Sara—. Os habéis comportado como unos cerdos. Pero si queréis poner una denuncia, os puedo ayudar.
—No, no pasa nada.
—Estoy sangrando.
—Ahora lo arreglamos —le dijo su amigo—. Venden tiritas en el 7-Eleven.
—OK —dijo Sara y volvió a su casa. Tenía que volver. Le parecía que el mundo entero se le estaba desmoronando y que dependía de ella tratar de pararlo.
Primero el asesinato de Stellan y ahora Olle viendo porno, Martin infiel y dos jóvenes acosando a su hija.
¿Qué narices estaba pasando?
En el mismo instante en el que abrió la puerta del piso, Ebba salió del baño y se metió en su cuarto dando un portazo.
—¿Qué estás haciendo?
Martin salió del salón con lo que quedaba de la guitarra en la mano. Parecía desolado, pero a Sara le costaba sentir compasión.
—Pregúntale a Nikki X.
—¿A quién?
—La que te manda fotos de su coño.
Las palabras surtieron efecto.
—¿Qué dices?
—Creía que te había escrito Ebba, así que he mirado el mensaje y me he encontrado con un reconocimiento ginecológico en la cara. Y no era el primero.
Martin no respondió.
—¿Cuánto tiempo llevas con esto? ¿Dónde la has conocido? ¿Y cómo narices eres capaz de pagar por mantener relaciones cuando sabes lo que veo cada día?
—¡Para! ¡No he pagado por mantener relaciones! No me he acostado con nadie que no seas tú desde que estamos juntos.
—Eso no es lo que muestran las fotos. Aunque no se la hayas metido, está claro que lo habéis hecho por teléfono.
—No, eso no es cierto. Es una chica que está intentando firmar un contrato con Go Live, y cree que esa es la forma de conseguirlo.
—¿Un contrato? ¡Si es una prostituta!
—Puede ser. Pero también canta y compone.
—¿Y te manda fotos de su vulva para conseguir un contrato con tu empresa?
—Sí, parece que cree que las cosas funcionan así.
—¿Y de dónde ha sacado esa idea?
—Con la experiencia que ha tenido con los hombres, no sería raro que crea que todos piensan con la polla.
—Bueno, es que es así.
—Nunca la he animado a que me las mandara. Míralo tú misma, no le he respondido a ningún mensaje.
Martin le enseñó la pantalla del móvil y subió hacia arriba. Solo había mensajes recibidos de Nikki X, ninguno que hubiera enviado él.
—¿Entonces eres una inocente víctima a la que le mandan las fotos sin su consentimiento?
—Sí.
—¿Y se puede saber por qué las estás guardando? No, no hace falta que digas nada, ya lo sé.
—Sí, claro que tengo que decir algo, porque es que te estás inventando tu propia realidad. Las he guardado por si la cosa degeneraba, se volvía peligrosa y tuviera que denunciarlo a la policía. Quiero tener pruebas del acoso.
—¿Y por qué no lo has hablado con tu mujer? Tu mujer que es policía.
—Porque ibas a reaccionar exactamente como estás reaccionando ahora y a pensar que me gustaba.
—Pero después te habría escuchado, tal y como estoy haciendo ahora.
—Demuéstrame que me estás escuchando y que me crees.
—¿Puedo ver el teléfono?
Martin le dio el móvil. No había llamadas hacia o desde el número en todo el historial. Y los mensajes eran solo de ella.
Sara decidió creerlo, pero se mostró escéptica ante la elección de guardar las fotos. Martin quedaba absuelto, al menos de momento.
—Me encantaba —dijo su marido levantando los restos de la guitarra. Un Martin destrozado con una Martin destrozada.