—HAN LLAMADO.
Karla Breuer levantó la vista del libro y la clavó en Strauss. Su querida bala de cañón, como solía llamarlo ella. Bajo, esférico y de una eficacia letal.
Sabía que él la llamaba el Espectro Blanco, por su larga melena blanca, los ojos del azul del hielo y la ropa nívea. Y porque la veía como un vestigio del pasado, una aparición de una época olvidada.
—¿Quiénes? Y ¿a dónde?
—Beirut. A Estocolmo —dijo Strauss, y se percató de que Espectro no se lo esperaba.
Era uno de los muchos números que vigilaban, y uno que nadie creía que se volvería a utilizar. Probablemente esa fuera la razón por la que el departamento de Strauss y Breuer era uno de los últimos que iban a trasladar; nadie pensaba que sus objetivos siguieran siendo de interés. Parecía que, después de que el servicio de inteligencia abandonara Pullach por Berlín, quisieran dejar aquel mundo viejo atrás. Pero Breuer insistía en que el pasado nunca desaparecía.
Breuer era la única del departamento que estaba en el servicio de inteligencia cuando el número de Estocolmo se consideraba activo. Y de eso hacía muchos años. Pero ahora, al parecer, volvía a estarlo, contra todo pronóstico.
—Pues habrá que ir.
Breuer se puso en pie y pasó justo por delante de Strauss sin mirarlo. En los cuatro años que habían trabajado juntos, nunca habían llegado a ser amigos, pero ahora eran ellos los responsables.
Aunque la decisión la tomaba Schönberg.
Strauss echó un vistazo al despacho de Breuer cuando ella pasó por su lado. Ni una de las pantallas estaba iluminada, ni uno de los ordenadores estaba encendido. En cambio, sí que había pilas de libros e informes. No comprendía que mantuvieran a una agente completamente analógica. ¿A quién tendría amenazado? Durante las cuatro décadas que había pasado en los servicios de inteligencia seguro que había recopilado todo tipo de información. Después se giró y se apresuró a seguirla.
«Ya no queda mucha gente en los edificios», pensó al mirar alrededor. La mayoría se había mudado al nuevo complejo de Berlín. El edificio administrativo más grande del país, que había costado mil quinientos millones de euros.
Por el tamaño y su localización en medio de la capital alemana, los arquitectos y los clientes deberían haber pensado en las antiguas oficinas de la Stasi, el Servicio de Inteligencia de la Alemania Oriental, pero estaba claro que no habían reflexionado sobre ello, o que no les había importado.
En una sociedad abierta, las actividades cerradas ya no despertaban tanto temor.
Breuer tocó la sexta puerta del pasillo, la de Schönberg, y entró antes de que Strauss la hubiera alcanzado.
Schönberg estaba sentado con un montón de carpetas delante, tres de ellas colocadas una al lado de otra, pero cerradas. Debió de plegarlas cuando llamaron a la puerta. Allí dentro también se guardaban secretos.
—Han activado a Geiger —dijo Breuer.
Schönberg no respondió, sino que le lanzó una mirada como diciendo «¿Y qué?».
—Eso quiere decir que van a activar a Abu Rasil —añadió Breuer—. Ahora podemos atraparlo.
—¿Crees que sigue vivo? —preguntó Schönberg—. ¿Después de más de treinta años de silencio?
—Está vivo. Se retiró, pero lo van a volver a activar. No habrían llamado a Estocolmo si Rasil no siguiera con vida.
—¿Y qué puede hacer hoy por hoy?
—Si lo han activado después de tres décadas, probablemente sea algo espectacular. Tenemos que ir.
Schönberg se quedó en silencio.
—¿Para qué está nuestro departamento si no nos tomamos en serio los sistemas de alerta?
Schönberg se limitó a mirarla.
—Precisamente cuentan con eso —prosiguió Breuer—. Que nadie crea que Rasil está vivo. Que nadie haga nada.
—¿Hasta qué punto estáis seguros de la señal? —dijo Schönberg al fin.
Breuer miró a Strauss.
—Al cien por cien —respondió Strauss, porque comprendió que era lo que Breuer quería que dijera. Por lo general, el jefe de unidad saliente recomendaba a su sucesor, y Strauss estaría encantado de tomar el relevo. Y no quedaban muchos años para que hubiera que cubrir el puesto de Schönberg como jefe de departamento. Strauss podía ver con claridad cómo se desarrollaría su trayectoria profesional.
—Te quedan cuatro meses para jubilarte, Breuer. Manda a Strauss.
Breuer no se dignó a responder.
Schönberg dio un suspiro.
—¿Cuánto tiempo llevas a la caza de Abu Rasil? ¿Cuarenta años?
—Me pasé diez persiguiéndolo, después desapareció. Y estuve muy cerca de atraparlo varias veces.
—Bueno, eso es lo que tú crees.
—¿Vamos a permitir que se escape el peor terrorista al que hemos investigado?
Schönberg se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz. Después miró a sus subordinados.
—Abu Rasil es un mito —dijo—. Una leyenda que fabricaron los palestinos en los setenta para asustar a Occidente.
—Y eso precisamente es lo que Abu Rasil quiere que pienses.
—El superpoderoso terrorista. Que el mismo cerebro fuera el responsable de casi todos los atentados de la época en Europa es una historia demasiado buena para ser cierta.
—¿Pues como regalo de despedida entonces? —dijo Breuer clavando la vista en su jefe. Schönberg y Strauss se dieron cuenta de que no iba a rendirse.
—Ve —contestó Schönberg—. Llévate a Strauss y a Windmüller. Pero tenéis solo una semana.
—Nos marchamos ahora mismo.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo. Rasil seguro que ya está en movimiento.
Breuer se giró y salió, y Strauss fue corriendo a su despacho a por la chaqueta y el arma reglamentaria. Podía comprar cualquier otra cosa por el camino. Excepto una Glock 17 y una Zegna de la talla 60 hecha a medida.
En el despacho de Strauss no había montones de libros, pero sí el mismo número de monitores que en los despachos del resto, aunque encendidos, a diferencia de los de Breuer. Y los pósteres de Nick Cave y su adorado Devialet Phantom Gold, el mejor equipo inalámbrico del mundo para reproducir música. Conforme los colegas se fueron mudando a Berlín, Strauss había podido subir el volumen cada vez más.
Dudó un segundo en el umbral de la puerta, pero después no pudo contenerse. Encendió el Phantom con el mando a distancia y puso The Good Son desde el móvil.
—One more gone. One more man gone. One more ma-an…
Maravilloso.
Luego volvió a salir a toda prisa y se apresuró por el pasillo para anunciarle a su colega que iría con ellos a Suecia. Windmüller era uno de los muchos agentes adiestrados cuyo cometido consistía en garantizar su seguridad y proteger su vida.
La fijación de Breuer con Abu Rasil era bien conocida y cuestionada en todo el BND, el Servicio de Inteligencia Alemán. Esa sería su última oportunidad de demostrar que la leyenda era cierta, y que ella siempre había tenido razón.
Strauss no sabía qué creer, pero nunca se atrevería a cuestionar a Espectro Blanco. Al menos, no públicamente y no mientras ella siguiera en activo. Breuer conocía a mucha gente con gran poder en la cadena de mando.
Ninguno de los tres tenía familia a la que avisar, así que solo les quedaba ponerse en marcha. Windmüller se montó en el centro de operaciones móvil mientras Strauss le abría la puerta del BMW a Breuer. No era capaz de estimar la seriedad de la misión. Pero si Abul Rasil existía, y si lo habían activado, entonces lo que estaba ocurriendo era grave.
Muy grave.